Por José Luis Muñoz Azpiri*.- El próximo 12 de octubre se conmemorará un nuevo aniversario del Descubrimiento de América, con el cual comenzó una nueva etapa de la historia, y digo “Descubrimiento”  y no “Encuentro de Culturas” u otros términos novedosos creados por mentes hipersensibles y acomplejadas porque, como bien dijo alguien, el término Descubrimiento en la acepción dada en el siglo XV quiere decir “incorporación en la sociedad cristiana de hombres y naciones que no lo estuvieran”. Los países descubiertos, por tanto, no significa que fueran salvajes o primitivos; es más Colón buscaba el Cipango y el Catay de Marco Polo, precisamente culturas y naciones superiores a la Europa renacentista. Lo que el término quiere decir es su “incorporación” a la cultura occidental.

En esta etapa renacentista la historia se caracteriza por la universalidad de conocimientos de todas las tierras, por el mercantilismo y el colonialismo que nos llevarían a un proceso histórico-cultural-científico que es consecuencia de esta etapa y que a la vez inspira nuevos descubrimientos de lugares o cosas que se ignoraban. En el siglo XV se sabían muchas cosas pero se ignoraba la dimensión del globo terráqueo y más de la mitad de la tierra era incógnita. ¿Hasta donde abarcaba Asia? ¿Dónde ubicar el imperio del Gran Khan de los tártaros? ¿Existía el Preste Juan de las Indias? ¿Cómo cruzar la zona tórrida del Ecuador? ¿Cómo se mantendrían de pie los “antípodas” dos siglos antes de ser explicado por Newton?

Estas consideraciones no explican por qué todos los 12 de octubre, una suerte de corte de los milagros compuesta por lacrimógenos cantautores de protesta, pseudo historiadores devenidos en figuras mediáticas y autoproclamados representantes de “organizaciones populares” que manifiestan con intolerancia sus proclamas “tolerantes”, reiteren el grito fúnebre por la Arcadia perdida, la “tierra sin mal” del buen salvaje de Rosseau. Esta campaña, cuyo origen y características no alcanzamos a comprender, y que algún día habrá que estudiar en una sociología de la cultura, con un análisis semántico de sus principales argumentos, no tiene un propósito científico. Pero lo inimaginable, por anacrónico, es que desde organismos estatales se prosiga en el intento de exhumar, con cinco siglos de retraso, el libelo de una Leyenda Negra, que la moderna historiografía ha demolido desde el siglo XVIII, con la obra de William Robertson y posteriores eruditos.

Aunque no es de extrañar que en el paroxismo del uso y abuso de la categoría “derechos humanos”, cualquier improvisado se permita ejercer una cacería de pulgas, un revisionismo de quiosco referente a hechos del pasado, para reemplazar la historia por la antropología y establecer paralelismos peligrosos entre épocas y culturas diferentes. Las poblaciones edifican sus culturas no en aislamiento sino mediante una interacción recíproca que, salvo contadas excepciones, jamás fueron pacíficas. La conquista ibérica no tuvo diferencia alguna con la conducta de otros imperios en la historia del mundo: estuvo repleta de asesinatos, explotación, reubicación forzosa de poblaciones y destrucción de culturas enteras. No obstante, su marco moral tuvo una diferencia radical, España fue la única nación en la historia que se autoincriminó.

Lo verdaderamente sorprendente es que la España de entonces, haciendo uso de una libertad de expresión que aún causa admiración, quedase dividida en dos bandos antagónicos: los partidarios de la política colonizadora preconizada por Sepúlveda y los partidarios de la preconizada por Las Casas; y entre ambos, la Corona neutral. Es más, Las Casas logró que las universidades de Alcalá y Salamanca no autorizasen la publicación del Demócrates Segundo de Sepúlveda, a pesar de que este libro constituía la apología oficial de la colonización.

En este estado de cosas, muy prudentemente el Emperador decidió convocar una “Junta de teólogos y juristas” en Valladolid (1550-1551) para que en ella ambas partes contendientes midiesen sus armas, lo que equivalía poner a discusión la justicia de una guerra que el propio Emperador estaba llevando a cabo en América. Es más, en espera del resultado de las deliberaciones de la “Junta”, la Corona decidió interrumpir  toda guerra de conquista en el Nuevo Mundo, medida que efectivamente fue puesta en práctica. El sentido humano de la colonización fue oscurecido por la critica lascasiana, a su vez debido al mismo humanismo de los españoles.

Las Casas fue nombrado oficialmente “Procurador y Protector Universal de los Indios” con un sueldo anual de 100 pesos de oro. Este cargo de “Protector de los indios”, institución típica de la Corona de España, en tanto que colonizadora, tenía por misión la defensa de los colonizados indígenas y la denuncia, con el consiguiente castigo, ante la Corte de toda clase de abusos de que aquellos fueran objeto por parte de los colonos.

Si Francia, durante la guerra de liberación argelina tuvo en Sartre a un lúcido y valiente acusador de los sistemas represivos coloniales, España ya había tenido a un Sartre más colérico y combativo en la figura de fray Bartolomé de Las Casas. La diferencia consiste en que Sartre denunció los crímenes de los colonialistas franceses en un momento en que las colonias se desplomaban por todo el mundo, mientras que fray Bartolomé las condenó cuando el moderno proceso colonial se iniciaba.

Como se ve, el “curro” de los derechos humanos viene de larga data, anterior inclusive a la Declaración de los Derechos del Hombre y el Ciudadano, pero hete aquí que fue inventado por la “sangrienta nación de los papistas” al decir de los detractores de antaño y hogaño.

La historia demuestra que España obró con el criterio de los tiempos y como dice Octavio Paz, no se puede reducir la historia al tamaño de nuestros rencores. Fue un país intolerante y fanático en una época en que todos los países de Europa eran intolerantes y fanáticos, quemaron herejes cuando los quemaban en Francia, cuando en Alemania se perseguían unos a otros en nombre de la libertad de conciencia, cuando Lutero azuzaba a los nobles contra los campesinos sublevados, cuando Calvino condenaba a Servet a la hoguera por la herejía de adelantarse a Harvey y preanunciar la circulación de la sangre, quemaron a las brujas cuando todos sin excepción creían en los sortilegios y maleficios, desde Lutero a Felipe II, pero al menos no imponían su criterio –y su dominio- en nombre de una libertad de pensamiento que era un sarcasmo.

Es un hecho que la derrota de la Armada Invencible, en 1588, produjo un viraje radical en la historia de Occidente, consagrando las instituciones inglesas y degradando las españolas por los siguientes 500 años. Junto a los arrecifes ingleses naufragaron no solo las naves de Felipe II sino toda una Weltanschauung. Maltrechos los conceptos religiosos, personales y sociales de la vida a la manera de los españoles, era natural que todavía en el siglo XIX se hablara en Estados Unidos de la “unión perversa de tres plagas” para cargar el acento sobre la Iglesia Católica, “autora de la masacre de los inofensivos albigenses, de la matanza de San Bartolomé y de la destrucción de los inofensivos naturales de la América del Sur”, victimas del fanatismo y la crueldad. No sin razón decía Vasconcelos que la derrota de México ante los Estados Unidos era en cierto modo la continuación de la derrota de la Armada Invencible y Trafalgar. Se le reclamaba a esa España medieval que acababa de acceder a su unidad en medio de una intolerante lucha religiosa a que prácticamente organizara una democracia parlamentaria. Es el viejo y siempre reincidente mal del anacronismo.

La codicia generó la aventura ultramarina, la misma que impulsa todas las expansiones geográficas – incluida la de los grandes “imperios” americanos – pero fueron Drake y Raleigh los que robaron el oro de Indias para fundar bancos y sentar las bases del mercantilismo capitalista. En cambio, las apetencias de los déspotas precolombinos apuntaban a los tributos en especie, exigidos mediante una coacción brutal, y cautivos para sus espeluznantes ritos.

En su obra “Caníbales y Reyes”, el antropólogo Marvin Harris, insospechable de hispanismo, dice categóricamente:

“Como carniceros metódicos y bien entrenados en el campo de batalla y como ciudadanos de la tierra de la Inquisición, Cortés y sus hombres, que llegaron a América en 1519, estaban acostumbrados a las muestras de crueldad y a los derramamientos de sangre. El hecho que los aztecas sacrificaran metódicamente seres humanos no debió sorprenderle demasiado, puesto que los españoles y otros europeos quebraban metódicamente los huesos de las personas en el potro, arrancaban brazos y piernas en luchas de la cuerda entre caballos y se libraban de las mujeres acusadas de brujería quemándolas en la hoguera. Pero no estaban totalmente preparados para lo que encontraron en México. En ningún otro lugar del mundo se había desarrollado una religión patrocinada por el estado, cuyo arte, arquitectura y ritual estuvieran tan profundamente dominados por la violencia, la corrupción, la muerte y la enfermedad. En ningún otro sitio los muros y las plazas de los grandes templos y los palacios, estaban reservados para una exhibición tan concentrada de mandíbulas, colmillos, manos, garras, huesos y cráneos boquiabiertos. Los testimonios oculares de Cortés y su compañero conquistador Bernal Díaz, no dejan dudas con respecto al significado eclesiástico de los espantosos semblantes representados en piedra. Los dioses aztecas devoraban seres humanos. Comían corazones humanos y bebían sangre humana. Y la función explícita del clero azteca consistía en suministrar corazones y sangre humana frescos a fin de evitar que las implacables deidades se enfurecieran y mutilaran, enfermaran, aplastaran y quemaran a todo el mundo”.

Solo en 1486, Auitzótl, “tlatoani” del Anahuac le arrancó el corazón palpitante a veinte mil prisioneros como ofrenda al templo de Huitzilopochtli. Las víctimas todavía no tenían la fortuna de contar con los periodistas de Telam  para defenderse. Ni cuando Atahualpa se hartó de degollar, ahorcar y exterminar a los prosélitos de su hermano Huáscar (legítimo heredero del estado Inca, por lo que Atahualpa era un usurpador similar a Pizarro), ni tampoco cuando Rumiñavi enterró vivas a todas las escogidas de un convento inca de Quito. Mientras los caciques del valle de Bogotá se construían sus casas hundiendo en el suelo para cimiento de sus pilares cuatro doncellas vivas, el indigenismo no denunciaba y Víctor Heredia no cantaba. Enumerar las prácticas inhumanas tanto religiosas como administrativas de las teocracias precolombinas excedería las páginas de este diario.

Pero como de historia “escriben o hablan los ciudadanos”, tal como dijo en su momento Martín Granovsky, a la sazón director de TELAM, el periodismo lo puede ejercer los jugadores de bochas y plantear alegremente lo que el indigenismo condena: la amputación de la historia. Así, en esta concepción estática de “cinco siglos igual” donde todo se confunde, se amontona indistintamente las plantaciones esclavistas con las misiones jesuíticas, Juan Manuel de Rosas con Julio A. Roca, el positivismo y el darwinismo con las doctrinas de Suárez y Vitoria, los bandeirantes con los evangelizadores, el pirata Morgan con Vasco de Quiroga, el Perito Moreno con Julio Popper, el descubrimiento de América con la invasión angloamericana a Méjico y se calcula, a ojo de buen cubero, la mortandad en territorios donde no existían los censos.

En su empeño por demostrar que los españoles habían masacrado la población indígena, el padre Las Casas aseguraba (en su Brevísima Relación de la Destrucción de la Indias) que en 1492 había en Cuba no menos de 200.000 habitantes aborígenes. Otra estimación contemporánea más extravagante todavía, sostiene que en 1511 había en Cuba 1.000.000 de indios, y apenas 14.000 seis años mas tarde. Y en esa misma perspectiva de “Leyenda Negra, un autor español del siglo XVIII, Antonio de Ulloa, estima que para el momento del descubrimiento la población de América ha debido alcanzar 120.000.000 de habitantes. Según estas cifras, América habría tenido a fines del siglo XV más de la cuarta parte de la población mundial. Latinoamérica no habría recuperado su densidad demográfica precolombina hasta bien entrado el siglo XX, y desde luego, la porción más importante de tan estupenda población habría integrado los imperios Inca y Azteca.

Humboldt, el “verdadero descubridor de América”, uno de los primeros espíritus científicos que se inclinó sobre la realidad global hispanoamericana, hizo a este respecto la reflexión de que la población de la isla Otaheite (en el archipiélago Hawai) fue estimada por el capitán Cooke (su descubridor en el siglo XVIII) en 100.000 individuos, pero en la mitad de esa cifra por los misioneros arribados posteriormente, en 16.000 por otro marino, y en apenas 5.000 por todavía otro observador directo. Y esto, que sucedió con relación a una pequeña isla en el siglo XVIII hacía con mucho dudar a Humboldt (en los primeros años del siglo XIX) sobre las cifras inmensas propuestas en el siglo XVI para el vasto e inexplorado territorio de América.

Montaigne se lamentaba que la conquista de América no la hubieran hecho los griegos o los romanos: la contienda hubiera sido mucho más pareja. Pero la supuesta superioridad tecnológica en el momento del enfrentamiento (indudable, pero no determinante) es otra de las deformaciones de la “Historia oficial” que los críticos actuales del Descubrimiento dicen amonestar. Pasado el primer estremecimiento, Moctezuma envió los trozos de un caballo descuartizado a los cuatro confines del Imperio, para que sus súbditos conocieran la existencia de una nueva bestia. La pólvora y las armas de fuego eran poco eficaces frente a un bosque de espadas erizadas con fragmentos de obsidiana. Lo que no se destaca o deliberadamente se oculta, es la habilidad política, más que militar de Cortes y sus oficiales para establecer amplios marcos de alianzas con las comunidades hostiles al dominio azteca. El hierro y la pólvora del Renacimiento hubieran sido impotentes frente a los ejércitos mexicanos, de no haber sido por los tlaxcaltecas, texcocotecas, cholultecas, xochimilcatecas, otomíes y otros. Hablar de la indianidad como una comunidad homogénea es tan irreal como plantear la existencia de malvones y geranios en los jardines de Marte. La que después sería la “muy noble y muy leal ciudad de Tlaxcala” aportó miles de hombres que formaron el grueso de la infantería y tripularon las canoas que cubrían el avance de los bergantines a través de la laguna de México. La conquista de México no fue tanto una conquista, como el resultado de una revuelta de las poblaciones sometidas. El equipo militar y la táctica española ganaron la batalla, pero la logística la aportaron los indios.

La conquista de México no existió porque México no existía. Esta nación es una creación de España como todas sus hermanas de Iberoamérica y la Malinche no traicionó a nadie porque había sido esclava. Tan solo tenía odio. Se odiaban los mayas, los mexicanos, los zapotecas, los tlaxcaltecas y los otomíes que vivían haciéndose la guerra. Se odiaban las tribus y aún los barrios, combatiéndose despiadadamente, como ocurría entre la misma familia de los mayas. En los últimos días del sitio de Tenochtitlan, dicen las crónicas, los españoles, horrorizados del odio que habían desencadenado, tuvieron que defender a sus enemigos los aztecas de la ferocidad de sus propios aliados.

Ejemplos de heroísmo del indio americano ante el avance español sobran, y son conmovedores, como también el sacrificio de Numancia y la resistencia de celtas e íberos ante la dominación romana. Pero a nadie se le ocurre dinamitar acueductos, cambiar la toponimia o pintarrajear monumentos. Séneca se hizo universal gracias a Roma y el Inca Garcilaso gracias a España.

El hecho de discutir el derecho de conquista o de intervención en el siglo XVI como si se tratara de hechos actuales, es un atentado contra lo que se podría denominar el orden de contexto. El rechazo a la primacía de la fuerza no se habría podido producir en ninguna cultura precolombina, pues allí el individuo no tenía más identidad que la de su colectividad y carecía de derechos para defenderse de ésta. Con los años se difundió la idea de que en el momento de su encuentro con los europeos, la sociedad inca era una especie de “estado de bienestar”, un welfare state incaico, algunos incluso hablan de un “estado socialista” ¿Cómo pudo ser socialista una sociedad precapitalista? Un eminente erudito del Perú antiguo, John H. Rowe, destaca que:

“Los mismos gobernantes reconocían que la preocupación paternalista por el bienestar material de sus súbditos no era otra cosa que un egoísmo ilustrado (…) El gobierno protegía al individuo de toda clase de necesidades y exigía, a su vez, pesado tributo” La opinión de los linajes reales del Cuzco, de que el campesino era haragán, elusivo y poco digno de confianza y que la única manera de tratarlo era mantenerlo ocupado con una multitud de tareas, aunque fueran innecesarias (como cargar piedras gigantescas de un extremo al otro del Tawantisuyu) para no dejarlo a merced de su natural indolencia, tuvo oportunidad de verla Pedro Pizarro, sobrino y paje del marqués, quién conocía bien a muchos miembros de la realeza incaica, comenzado por Atahualpa: Decían estos señores(…) que los naturales(…) los hacían trabajar siempre porque así convenía, porque eran haraganes y bellacos y holgazanes”.

Ni el Inca entregaba planes trabajar, ni hubiera admitido piquetes.

Nunca sabremos cuál habría sido la evolución propia de las civilizaciones indígenas sin interferencias extrañas. Tampoco sabremos nunca cual habría sido de la Iberia de Viriato, la Galia de Vercingetorix sin la conquista romana, como tampoco las de las culturas americanas absorbidas por la expansión inca y azteca. Sin embargo, la iniciativa del INADI reitera el consabido latiguillo de la mutilación histórica de la conquista y la subsiguiente aculturación de la evangelización. En cuanto a lo primero, la ucronía (¿Qué hubiera sucedido si…?) puede constituir un interesante ejercicio literario. Plantearse, por ejemplo, si en lugar de aceite hirviendo hubiéramos arrojado pochoclo en las invasiones inglesas o si el coronel Perón, en lugar de retornar el 17 de 0ctubre, se hubiera ahogado camino a Martín García y de esta manera hubiéramos sido otro Canadá, son temas apasionantes para una noche de tragos, pero no es historia. Si en la actualidad se le preguntara a un parisino cuál es la verdadera Francia, si la de los Capeto o la de la Revolución, o a un británico si la Inglaterra sajona es más genuina que la normanda, consideraría el interrogatorio un absurdo, dado que “ab initio” concibe su nación como un continuum. Así como la historia no es un idilio, sino una galería cuyas luces y sombras agrandan o desdibujan los objetos según el prisma ideológico que los refracta, la patria es un concepto poliédrico, no es primario.

Es una categoría histórica, experimentada como la “posesión en común de una herencia de recuerdos”. Con esto queremos decir que si gritando en español nos negamos a celebrar la llegada del idioma español a América, borrando nuestro propio perfil, de la misma forma, abjurando de la tradición hispánica como una larga siesta de oscuridad y silencio, negaríamos los fundamentos de nuestra emancipación. Estos se originan en las doctrinas de Francisco Suárez y Francisco de Vitoria, en la fórmula con que los aragoneses juraban a sus Reyes: “Nosotros y cada uno de nosotros, que vale tanto como vos, y que juntos podemos más que vos, os juramos obediencia si cumplís nuestras leyes y guardáis nuestros privilegios, y si no, no”; en las comunas castellanas – primeros parlamentos europeos que lograron echar raíces e incorporar al tercer estado – y en los textos clásicos estudiados en las Universidades fundadas en América. Poco o nada tuvieron que ver con nosotros las guillotinas de la Revolución Francesa o las pelucas empolvadas de los señores de Virginia. Treinta y nueve años antes de aparecer en Francia el “Contrato Social” de Rosseau, hubo el levantamiento de los comuneros del Paraguay.

Respecto a lo segundo, nos parece ocioso reiterar nuestra opinión acerca de los cultos precolombinos, pero sí destacar que los evangelizadores no solo conservaron vivas lenguas que deberían haber sido sustituidas por el español, sino que se elaboraron gramáticas y diccionarios de los que hasta entonces los nativos estaban desprovistos. Además, no podemos culpar a hombres como Sahagún o Durán por haberse hecho cómplices del colonialismo español. Ellos, ciertamente, contribuyeron a destruir los rasgos supervivientes de las culturas indígenas y paradójicamente se esforzaron en rescatarlas y en fijarlas para siempre. Ya el hecho de mostrar la magnitud y la riqueza de ese legado, suponía un alegato a favor de los indios, si bien tampoco descuidaron su defensa y protección, contraria a los intereses de los encomenderos.

No critico a estos plumíferos por izquierdistas, a fin de cuentas Lenin lo consideraba una enfermedad infantil, simplemente los acuso de ignorantes. Es por demás conocido que Lewis Morgan en “La sociedad primitiva” de 1877, seguido por Engels en “El origen de la familia, la propiedad y el Estado” de 1884 clasificaban a los pueblos precolombinos entre la etapa superior del salvajismo en los comienzos de la Edad del Bronce, cuando todavía se vivía de productos naturales, y el estadio medio de la barbarie cuando surge la agricultura. Las formas estatales de organización social del altiplano sudamericano y la meseta mejicana fueron definidas por Marx como formas de producción asiáticas y es sabido que junto con Engels justificaron en sus obras la conquista y colonización de América como progresista, para no mencionar la conquista de México por Estados Unidos.

Sin embargo, este vanguardismo de pacotilla, de un marxismo interpretado en el Caribe y aprendido con apuntes, que se permite pontificar sobre los regímenes democráticos con un tono entre paternalista y autoritario similar al que nos advertía el Padre Castellani: “¡Hazte libre o te mato!” y que firma con la izquierda pero factura con la derecha, se está quedando sin discurso. Si en algún momento lo tuvo, excepto el recitado por imitación o psitacismo de la demonología política de la Leyenda Negra.

Esta denigración de las naves del Descubrimiento, que según los vientos políticos del momento atracan en los puertos del ditirambo o fondean en las bahías de la diatriba, concluye su largo periplo de 500 años en las escolleras del postmodernismo, donde una pléyade de agónicos y anónimos cagatintas reciben atónitos noticias de la caída del Muro y del derrumbe de las Torres Gemelas. Bajo sus escombros yacen por igual el dogmatismo marxista y el neoliberalismo plutocrático, el nuevo orden mundial y el fin de la historia. Es que las utopías dogmáticas, sólo pueden desarrollarse en el terreno de la metafísica, o aún el pensamiento religioso, pero no dentro de las ciencias sociales. La intolerancia es la gran derrotada, la entronización como dogma de ciertas verdades no demostradas es lo que una vez más ha mostrado su peligrosa capacidad de daño.

Ante la desaparición de las certezas y los “grandes relatos”, que regimentaban su pensamiento, muchos escribas a sueldo y tribunos de la Suburra, no pudieron absorber el cambio de la historia y encontraron en el 12 de 0ctubre, un inesperado ámbito para replantearse sus nostalgias e ideas envejecidas. En vez de reconciliarse con la historia, le piden cuentas. Así están.

Julio María Sanguinetti, fraterno ex presidente del Uruguay y escritor de fuste, lo dijo claramente: “Se hace ideología con lo que son hechos, como si fueran contemporáneos, se les interpreta anacrónicamente y lo que es peor, nos abocamos a juzgar historia, situados para esa magistral función por encima de nuestros antepasados. Esta arrogancia elude así la impostergable tarea de cumplir nuestro propio destino, ser hombres de nuestro tiempo y no polizontes de la historia, flotando en un limbo en que renunciamos a edificar hoy, en nombre de nuestro rechazo a un lejano pasado que está irrenunciablemente en nosotros como experiencia ya vivida”.

Ahora, en tren de ser originales, han inventado un nuevo rótulo: “Pueblos originales”, con el cual intentan desplazar al término supuestamente peyorativo “aborigen”(desde el origen). ¿Originarios de donde? ¿De Siberia? ¿O acaso tiene vigencia la teoría autoctonista de Ameghino?. Todos, en las Américas, llegamos de otra parte, desde los primeros hombres y mujeres que cruzaron el estrecho de Behring hace 30.000 años, hasta los contingentes de inmigrantes del pasado siglo.

De la misma forma que la historia no niega a Roma por el sistema esclavista, la crucifixión del nazareno y la persecución de sus seguidores, renegar del idioma, la fe y las instituciones hispánicas en pos de un imposible retorno a un inexistente paraíso perdido, significa fragmentar aún mas la anhelada unidad latinoamericana y jugar a favor de los intereses que un progresismo de cotillón dice combatir. Así lo entendía el mestizo Rubén Darío y los intelectuales del Modernismo, así lo entendieron también los dos más grandes caudillos populares argentinos del siglo XX: Hipólito Irigoyen y Juan D. Perón; siendo el primero quien el 4/10/1917 instituyó por decreto el 12 de octubre como el Día de la Raza y  el segundo quien integró “el subsuelo de la Patria sublevado” a la historia contemporánea.

Nadie “festeja”, como aviesamente denuncian bachilleres consagrados en fiscales de la historia, pues ni todo de lo que se adquirió es digno de festejarse, ni todo lo que se perdió es digno de lamentarse. El 12 de octubre se conmemora, como conmemoro la batalla de Obligado y la gesta de Malvinas y no soy de la clase de persona a la que le agradan las palizas. Se conmemora que Europa descubra a América y que América descubra a Europa y a sí misma, porque sus poblaciones no tenían conciencia de integrar un espacio común y mucho menos de ser un continente y una misma civilización. Decía Octavio Paz que las sociedades americanas sucumbieron ante los europeos no solo por su inferioridad técnica, resultado de su aislamiento, sino por su soledad histórica. No tuvieron nunca, hasta la llegada de los españoles, la experiencia del otro. Esta conciencia, que todos los pueblos del Viejo Mundo tuvieron, resultaba acá inédita. Tenían la experiencia de otros pueblos, con los que luchaban y aún de algunos que consideraban bárbaros, los nómades inferiores, pero no poseían la idea de otras civilizaciones. De aquí que los españoles parecían venidos de otro mundo, con todo lo que ello implica: temor para los dominadores y promesa de liberación para los que se sentían sojuzgados.

La utopía de 1492 inventó América, porque la sola existencia no hace la conciencia. Se conmemora la primera y profunda reflexión de la humanidad sobre sí misma y el despegue planetario que, como dice Pierre Chaunu, produjo que el mundo dejara de ser mediterráneo para ofrecer una dimensión universal a partir del Atlántico.

A este paso no sería extraño que en Argentina, se proponga suprimir el 9 de julio como el infausto día que perdimos la ciudadanía de la comunidad europea.

*El autor es historiador argentino

TELAM: Agencia informativa oficial del estado argentino

INADI: Instituto nacional contra la discriminación

By Saruman