Se habla mucho de Europa en estos tiempos, y eso está bien ‒incluso si el
pretexto es electoral y, con demasiada frecuencia, para no decir nada nuevo;
la Europa que está en cuestión es la de Bruselas, es decir, una caricatura
tecnocrática, economicista, políticamente correcta, que no es ni puede ser
nuestra Europa.
Pero hablar de Europa contribuye a darle una posibilidad de existencia y puede permitir,
quién sabe, un día, el surgimiento de esa Europa identitaria que nosotros deseamos, la de
las tierras y los pueblos, enriquecida, al mismo tiempo, por su diversidad y su unidad
fundamental.
¿Unidad? Utilizar esta palabra con signos de interrogación es plantear, en efecto, la
cuestión de la identidad europea.
Las raíces históricas de Europa
Algunos afirman que esta identidad no existe. Es el caso, por ejemplo, de Serge Bernstein,
cosmopolita convencido, que publicó, en el dossier dedicado a Europa por la revista Géo,
un artículo destinado a demostrar la inexistencia de la identidad europea. De momento, al
menos, porque él debe confesar en un pasaje: “En lo que está a punto de convertirse en una “aldea mundial”, la figura de Europa toma poco a poco una identidad que desvanece
progresivamente las diferencias entre los Estados que la componen para poner en
evidencia que lo que aproxima a los europeos (en relación con las poblaciones de otros
continentes) es más importante que lo que los diversifica”. Se observará la confusión,
clásica, entre los Estados y los pueblos… Pero los Estados son, en la escala histórica, un
fenómeno coyuntural, mientras que los pueblos son un fenómeno estructural.
Bernstein, pese a sus motivaciones tan transparentes, se ve obligado a recordar una
evidencia: “El sentimiento de pertenencia a una comunidad no se decreta. Se vive a través
de la participación en una cultura común”. La cultura es fruto de la historia.
Preguntándose sobre la identidad europea, se puede pensar en una cuestión que molesta,
la de las raíces históricas de Europa.
Dos historiadores medievalistas abordaron recientemente esta problemática. Michel
Rouche toma claramente posición: su libro Les racines de l´Europe tiene por subtítulo “Les
sociétés du haut Moyen Age (568-888)”. Lo que viene a decir es que Europa nace durante
los primeros siglos de la Edad Media. Jacques Le Goff tiene un punto de vista bastante
próximo en L´Europe est-elle née au Moyen Age? Él se presentaba bajo el patrocinio de
Marc Bloch, el cual, durante su candidatura al Collège de France en 1934, afirmaba: “El
mundo europeo, en tanto que europeo, es una creación de la Edad Media”.
Se cita con frecuencia, en apoyo de esta tesis, el texto de un autor anónimo, del que sólo se sabe que vivía en Cordoue y que, recordando la batalla de Poitiers del 732 entre los francos de Charles Martel y los invasores musulmanes, escribía que eran, por un lado, los
“sarracenos”, y por el otro, los “europeos”. Esta división parece indicar, en el autor, una
conciencia étnica que no excluía la división religiosa, cristianos contra musulmanes, si bien
relativa.
La batalla de Poitiers
La existencia de una Europa, al menos en el cerebro de algunos, está bien atestiguada en la época carolingia. Cathuulf, un irlandés, dijo de Carlomagno que era “el jefe del reino de Europa”, mientras que otro poeta, Angilbert, celebraba en Carlomagno “al venerable jefe de Europa”, “el venerable faro de Europa”, “el rey padre de Europa”, o incluso “la cumbre de Europa”… Hay que poner a parte la típica adulación, pero lo que interesa al historiador,en estas expresiones, es la utilización reiterada de la palabra “Europa”, que es el indicador de una visión ideológica que confería a Carlomagno una soberanía continental ‒incluso si,por supuesto, una parte solamente, pero notable, de Europa occidental estaba integrada en los límites del imperio carolingio.
Aunque, como sabemos, este imperio tuvo una duración limitada, es evidente que la
Europa de la Edad Media fue capaz de hacer la síntesis de las herencias grecolatina, céltica
y germánica. En el marco de una comunidad no política ‒porque la visión imperial nunca
pudo desbordar los territorios alemán, italiano y borgoñón‒ sino más bien cultural, eso
que algunos todavía llaman la cristiandad. Veamos esto más de cerca…
Un santo lobby
Una vasta operación de “comunicación” (usamos este término por no ser polémico…) ha
sido lanzada por lo que bien podemos llamar un lobby sobre el tema de “la futura
constitución de Europa debe hacer referencia absoluta y explícita al carácter cristiano de la
comunidad europea”.
El tono fue dado por Polonia. Mediante una carta dirigida a la presidencia irlandesa
(entonces era su turno), elaborada al parecer por las autoridades polacas e italianas, debía
ser propuesta a la firma de otros países que reclamaran también la inclusión de una
referencia explícita al cristianismo en el preámbulo de la futura constitución europea (ya
se trate de Irlanda, de Malta, de Portugal, de España, de Chequia, de Eslovaquia, de
Lituania…). El asunto es ya antiguo, puesto que el entonces presidente de la Convención
sobre el futuro de Europa (encargado de elaborar un proyecto de constitución), Giscard d
´Estaing, para responder a las presiones que se ejercían sobre él, debió explicar, al
Corriere della Sera, que no podía aceptar tal proposición porque entonces “deberían
mencionarse también las otras religiones presentes en el continente, del judaísmo al islam,
y esta solución no habría sido aceptada por todos”. ¡Qué cosas se dicen con términos
galantes!
Los polacos mantuvieron la presión hasta el final, puesto que el mismo día de la adopción
del proyecto constitucional en la cumbre de los veinticinco jefes de Estado y de Gobierno,
el primer ministro polaco Marek Belka adelantó una vez más la exigencia de una referencia
a Dios en la futura constitución. En vano, porque se encontró esta vez totalmente aislado.
La Iglesia católica, por su parte, forzó una declaración, incluyendo la organización de una
3/9 cadena de intervenciones en la que políticos y eclesiásticos se pasaban el testigo de mano en mano. Así, los obispos polacos, que no tenían nada que rechazar del Vaticano,
intervinieron por su parte con una carta dirigida el primer ministro irlandés, afirmando
que la ausencia de una referencia a la cristiandad en la constitución europea constituiría
“una falsificación de la verdad”. Por su parte, los antiguos comunistas polacos exhibían el
mismo lenguaje…
Para reforzar su tesis, la Iglesia católica movilizó a sus tropas. 80.000 peregrinos
procedentes de toda la Europa central se reunieron en una villa austríaca de montaña,
Mariazell, donde la estatua de la Virgen es venerada desde el siglo XIII (el culto mariano
ha sido siempre uno de los más seguros valores del catolicismo tradicional, porque hace
una llamada al simbolismo ancestral… más antiguo que el cristianismo). Entre los
asistentes se observaba la presencia de Romano Prodi, presidente de la Comisión europea
y de siete jefes de Estado o de Gobierno. Esta multitud, según el arzobispo de Viena, venía
a afirmar una “profesión de fe hacia los fundamentos cristianos de Europa”, mientras que
el enviado del Papa, el cardenal Angelo Sodano, entonces secretario del Vaticano (es decir,
el primer ministro del gobierno eclesiástico) explicaba que había que “dotar de un alma” a
Europa y de “una conciencia común” a los europeos.
Del lado de los políticos, los demócrata-cristianos de diversos países de Europa (que
entonces constituían el grupo más importante en el Parlamento europeo) fueron
evidentemente movilizados y tomaron la voz. No olvidemos que fueron estos demócratacristianos (el francés Robert Schuman, el alemán Adenauer, el italiano De Gasperi) los que llegaron al acuerdo, a principios de los años 50, en crear la CECA, embrión del mercado común. En una época en la que la Iglesia católica quería aparecer como la oposición más creíble al dominio comunista…
Más allá de los demócratas-cristianos, la campaña por una referencia cristiana en la
Constitución europea recibió la contribución de políticos católicos próximos a los
tradicionalistas: Philippe de Villiers se sorprendió de que Michel Barnier, entonces
ministro de exteriores, rechazase “citar las raíces cristianas de Europa”. Obviamente, el
Elíseo había dado sus consignas… Como fue el caso con Raffarin quien, con su sutileza
habitual, tomaba, con dos días de intervalo, dos posiciones contrarias sobre la referencia a
las fuentes cristianas de Europa: en principio sí, luego no.
Pero, más allá de estas peripecias franco-francesas, cuyo interés es relativo, la verdadera
cuestión que se plantea es la siguiente: ¿Europa es cristiana? Sin querer pasar por el
normando que no soy (nadie es perfecto), yo respondería: sí y no. Eso, evidentemente,
exige algunas explicaciones.
Europa no esperó al cristianismo para existir
Tomemos primero el aspecto cronológico: ¿había una Europa antes de la llegada del
cristianismo, el cual, nacido en Judea, era un producto de importación? Evidentemente sí.
En primer lugar, en lo que concierne al mismo nombre de Europa. Es griego y Jean
Haudry recuerda que significa “una amplia mirada”. Es usado por varias heroínas, la más
célebre, según Hesíodo, por un Zeus loco de amor bajo la apariencia de un toro blanco
(color de la soberanía) para seducir al objeto de sus deseos, que dará nacimiento, a
continuación de su unión con el rey de los dioses, al futuro Minos, rey de Creta, presentado
por la mitología antigua como el civilizador por excelencia.
En otras palabras, Europa es la madre de la civilización… Pero Europa es también el
nombre dado por los griegos a una tierra, la suya, definida por oposición a África y Asia.
Incluso hoy los cretenses se sienten orgullosos de explicar que viven en el extremo
avanzado de Europa, en el sur, frente a África… Es también frente al imperialismo asiático
que Heródoto utiliza la palabra Europaioi (los europeos) para designar a sus compatriotas
griegos entrenados para combatir, en nombre de su libertad, a los invasores venidos de
Oriente, magma de poblaciones heterogéneas reclutadas por el imperialismo persa. Para
Heródoto, explica Elisabeth du Réau, profesora en la universidad París-III, “La Europa
política toma forma en la guerra contra los persas”. Y Jacqueline de Romilly señala,
evocando la batalla de Salamina (480 antes de la era cristiana) opone griegos a persas, en
lo que ya se trataba de un choque de civilizaciones: “Los griegos tuvieron entonces, por
primera vez, el sentimiento de defender una civilización contra otra”. Lo que confirma
Jacques le Goff cuando escribe, analizando los textos de Hipócrates (padre de la medicina):
“El contraste entre Oriente y Occidente (con el que se confunde a Europa) encarna para los
griegos el conflicto fundamental de las civilizaciones”. Y Le Goff resume así la visión que
tenía Hipócrates de la especificidad cultural de los europeos: “Los europeos se aferran a la
libertad y están listos para luchar, incluso a morir por ella”.
La libertad, por tanto, estaba en el origen, y continúa siéndolo, del valor más característico
de la concepción del mundo de los europeos.
Reconociendo su deuda con la Antigüedad, el Renacimiento no hará más que inscribirse en
una tradición que no ha conocido una auténtica ruptura porque la Edad Media “cristiana”
(volveremos sobre el significado de estas “comillas”…) no pudo hacer abstracción de
Atenas y de Roma el hecho de que la Iglesia católica ‒es decir, “universal”‒ se llame
también “romana” ilustra la preocupación por recuperar una herencia prestigiosa,
teniendo esta recuperación una fuerte connotación ideológica, puesto que el jefe de la
Roma medieval no era el Emperador sino el Papa ‒es decir, literalmente, el “padre de los
cristianos”… por tanto, de los europeos).
Preguntándose sobre los fundamentos de la Europa medieval, Le Goff identifica cuatro
legados:
‒ el griego (que Paul Valery, en 1922, estimaba más determinante, porque “la aportación
de Grecia es lo que ha hecho más distintiva a nuestra civilización”);
‒ el romano, con una lengua latina que es “vehículo de civilización” y, en tanto que lengua
litúrgica, por tanto, sagrada, adoptada por el catolicismo, destinada a recordar a todo el
mundo que la civilización es la Iglesia;
‒ la ideología trifuncional indoeuropea (que Le Goff, siguiendo a Duby, termina por
reconocer como elemento fundador ‒pero olvidando precisar que también es en parte
germánica y céltica, que la Iglesia, intentando integrar en su provecho el tema trifuncional,
ha querido recuperar);
‒ por último, un cuarto legado que Le Goff califica de “bíblico” y que es, afirma, “de una
importancia capital”, porque se presenta “como una enciclopedia que encierra todo el
saber que Dios ha transmitido al hombre”, en particular “un sentido de la historia”
presentado como traducción en el devenir de los hombres de la voluntad de Dios,
comenzando y terminando (alfa y omega) todas las cosas (lo que los historiadores de las
ideologías llaman “providencialismo”).
La Europa medieval, por lo tanto, se beneficia de una herencia plural. Pero esta pluralidad,
que se traduce en la realidad histórica, está recubierta por una unidad y un unanimismo
proclamados oficialmente por la Iglesia mediante una cristiandad presentada como
garantía de la armonía del mundo bajo la benévola tutela de la ley de Cristo. Esta noción de cristiandad ha suscitado, durante mucho tiempo, el interés de los historiadores y ha sido
objeto de muchos debates. Hoy, la mayoría de autores de la investigación histórica
reconocen que asimilar Europa a la cristiandad es, tanto en la Edad Media como en los
siglos siguientes, la expresión de una voluntad ideológica ‒o de un deseo piadoso‒, pero
que no se corresponde con la realidad. Tranquilizadora por su unanimismo aparente, por
la seguridad psicológica que aporta como prenda de su legitimidad (“Dios está con
nosotros”), la noción de cristiandad es una fachada que se concibe prestigiosa, pero que es
un decorado engañoso a simple vista. Tanto que, exaltando la “Europa cristiana”, debemos
saber de qué cristianismo estamos hablando.
¿Habéis dicho cristiana?
Jean Delumeau, que se define a sí mismo como un “historiador cristiano,” ha realizado un
trabajo pionero preguntándose, desde hace varias décadas, sobre el carácter
auténticamente cristiano de las sociedades europeas, tanto en la era moderna como en la
época medieval (como todo buen modernista, él sabe que debe buscarse en la Edad Media
la clave de las situaciones observadas en los siglos XVI, XVII y XVIII, incluso
posteriormente). Sus conclusiones son claras: en su libro Un chemin d´histoire, chrétienté
et christianisation, constata “los límites de la cristianización” y estudia sucesivamente “la
leyenda de la Edad Media cristiana”, “la permanencia de oposiciones al cristianismo en
plena cristiandad”, “la lentitud de la cristianización sobre el terreno”. Ya había utilizado,
además, las mismas expresiones en una obra precedente, Le catholicisme entre Luther et
Voltaire, donde trazaba sus pistas de investigación. Constataba que los esfuerzos de
cristianización llevados a cabo por la Iglesia ‒por las Iglesias, después de la Reforma‒
durante mil quinientos años no habían hecho desaparecer “un paganismo profundo y tenaz
frecuentemente recubierto de un simple barniz”. La misma constatación es señalada, entre
otros eminentes especialistas, por Philippe Walter: “Una mitología típicamente medieval se
ha construido sobre las creencias paganas que el cristianismo debió asimilar con el objetivo
de controlarlas” (Mythologie chrétienne. Rites et mythes du Moyen Age). O incluso Le
Goff, que señala que “entre las realidades que muestran los textos, los rituales, las
imágenes y la práctica social y devocional, encontramos (…) una cierta distancia, por no
decir más, entre el monoteísmo oficial y las formas del politeísmo” (Le Dieu du Moyen
Age).
Son fenómenos bien conocidos: creencias y prácticas ligadas a la veneración de fuerzas
naturales y expresiones de un panteísmo espontáneo (árboles y manantiales sagrados,
piedras grabadas, fiestas estacionales ligadas al curso anual del sol, etc.) han perdurado
pese a todas las predicaciones, todas las prohibiciones, todas las persecuciones (siendo el
paganismo asimilado a la brujería). Mientras que el cristianismo, proclamado religión
única y obligatoria por el emperador Teodosio en el 392, estaba llamado a regir las
conciencias y la vida cotidiana de los europeos, siendo así la impuesta unidad religiosa una
unidad de fachada. Además, el fenómeno de los desviacionismos recurrentes, llamados
herejías, además de las fracturas institucionales (cisma con el mundo bizantino, el
luteranismo y el calvinismo en el siglo XVI), la persistencia de una cultura popular imbuida
de paganismo y subyacente a la cultura oficial, clerical, religiosamente correcta,
demuestran que las sociedades europeas, de la Antigüedad a la época contemporánea, eran relativamente cristianas.
Mientras se mantiene sin discontinuidad, para limar las resistencias, una política
multisecular de represión, la Iglesia utiliza paralelamente una estrategia de recuperación ‒
más inteligente y, por tanto, más eficaz‒ para digerir los viejos fondos paganos (instalación
de edificios cristianos sobre los lugares de culto paganos, culto de los santos,
cristianización del calendario de las grandes fiestas estacionales, etc.). Pero esta estrategia
tuvo un efecto perverso: queriendo cristianizar el paganismo, la Iglesia católica (pero
también la Iglesia ortodoxa, más “solar” en muchos aspectos) ha paganizado el
cristianismo ‒y le reprochan violentamente este hecho tanto algunos heréticos
(pretendiendo, con razón, seguir siendo fieles al cristianismo primitivo) como por los
iconoclastas o los reformistas (furiosos, por ejemplo, contra el culto de los santos y el culto
mariano). Cómo negar, por otra parte, que, por tomar sólo un ejemplo, la intensa devoción
popular a las vírgenes negras de las iglesias romanas no sea la tranquila continuación de
los cultos dedicados a las diosas-madres de los templos paganos, encarnaciones de la
fecunda y protectora Tierra-Madre…
Puesto que estamos con la cuestión de las vírgenes negras, recordemos de paso la
significación fuertemente simbólica de los colores en el mundo europeo: el negro, pero
también el verde y el azul, son colores de fecundidad (tercera función), el rojo es el color de la sangre, por tanto del combate (segunda función), el blanco ‒y el dorado‒ el color de la soberanía (primera función). Téngase en cuenta que estos colores están asociados (dos o tres de ellos) en la composición de las banderas europeas. Y no podemos dejar de señalar que la jerarquización de los colores blanco-dorado, rojo-violeta y negro, se encuentra en las vestimentas llevadas por el clérigo católico, de la cima a la base de la pirámide de funciones. En este dominio, también, la Iglesia debió adaptarse.
Todas estas observaciones ¿conducen a negar la dimensión cristiana de Europa?
Evidentemente no. Sería estúpido negar que, haciendo la historia su trabajo, el
cristianismo ha marcado con su impronta a la civilización europea (además de que, entre
los paganos hoy más feroces, ¿pueden afirmar que están totalmente liberados de toda
influencia cristiana, incluso en el nivel inconsciente?). Pero el cristianismo ha conocido, en
el curso de su larga y progresiva implantación en Europa, bastantes evoluciones. Dicho de
otra forma, la Europa cristiana que hoy reivindican algunos, se ha alejado, en el curso de
los tiempos (digamos incluso, que se ha emancipado) de un cristianismo primitivo
profundamente marcado por sus orígenes judaicos. Digamos, por utilizar una fórmula
menos provocativa, que el catolicismo ha tenido éxito en la medida en que él ha logrado
llegar a ser un cristianismo bien particular, adaptado a las mentalidades europeas.
Abriendo las grandes puertas del naciente cristianismo a los “gentiles” (es decir, a los nojudíos), San Pablo de Tarso puso en marcha una estrategia que, todo al mismo tiempo,
permitió la espectacular expansión del cristianismo, pero también (era la condición sine
qua non), lo separó de sus raíces hebraicas. Si bien fue una corriente, entre otras, de una
religión marcada por su especificidad étnica, se convirtió después en una religión
universalista. Para gran pena de aquellos que, desde la Antigüedad a nuestros días, han
querido seguir siendo fieles a la matriz judeocristiana. Estos protestatarios rigurosos
siempre han puesto por delante la fidelidad incondicional y meticulosa a un monoteísmo
intransigente, despreciando y maldiciendo todo compromiso con lo que pudiera parecer
como tentación politeísta. Pero ellos eran minoritarios, al menos hasta nuestros días,
cuando la corriente ‒digamos también el lobby‒ judeocristiana ha tomado el control de la
mayoría de los engranajes de la Iglesia católica. Para el protestantismo no se plantea la
cuestión, porque su razón de ser siempre ha sido el retorno al biblismo, mientras que los
ortodoxos han puesto por delante y sin discontinuidad un cristianismo solar bien diferente
del judeocristianismo, como lo ilustra dramáticamente la “querella de las imágenes”.
La realidad de una Europa cristiana se explica, entonces, por la adaptación
del catolicismo a las mentalidades europeas permeables a la ley de los
“pueblos del desierto”.
Cuando el cristianismo es el de las Cruzadas, el de la Reconquista, de las Órdenes militares
(templarios, hospitalarios, teutónicos, Santiago, Calatrava, Alcántara, etc.), se presenta
como heredero del viejo ideal heroico y guerrero de la tradición indoeuropea, y esta
adaptación le alinea con aquellos que, conscientemente o no, visten con una justificación
cristiana el instinto étnico de los europeos. Porque, tanto en España como en Tierra Santa,
los caballeros medievales combatían al sarraceno. Es decir, a aquellos que no tienen la
misma religión, pero también, y sobre todo, a aquellos que no eran europeos.
Esta lucha perduró, después de la toma de Constantinopla por los turcos (1453), que marca el fin del Imperio bizantino, continuador durante mil años de la ideología imperial,
césaropapista, heredera del Imperio romano y de una cultura griega ancestral (los
bizantinos se decían romanos, pero utilizaban para hacerlo una palabra griega. Romaioi,
puesto que ellos hablaban griego, y de ahí deriva el Roumi que utilizan los musulmanes
para designar a los cristianos… es decir, a los europeos).
La amenaza de invasión que pesaba sobre Europa se concreta a partir del siglo XV: los
turcos, “destinados a ser la pesadilla plurisecular de Europa” (Jacques Le Goff), penetran
en el corazón del continente anexionando Serbia (1459), Bosnia (1463), Herzegovina y
Albania (1467), Hungría (1526). Viena es asediada en 1529 y luego en 1683. La reconquista europea permitió liberar Hungría (1699), Valaquia y Moldavia (1737), Rumanía y Serbia (1789). Habrá que esperar al siglo XIX para que Grecia sea liberada de lo que los cretenses llaman todavía hoy “el tiempo de la esclavitud” (lo que expresa claramente sus
sentimientos respecto a los turcos, sobre todo cuando escuchamos el tono con el que
pronuncian esta expresión…). Creta, ocupada por los turcos desde 1647 hasta 1898, ilustra notablemente el doble carácter ‒cristiano y europeo‒ de la lucha contra los otomanos. La Iglesia Ortodoxa, cuyo emblema, el águila bicéfala (que se encuentra en las armas imperiales de Austria y Rusia), pertenece a la más alta tradición heráldica europea, fue el alma de la resistencia cretense.
Uno toma conciencia cuando está delante del monasterio de Toplou, que se parece más a
una fortaleza que a una casa religiosa.
Y fue en el monasterio de Arkadi donde un millar de cretenses (en su mayoría mujeres y
niños, pues los hombres estaban en el maquis) resistieron durante dos días a 12.000
turcos, antes de saltar por los aires, junto a sus asaltantes, en el arsenal de pólvora donde
se habían refugiado. Añadamos que la resistencia al turco, en Creta, manifestó la
solidaridad entre los europeos, puesto que, en 1669, combatientes europeos en una tropa
francesa defendieron La Canée y resistieron durante mucho tiempo un largo asedio, detrás
de las fortificaciones edificadas por los venecianos y el arquitecto veronés Michel
Sanmicheli, antes de ser sumergidos por la marea turca, favorecida por una superioridad
numérica aplastante.
La ósmosis llevada a cabo con el pueblo cretense por la Iglesia ortodoxa se explica en gran
parte por la capacidad de esta institución para adaptarse a las mentalidades populares. Un
ejemplo, entre otros (pero particularmente significativo): el báculo del primado de Creta
lleva dos serpientes entrelazadas, es decir, el símbolo a la vez de Asklepios, el dios griego
de la medicina, y de Hermes-Mercurio, dios del conocimiento y guía de las almas. Cuidar el
cuerpo y el alma, sanarlos si es necesario, he aquí una misión que la Iglesia ortodoxa quiso
asumir, plenamente consciente de ser así fiel heredera de una espiritualidad más antigua
que ella misma.
Es por esta razón que, hoy, el combate de los serbios contra los bosnios y los albanokosovares, cabeza de puente turca, debe ser el combate de todos los europeos dignos de este nombre, porque se inscribe en el marco de una larga y antigua lucha que continúa ante nuestros impotentes ojos (el Vaticano, a veces, parece tener conciencia de ello, incluso publicó un documento donde era declarado “no-oportuno” el matrimonio de una cristiana con un musulmán).
En Kosovo y en Bosnia-Herzegovina, como en los barrios y suburbios de las grandes
ciudades y villas occidentales, donde los europeos se han convertido en minoría, llevar la
cruz es, para algunos europeos, una forma de decir que rechazan la dominación
musulmana, tomando partido por su bando, el de Europa.
Recuperaciones y adaptaciones
La Iglesia Católica, por su parte, hace mucho tiempo que ha tomado conciencia de que su
destino estaba ligado al de Europa. Uno de los más grandes Papas de la historia
eclesiástica, Gregorio I (590-604) daba, en el año 600, un prudente y juicioso consejo a
San Agustín, encargado de la evangelización de los bretones (la Bretaña medieval es la
actual Gran Bretaña): “Es imposible proceder a una extirpación total de los hábitos en las
almas todavía rudas por razón de que querer llegar a un lugar muy elevado no se logra sino paso a paso, poco a poco, y no mediante pasos agigantados”. De ahí las consignas concretas en cuanto a los métodos a utilizar: “Los templos consagrados a los ídolos en esta nación no deben ser destruidos, sino solamente los ídolos que se encuentran en ellos”. Tras lapurificación de los lugares por aspersión de agua bendita, se instalará el culto cristiano allí donde antes le había precedido el culto pagano: “En efecto, si estos templos están
edificados sólidamente, hay que sustraerles del culto a los demonios y afectarlo al servicio
del verdadero Dios. De esta forma, esta nación, viendo que sus templos no han sido
destruidos, extirpará el error de su corazón, y conocerá y adorará al verdadero Dios, y se
reunirá con mayor facilidad en los lugares acostumbrados”. Dicho de otra forma:
conservamos el contenedor, pero cambiamos el contenido…
Sucedió lo mismo con las fiestas rituales que seguían con el sacrificio de bueyes, que hasta
entonces eran, para los celtas, un rito de comunión con sus dioses. Había que conservarlas,
tomando simplemente la precaución de ponerlas bajo el signo de la cruz: “Así ellos no
sacrificarán estos animales al diablo, sino que los inmolarán para su propia alimentación y
en la lengua de Dios, rindiendo agradecimiento a la abundancia en la que se encuentran a
aquél que les dispensa cualquier cosa. Y, mientras degustan los placeres externos, ellos
consentirán más fácilmente la alegría interior”.
San Gregorio Magno toma así claramente posición contra el afán destructor de algunos
evangelistas depuradores que, como San Martín, no dejaron de destruir sistemáticamente
todos los lugares de culto pagano (lo que es la exacta explicación de las exhortaciones
bíblicas requiriendo al “pueblo elegido” la orden de aniquilar, al mismo tiempo que a los
pueblos paganos, también sus lugares de culto y todo atisbo de sus creencias).
La inteligente recuperación preconizada por Gregorio I, por lo tanto, fue una empresa
asumida sistemáticamente por la Iglesia. Fue mucho más eficaz en tanto que cubría
también el campo político. La empresa comenzó con Constantino, el emperador romano
que, en el siglo IV, se adhirió al cristianismo para obtener el apoyo de los cristianos contra
sus competidores en la carrera hacia el poder imperial. Fue canonizado aun cuando su
cristianismo era muy ambiguo: esperó a estar en su lecho de muerte para ser bautizado y
recibir el “pasaporte espiritual” de Eusebio de Nicomedia, obispo arriano… por tanto
herético. J. Rudent observa: “La tradición, llevando a Constantino a los altares, ha honrado
a un curioso santo: asesino de su padre Maximiano, de su hermano Licinio, de su hijo
mayor Crispo, de su mujer Fausta e incluso, en el año 336, del hijo de Licinio”. Pero qué
importa, si ello permitió al cristianismo tomar el poder en Roma. Esta conquista del poder
político y del poder cultural ‒los dos se acomodan el uno al otro‒ podría haber sido
cuestionada por la desaparición del Imperio romano de Occidente (476). Pero Clovis se
presentó para reiterar el pacto entre poder político y poder religioso.
Mientras que también recibió el bautismo para obtener el apoyo de las eficaces redes
católicas en su empresa de eliminación de sus rivales, los otros reyes germánicos (visigodo, burgundio, alamán), él fue proclamado fundador de una Francia “hija mayor de la Iglesia”, porque gracias a él el catolicismo se impuso como la religión oficial del reino de los francos, frente a la ruda competencia del arrianismo. Carlomagno, que no siguió para nada los consejos legados por Gregorio I, puesto que optó por conducir a los sajones al catolicismo por la vía del genocidio (masacre de los prisioneros de Verden, deportaciones,
capitulaciones eligiendo entre el bautismo o la muerte), fue canonizado, en el siglo XII, en
el marco de los tratados entre el Papado y el Emperador Federico Barbarroja, el cual, para
lavar su imagen, se proclamó heredero de Carlomagno.
Cristianismo e identidades
El catolicismo se impuso en Europa sumergiéndose en el molde de las mentalidades
europeas, impermeables a un judeocristianismo demasiado marcado por sus orígenes
semíticos. Lo cual supuso la adopción de esquemas mentales ancestrales, como la
tripartición funcional indoeuropea. Georges Duby la analizado con maestría en un libro
capital, Les trois ordres ou l´imaginaire du féodalisme: definiéndola como una exigencia
fundadora de un orden social equilibrado, la repartición de los hombres en oratores (“los
que rezan”), bellatores (“los que combaten”) y laboratores (“los que producen”), los
prelados Adalberon de Laon y Gérard de Cambrai, a principios del siglo XI, inscriben su
elaboración doctrinal en un marco que se remonta a la más alta Antigüedad indoeuropea.
Pero ellos no hacen más que retomar una intuición ya bien afirmada en la Regla de San
Benito, padre del monaquismo occidental y declarado, en 1964, “patrón de Europa” por el
Papa Pablo VI. Esta regla exigía, en efecto, a los monjes benedictinos que repartiesen su
actividad cotidiana en tres actividades indispensables para el equilibrio del hombre: el
trabajo manual (la parte del cuerpo), el trabajo intelectual (la parte de la mente) y la
oración (la parte del alma). Se pueden añadir otros ejemplos de la repartición funcional en
las instituciones católicas, siendo una de las más espectaculares el Orden del Temple, que
comprendía entre sus filas a sacerdotes, caballeros y artesanos (hermandades de oficios),
mientras que la cruz roja de la cruzada se tejía sobre blanco y negro en el estandarte de
guerra del Temple.
La Europa cristiana de la Edad Media era portadora de una escala de valores muy querida
por los europeos, pero que debía muy poco al cristianismo de los orígenes: el heroísmo
encarnado por los santos guerreros (Santiago Matamoros, patrón de la reconquista contra
los sarracenos y protector de los peregrinos en el Camino de Santiago de Compostela, San
Jorge, San Miguel, San Mauricio),, el culto de la belleza representado por los constructores
de catedrales, el amor por la naturaleza representado por una San Francisco de Así
celebrando en sus poemas su “hermano sol”…
La fase medieval de la historia del cristianismo fue determinante en la formación de las
mentalidades, porque marcó duraderamente las mentes y los espíritus: no hay que olvidar
nunca que la Edad Media representa mil años de historia, diez siglos, cuando sólo cinco
siglos nos separan hoy del mundo medieval…
Por supuesto, que hay errores, que no podemos olvidar: son perseguidos los intelectuales
que proclaman los derechos de la libertad de pensamiento 8pelagio y sus continuadores),
el panteísmo (de Scot Erígena a Amaury de Bene, David de Dinant, Maestro Eckart… y
tantos otros), y todas las otras rebeliones del espíritu contra los dictados del pensamiento
único… Pero el pueblo ‒aunque él cuenta entre sus filas con muchos heréticos‒ es
globalmente seducido por los ritos que responden a su sed por lo maravilloso: las pompas
de la liturgia, el juego de un decorado fastuoso, iluminado por los cirios y perfumado por el
incienso, el mágico encanto de una lengua misteriosa (el latín), que ellos escuchaban pero
no comprendían, pero que, decían los frailes, permitía dialogar con Dios, el
encuadramiento del fiel que, desde el bautismo al funeral, franqueaba las etapas más
importantes de su vida en el marco de una casa de Dios…
Ciertamente, este condicionamiento psicológico por medio de puestas en escena
espectaculares ha suscitado un buen número de críticas. San Bernardo, en el siglo XII, tuvo
duras palabras para fustigar a estos monjes cluniacenses que transformaban el interior de
sus iglesias con una decoración teatral (capiteles, esculturas, pinturas y cortinas), tan
fascinante para los ojos de los fieles, como para todos aquellos que, en la duda, olvidaban
meditar y rezar… Otros, ya fueran francamente heréticos como los valdenses o los cátaros,
o en el límite de la herejía como algunos franciscanos “espirituales”, denunciaban un
Iglesia demasiado rica, demasiado ávida, demasiado poderosa, demasiado pretenciosa, que
mostraba su lujo con insolencia mientras que sus clérigos predicaban la pobreza. Pero,
frente a las exigencias de austeridad de los ritos y de los lugares de culto establecidos por
las Reformas”, en el siglo XVI, la Iglesia de la Contrarreforma y del concilio de Trento se
sumó al uso de una decoración fastuosa y colorida: el arte barroco utiliza con profusión
querubines angelicales, dorados y redondos, racimos de uvas y soles triunfantes para
celebrar la graciosa belleza de un mundo feliz. Resta que la cuestión del libre arbitrio ‒y de
su incompatibilidad con la gracia agustiniana‒ desemboca en el siglo XVII en el rigor
jansenista y la respuesta de los jesuitas. Pero, en el mismo tiempo, estos debates teológicos están lejos de una religiosidad popular marcada por una “mentalidad paganizante” (Jean Delumeau) y, contra las manifestaciones de un “folclore manchado de espíritu pagano” (ciclos estacionales, fiestas fuego, mascaradas y carnavales), los clérigos intentan reaccionar, en particular contra las hogueras de San Juan, tan dionisíacas que provocaban necesariamente el “libertinaje”.
Al hacerlo, la jerarquía católica olvidaba que el pasado pacto entre el cristianismo medieval
y el sentido de lo maravilloso, venía de una larga memoria que garantizaba a la Iglesia una
base popular. No sin ambigüedades, incluso de compromisos, bien entendido. Pero las
contradicciones eran vividas sin mayor dificultad: es el mismo Botticelli quien pinta
Vírgenes con el niño (espléndidas, por otra parte) y Venus.
Todo esto permite decir que la Europa cristiana ha sido una realidad. Ciertamente
superficial, ciertamente frágil, ya que el esfuerzo misionero, constantemente renovado,
tuvo que aplicarse más en la Europa de los siglos XVIII, XIX y XX, que en tierras lejanas…
donde, por otra parte, se plantea la cuestión de la adaptación de un cristianismo europeo a
mentalidades exóticas en todos aquellos continentes donde predicadores y pastores
desembarcaron como portadores de la Verdad.
Pero un fenómeno señala la complejidad de las relaciones entre el cristianismo y Europa.
En efecto, en la Europa del siglo XX, el cristianismo ha contribuido a reforzar ciertos
combates identitarios. El proceso es, a decir verdad, bastante antiguo. El husismo en el
siglo XV para los checos, el luteranismo en el siglo XVI para los alemanes, insertó una
dimensión religiosa sobre un movimiento de emancipación de los pueblos respecto de la
Iglesia romana, acusada, con razón, de imponer una pesada tutela centralizadora y
uniformadora frente a las reivindicaciones de autonomía. Pero, por otra parte, el
catolicismo jugó también un papel motor espiritual objetivamente aliado con una
explosión de identidad política en los polacos, los irlandeses, los carlistas españoles y
algunos otros… El fenómeno, en el siglo XX, revistió una nueva intensidad en relación con
la tiranía soviética. Todo el mundo sabe, por ejemplo, que el sindicato Solidarnos, a
principios de los años 80, recibió un decisivo apoyo de la jerarquía católica, hasta el punto
de que el presidente Lech Walesa aparecía como el portavoz de la Iglesia romana, lo cual,
por otra parte, contribuyó a su fracaso cuando intentó ser reelegido, pues la sociedad
polaca cambió rápidamente después del colapso del bloque soviético.
Hay que señalar que la adecuación entre identidad nacional e identidad católica puede
tener efectos perversos: el apoyo de Roma a los católicos croatas contra los serbios
ortodoxos fue, desde el punto de vista europeo, una aberración, porque debilitar a los
serbios, defensores de la identidad europea frente al islam (bosnios, albano-kosovares,
turcos) es criminal.
El balance
Hoy, ¿qué pasa con la referencia a una Europa cristiana?
Aquí es necesario referirse a lo que Alain de Benoist llamó “La estrategia de Juan Pablo II”.
Una estrategia basada en la “nueva evangelización” de Europa y organizada en torno a un
postulado: existe una identificación total de la cultura europea y la cultura cristiana. Esta
afirmación ya lo había hecho Pío XII y después Pablo VI. Pero Juan Pablo II la retomó y
sistematizó, con un vigor particular, afirmándola de forma perentoria, por ejemplo,
declarando que la identidad europea, “incomprensible sin el cristianismo”, no puede existir
sin él. Por consiguiente, sólo la Iglesia puede dar un “alma”, por tanto, una existencia, a
Europa. Juan Pablo II es retransmitido, en esta predicación de tono voluntariamente
profético, por los jerarcas católicos, algunos de los cuales aportan una nota muy personal.
Así, por Lustiger, del que sabemos es uno de los más ardientes defensores de un retorno
del cristianismo a sus fuentes judaicas, el cual declaraba que la riqueza de Europa es haber
recibido “el mensaje de la palabra bíblica”, siendo así que Europa no podría concebirse
más que en razón de su nacimiento e infancia por el cristianismo que permanece
orgánicamente ligado al judaísmo y al universalismo secular. En suma, a la tradicional
cuestión “¿Atenas o Jerusalén?”, Lustiger responde: “¿Atenas? No la conozco…”.
Esta temática desemboca en paradojas que pueden tener un carácter decisivo. Así,
mientras Juan Pablo II declaraba en Compostela: “Yo lanzo hacia ti, vieja Europa, un grito
lleno de amor; reencuéntrate a ti misma, sé tú misma. Descubre tus orígenes. Aviva tus
raíces”. Este llamamiento, en cualquier caso, patético, reposa (y esto no debe ignorarse) en una contraverdad histórica. Las raíces de Europa, en efecto, se sumergen en un pasado
infinitamente más antiguo que el cristianismo. No es con crisis de memoria como puede
escribirse la historia.
Propulsando a través de sus textos y discursos, la fórmula de la “nueva evangelización”,
Juan Pablo II intentaba crear un nuevo celo misionero destinado a cristianizar en
profundidad (¿recristianizar?) a los pueblos europeos, oficialmente ya bastante cristianos.
Lo que viene a reconocer que hoy, como ayer, el cristianismo europeo es un barniz
superficial ‒mientras que algunos observadores remarcan la intensidad con la cual, en
otros continentes, los cristianos, más o menos recientes, manifiestan sus convicciones. La
estrategia de Juan Pablo II se apoya sobre un obstáculo de gran tamaño: la noción de la
Europa cristiana es una idealización y condenada a seguir como tal, porque es contradicha
por una simple pero fuerte realidad, a saber, la existencia de sociedades europeas amplia y
profundamente descristianizadas. Contrapartida, muy probablemente (aunque no sea más
que un factor entre otros, porque el fenómeno es complejo) de una acción de
despaganización del catolicismo, puesto en marcha por el modernismo y oficializado por
Vaticano II. Esta política se traduce en el abandono de un tradicionalismo festivo que
durante mucho tiempo fidelizó a los practicantes, aunque sólo fuera por la vía de una
liturgia y de unos rituales que jalonaban la vida de los individuos (bautismo, comunión,
matrimonio, funeral) y que, por tanto, eran referencias socialmente estructurantes.
Además, el Papa y los jerarcas católicos más asociados con su estrategia, como Lustiger,
comenzaron a reapropiarse de la ideología de los derechos humanos, explicando que su
fundamento es cristiano, no siendo la ideología de las Luces más que una transposición
laicizada del universalismo cristiano. Lo cual es totalmente exacto.
Disponiendo así de un cuerpo doctrinal ofensivo, Juan Pablo II se autorizaba a distribuir
concilios y mandamientos a la sociedad civil y a los responsables de las instituciones
políticas. La Iglesia reivindica así un magisterio moral. Es decir, que, pese a las sutilezas y
las precauciones en la forma de presentar las cosas, se trata de volver, incluso si uno
rechaza este término, a la buena y vieja teocracia: por la voz de su representante en la
tierra, el Papa, el Dios bíblico rige las sociedades humanas que deben, para ser salvadas,
seguir los preceptos de la Ley. La Iglesia tiene la vocación, hoy como ayer, en decir a los
hombres lo que deben pensar y cómo deben conducirse. Porque, señala Jean-Louis
Schlegel (Esprit, noviembre 1990), “el Papa (…) parece conservar en su mente el modelo
(…) de una sociedad política regentada, en sus valores colectivos e individuales, por la
Iglesia”. Lo que es la continuación de una muy antigua ambición, fuente de conflictos que
se remontan a los orígenes de la Iglesia, siendo uno de sus principales episodios, en la
Edad Media, la lucha a muerte entre el Imperio y el Papado (Lustiger sabe de lo que
hablamos, porque él denuncia “los modelos imperiales derivados del paganismo”).
Este imperialismo religioso conduce al fino analista a una constatación, tan simple como
fundamental: el cristianismo, sea cual sea su evolución a lo largo de los siglos, continúa
siendo una visión del mundo puramente dualista, distinguiendo dos dominios diferentes
en esencia, el del creador y el de la creación y sus criaturas, sumisas, obligatoriamente
sumisas a su creador. Es aquí donde el cristianismo está en contradicción absoluta con un
genio europeo basado en la afirmación de la necesaria libertad y de la unidad intrínseca del
mundo.
¿Europa es cristiana? Solamente cuando acepta someterse a una ley que le es extraña (y
extranjera) porque nació en el Sinaí. Esta Europa jamás será nuestra. ■ Fuente: Terre &
Peuple
Pierre Vial