¿Cuáles son los fundamentos de los derechos humanos y cuál es su validez?
La “ideología de los derechos humanos” (yo prefiero usar este término en lugar de hablar
simplemente de “derechos humanos”, porque es más bien de una ideología de lo que se
trata) ha alegado sucesivamente dos tipos de fundamentos. La primera formulación, que
encuentra su forma canónica en Locke y en la filosofía de la Ilustración, define los derechos
humanos como atributos inherentes a la naturaleza del hombre, constitutivos de su ser y,
por tanto, ya presentes en el “estado de naturaleza”, es decir, antes de cualquier relación
política o social. La segunda, que encuentra en Kant su forma más elaborada, hace derivar
los derechos de la “dignidad” inherente a todo ser humano. En esta óptica, el respeto de la
dignidad humana es una elección moral, que implica la libertad de la voluntad por
relación, especialmente, a toda causalidad natural.
Estas dos formulaciones tienen el inconveniente de ser totalmente contradictorias. La
primera habla, en efecto, de derechos naturales del hombre, mientras que la segunda, no
sólo no depende de ninguna proposición sustancial concerniente a la naturaleza humana,
sino que define la humanidad como capacitada para superar la naturaleza por el libre juego
de la voluntad racional. Si aceptamos la primera, entonces tenemos que rechazar la
segunda. Pero, de hecho, tanto la una como chocan con dificultades insuperables. El
“estado de naturaleza” es, evidentemente, una ficción: no hay vida humana que no sea,
desde su origen, una vida social, y más precisamente una vida sociohistórica. En cuanto a
la “dignidad”, ella pierde toda significación jurídica y política desde que se formula como
un absoluto moral.
En 1947, la Unesco solicitó a 150 intelectuales de renombre que determinasen la base
filosófica de la “Declaración universal de los Derechos Humanos” que debía ser
proclamada el 10 de diciembre de 1948. Esta investigación se saldó con un fracaso, porque
las respuestas obtenidas fueron irreconciliables. Lo son todavía en la actualidad: la
cuestión de los fundamentos de la ideología de los derechos humanos sigue siendo una
completa confusión. La omnipresencia del discurso sobre los derechos humanos en la vida
pública tiende a hacer olvidar ese fiasco. Esta es la razón por la que me he esforzado en
estudiar esta cuestión en detalle.
Los derechos humanos ¿son coherentes entre sí?
En principio, la ideología de los derechos humanos se propone afirmar, frente al
absolutismo, la necesidad de respetar un cierto número de libertades elementales. Este es
un objetivo que encuentro loable, pero mi desacuerdo descansa, ante todo, sobre el método empleado. Y más en la medida en que la retórica de los derechos se despliega en
irreducibles contradicciones que no tardan en aparecer. En la época de la Revolución
francesa, ya existe una contradicción entre los derechos humanos y los de los ciudadanos,
incluso siendo proclamados en el mismo momento: los derechos humanos son los derechos
del individuo, considerado bajo una forma genérica abstracta, fuera de cualquier contexto
político particular, mientras que los derechos del ciudadano se extraen de su pertenencia a
una sociedad política determinada. La experiencia histórica muestra que ambos no se
acomodan espontáneamente. Es lo mismo que sucede entre los derechos individuales y los
derechos colectivos o sociales: los primeros conciben la libertad como un espacio sustraído
a la intervención de los poderes públicos, mientras que los segundos (los “derechoscrédito”) son exigencias dirigidas a esos mismos poderes públicos a fin de que sean satisfechas. Los derechos de los pueblos pueden también contradecir los derechos
individuales, puesto que los segundos son frecuentemente alegados para limitar los
primeros (cuando no a la inversa).
En fin, hay que tener en cuenta la tendencia actual a reducir todas las relaciones sociales a cuestiones de derecho. En un clima marcado por la juridificación de la sociedad y la
exacerbación de un individualismo de tipo utilitarista, regido por la axiomática del interés,
cualquier tipo de deseo tiende a convertirse en “derecho” por el solo motivo que
formularlo. Reclamar sus derechos se convierte en la forma más segura de maximizar su
interés, el concepto de derecho se disuelve entonces en una escalada de reivindicaciones
sin fin. Y como el derecho natural no es más que un derecho “desarmado”, que no puede
ser afectivo si no es consagrado por las reglas del derecho positivo, son los hombres
políticos los que tienen que intentar conciliar el derecho de huelga y el derecho al trabajo,
el derecho a la vida y el derecho al aborto, los derechos sociales y el derecho de propiedad,
etc.
¿La base de la ideología de los derechos humanos es religiosa?
La ideología de los derechos humanos es una ideología que pretende resolver los
problemas políticos sobre una base puramente jurídica. Esta pretensión ignora la
naturaleza de lo político, donde la esencia es precisamente no depender de ninguna ley que
no le sea propia. Pero hace falta añadir que el derecho del que se reclama la ideología de los derechos es bastante particular. Se trata de un derecho natural moderno, del que Michel Villey ha mostrado bien todo lo que le distingue del derecho natural clásico. Para los
Antiguos, el derecho se define como la equidad en el seno de una relación: la justicia
consiste en atribuir a cada cual la parte que le corresponde. Es entonces un derecho
objetivo. La ideología de los derechos se funda, por el contrario, sobre una noción de
derecho subjetivo, que aparece tardíamente en la historia: hasta la Edad Media, no
encontramos en ninguna lengua europea un término que designe un derecho como
atributo de la persona, distinto, en tanto que tal, de la materia jurídica (el derecho). Ese
derecho subjetivo encuentra su origen en el nominalismo, que constituye la matriz original
del liberalismo moderno.
Para Guillermo de Occam, el derecho no es una justa relación entre las cosas, sino el reflejo de una ley querida por Dios. La ideología de los derechos se apoya, por otra parte, en una nueva concepción de la justicia, que deja de ser sinónimo de la equidad para identificarse con normas esencialmente morales. Esta evolución es especialmente marcada en la Escolástica española, bajo la influencia, especialmente, del pensamiento de San Agustín.
Podemos decir entonces que hay un trasfondo religioso en la ideología de los derechos
humanos –lo que no impide que éstos se formulen también históricamente en un contexto
netamente hostil a la religión.
Se podría añadir que la ideología de los derechos ha devenido, con toda evidencia, en una
religión secular. Es, en cualquier caso, la religión de nuestros contemporáneos. Reposando
sobre un “acto de fe”, como decía René Cassin, sirve como sustituto de referencia en una
época desorientada que no sabe sobre qué fundar sus principios. Robert Badinter no duda en definir los derechos humanos como el “horizonte moral de nuestro tiempo”. Son, dice más justamente Régis Debray, “lo último hasta la fecha de nuestras religiones civiles, el alma de un mundo sin alma”. Esto es precisamente lo que dificulta su crítica.
¿No es una forma, para la cultura occidental, de dominar a los otros pueblos
proclamando la universalidad de los derechos humanos?
La teoría de los derechos humanos se presenta como una teoría válida en todo momento y
en todo lugar, es decir, como una teoría universal. Esta teoría está históricamente datada y
geográficamente situada: es un producto del pensamiento de las Luces y aparece, como tal, en el horizonte específico de la modernidad occidental. Hay entonces una contradicción
entre la contingencia histórica que preside su elaboración y su pretensión a la
universalidad. Esta es la razón por la cual la difusión planetaria de esta ideología es
frecuentemente percibida como una nueva forma de aculturación, en particular en las
sociedades tradicionales, donde el individuo por sí solo no es simplemente representable y
donde el pensamiento moral de base es el de los deberes que tienen hacia los demás, no el
de los derechos que pueden oponerles.
En una época en la que la diversidad cultural y humana es la última cuestión sobre la que
se preocupan los maestros del planeta, la ideología de los derechos vuelve a conectar así,
subrepticiamente, con los antiguos discursos de dominación. Acompañando a la extensión
planetaria del mercado, proporciona la vestimenta “humanitaria” necesaria. Ya no es en
nombre de la “verdadera fe”, de la “civilización”, del “progreso”, la “pesada carga del
hombre blanco”, que Occidente se cree legitimado para gobernar las prácticas sociales y
culturales existentes en el mundo, sino en nombre de la moral encarnada por el derecho.
La afirmación de la universalidad de los derechos humanos no representa nada, desde este
punto de vista, salvo la convicción de que los valores particulares, los de la civilización
occidental moderna, son valores superiores que deben imponerse en todas partes. Pese a
que Occidente vuelve a caer actualmente en el “arrepentimiento”, el discurso de los
derechos le permite, una vez más, erigirse en el juez moral del género humano.
¿Hay, en su opinión, una jerarquía entre las culturas?
No hay una, hay mil, todas tan convencionales y arbitrarias como el resto. “Nosotros
juzgamos bárbaro todo lo que no es nuestra costumbre”, como decía Montaigne. No se
trata por tanto de caer en el relativismo, que no es sino una de las formas del nihilismo
actual, ni de negar que un consenso pueda establecerse entre todos los hombres para
acordar, al menos, que ciertas cosas son intrínsecamente buenas o intrínsecamente malas
(en todo el mundo, la gente prefiere ser libre que ser víctima de lo arbitrario). Se trata
solamente de reconocer que la pertenencia a la humanidad nunca es inmediata, sino
mediata: es la pertenencia a una cultura particular lo que nos hace parte de la humanidad, y las diferentes culturas no pueden sino responder de forma diferente a las aspiraciones que ellas expresan. Algunas de estas respuestas pueden resultarnos cuestionables.
Entonces es normal rechazarlas. Pero debemos admitir que una sociedad no puede
evolucionar en un sentido que nosotros juzgamos preferible, sino a partir de realidades
culturales y de prácticas sociales que le son propias.
Los derechos humanos ¿tienden a la justicia o al despotismo?
Ellos tienden a crear un nuevo tipo de despotismo: el despotismo en nombre del Bien. No
es, sin duda, fruto del azar que la sociedad que afirma con más fuerza los derechos del
individuo sea también la que, en concreto, ponga en marcha los mecanismos de
condicionamiento y de heteronomía colectiva más pesados. A escala mundial, la
transformación del derecho internacional bajo el efecto de la ideología de los derechos
humanos no permite a los más débiles hacer frente a los más poderosos, pero proporciona
a estos últimos un pretexto para agredir a los débiles. Es lo que sucedió, por ejemplo, en
Irak. En el interior de nuestras sociedades, la ideología de los derechos humanos permite
instaurar progresivamente, con toda buena conciencia, una sociedad de vigilancia
generalizada que favorece la colonización del imaginario por los valores mercantiles y la
sola lógica del beneficio. Así se encuentra realizada esta doble polaridad de la moral y de la
economía que Carl Schmitt pudo definir como una maldición de nuestro tiempo.
La defensa de las libertades es de una urgente necesidad. No soy de los adversarios de la
ideología de los derechos humanos que condenan el objetivo que pretende (erróneamente)
atender, que claramente atacan esta ideología porque disfrutan con la arbitrariedad o por
la nostalgia del absolutismo. En mi libro trato de mostrar por qué la ideología de los
derechos humanos no puede defender eficazmente las libertades concretas, y doy varios
ejemplos para actuar de otra manera. La lucha contra el despotismo y la defensa de las
libertades son, en mi opinión, un problema político, que no puede ser resuelto más que
políticamente.
El concepto ideológico de los derechos humanos ¿está en la base de una
política democrática?
No lo creo ni por un instante, aunque sólo sea porque la ideología de los derechos no
reconoce más que a individuos abstractos, despojados de sus pertenencias, mientras que la
democracia no reconoce más que a ciudadanos. Por tanto, las prerrogativas de los
ciudadanos no son atributos que ellos poseen en tanto que humanos, sino capacidades y
libertades vinculadas a un régimen político particular, pero también a su pertenencia a una
sociedad política determinada. La democracia, por otra parte, es el régimen que consagra
la soberanía del pueblo, mientras que el discurso de los derechos humanos se presenta
como una certidumbre moral universal. Como existe entre ellos una fuente evidente de conflictos, no se habla de por qué los derechos humanos y la democracia tienen que ir a la par. La prueba es que una decisión democrática dirigida a la adopción de una medida
juzgada contraria a los derechos humanos, sería inmediatamente condenada por los
partidarios de la teoría de los derechos, en nombre de una autoridad moral que no tiene,
por sí sola, ninguna legitimidad democrática. Para la ideología de los derechos, la voluntad
del pueblo no puede ser reconocida sino en tanto que ella no contradiga los principios de
esta ideología. La soberanía popular, así condicionada, es un claro retorno a la
heteronomía política y social.
¿Cree usted que existen una realidad trascendente y una moral natural que se
imponen a todos los hombres?
Existe una naturaleza del hombre, que se manifiesta bajo múltiples encarnaciones y
diversas modalidades. De esta naturaleza del hombre se deriva una exigencia: la del bien
común. Se deriva así un imperativo moral: lograr la excelencia de uno mismo practicando
la ética de la virtud. Partidario de la concepción original del derecho, es decir, de la
concepción griega de la “diké”, yo rechazo, al mismo tiempo, el positivismo jurídico, que
reduce el derecho a la ley y que no permite decir que una ley es injusta, y los errores del
iusnaturalismo moderno, del que la ideología de los derechos humanos es uno de sus
remarcables ejemplos. Llegó a estas conclusiones a través de una meditación sobre el ser del-mundo, no por referencia a una metafísica trascendental. Por decirlo en otros
términos, no pienso que tenga necesidad de Santo Tomás de Aquino para leer al viejo
maestro Aristóteles. En él, y en algunos otros, encuentro suficientes argumentos para
juzgar una época que, hoy en día, produce esencialmente, la fealdad, la mentira y la
cobardía.
Europa ha roto con su tradición colonizadora para inmediatamente después
caer en un tercermundismo lacrimógeno. Hoy, en la hora del
“arrepentimiento”, tenemos la impresión de que los neoevangelistas de los
derechos humanos han reemplazado a los “padres blancos” de antes. ¿Eterno
retorno?
En el siglo XIX, la colonización fue el hecho de lo que llamamos las “tres M”: los militares,
los misioneros y los mercaderes. Los mercaderes se enriquecieron con frecuencia, lo que no sucedió en el caso del Estado (la colonización ha resultado siempre más cara a la metrópoli de lo que ella aportaba). Los misioneros no lo hicieron demasiado mal, puesto que las dos terceras partes de los católicos del planeta son hoy habitantes del Tercer mundo. Los militares libran ahora guerras de agresión rebautizadas como “intervenciones
humanitarias” u “operaciones de policía internacional”. En cuanto al “arrepentimiento”,
éste debería, en toda lógica, ser practicado sobre todo por los círculos de izquierda, puesto
que, en la época de Jules Ferry, el colonialismo era claramente una ideología de la izquierda laica: en nombre del universalismo del progreso, esa izquierda trató de ayudar a
las “razas inferiores” para superar su “retraso” haciéndoles acceder a las “revelaciones de la Ilustración”.
Pero todo el mundo sabe que la colonización puede tomar formas muy diversas: política,
económica, tecnológica, cultural, ideológica, etc. Desde este punto de vista, no hay,
actualmente, ningún país que pueda llamarse independiente. La colonización, en fin, es un
término que se relaciona, en sentido estricto, con el poblamiento, y no con la conquista.
Francia sólo procedió a ello en dos ocasiones: en Argelia (con conquista) y en Quebec (sin
conquista). ¿Sabe usted que, en el apogeo del Imperio francés, con Argelia incluida, nunca
hubo más de 500.000 franceses viviendo en las colonias? Hoy en día, las poblaciones
originarias de nuestro antiguo imperio colonial cuentan en Francia con más de seis
millones de personas, que incluyendo a los naturalizados son muchos más. Este contraste
cuantitativo pone las cosas en su lugar.
En el libro “Au-delà des droits de l’homme”, aseguráis que el tema de los
“derechos humanos” no es sino un neocolonialismo del que no se osa decir su
nombre. Por tanto, ese amor hacia “el otro” ¿sólo es exaltado en cuanto se
busca que se parezca a nosotros, mientras que es detestable cuando persiste
en reivindicar su propio modelo?
Desde su conversión al universalismo, Occidente siempre ha considerado sus valores
específicos como valores “universales”, y, por tanto, legitimado para imponerlos al mundo
entero. En el Tercer mundo, lo primero que queremos hacer es adorar al “verdadero Dios”
(único, desde luego), después hemos pretendido aportar la “civilización”, el “progreso”, la
“democracia” y el “desarrollo”. La ideología de los derechos humanos no escapa a la regla.
Mientras histórica y geográficamente esa ideología está perfectamente situada, ahora
pretende reconfigurar el planeta en nombre de un hombre abstracto, de un hombre que
pertenece, al mismo tiempo, a todas partes y a ninguna parte.
Los Estados Unidos son, naturalmente, los primeros campeones, ya que, para ellos, los
africanos no son sino occidentales con la piel negra, y los europeos no son sino poblaciones
americanizados que hablan (provisionalmente) una lengua extranjera. Esto es lo que
explica sus derivas en política internacional. El mundo no será comprensible para ellos en
tanto no esté totalmente americanizado.
Es en razón de su universalismo que los occidentales no han comprendido (y no han
admitido) la alteridad. Su profunda convicción consiste en pensar o en creer que las
diferencias entre las culturas y los pueblos son transitorias, secundarias, solubles en el
folclore o francamente nocivas. En otras palabras, no admiten “lo Otro” más que en la
medida en que ellos creen poder demostrar que “el otro” es “como todos los otros”, es decir, que es, de hecho, “lo Mismo”. Un cierto igualitarismo que hace de la igualdad un
sinónimo de la “mismidad”. Es otra forma de racismo: haciendo desaparecer las
diferencias, nosotros evaluamos las diferencias (igual entre los pueblos que entre los
sexos), considerándose como ilusorias o insignificantes. El universalismo político, la
reivindicación de un “derecho a la indiferencia” y la ideología de género, confluyen en esta
misma aspiración a la indiferenciación, que no es, en el fondo, sino un deseo de muerte.
Síndrome del Sha de Irán o de Kemal Atatürk en Turquía: obligar a sus
compatriotas adoptar una cultura extranjera… En nuestra época, numerosos
franceses (y los demás europeos del sur) se enfrentan cotidianamente a una
presencia cada vez más masiva de inmigrantes de confesión musulmana y de
cultura magrebí. ¿Cómo conservar una cultura autóctona, mientras la
mayoría silenciosa de los franceses “de origen” se sienten frecuentemente
oprimidos por la presencia de una activa minoría de origen extranjero?
No ignoro, por supuesto, ninguna de las patologías sociales nacidas de la inmigración. Pero
no soy de los que echan leña al fuego o de los que disfrutan soplando sobre las brasas
buscando una guerra civil, como tampoco soy de los que, sin miedo a la paradoja,
reprochan a los inmigrantes no asimilarse mientras declaran que ellos son inasimilables.
No es, ciertamente, culpa de los inmigrantes si los franceses “de origen” no saben en qué
consiste su identidad y cómo podrían transmitirla. Por decirlo de otra forma, no es tanto
en la identidad de los otros en lo que yo veo una amenaza para la nuestra, sino que es el
sistema el que amenaza y asesina todas las identidades. Nuestra identidad estaría también
amenazada si no hubiese inmigración, porque la ideología dominante de la era
posmoderna, el capitalismo en tanto que “hecho social total” (Marcel Mauss) es
intrínsecamente destructivo de todas las identidades colectivas.
Lo que existe es un conflicto de valores. Cuando una musulmana declara que el velo
islámico es una forma para ella de preservar su dignidad de mujer, mientras que para
muchos occidentales ese mismo “foulard” es un atentado a la dignidad de la mujer, está
claro que estamos ante un diálogo de sordos. “El Otro” es lo que posee otros valores.
Cualquier valor es válido sólo en relación con lo que no lo es. La diferencia entre valores e
intereses es que los primeros no son negociables. ■ Fuente: Présent
Alain de Benoist