La izquierda ha formulado generalmente, en principio, que el mundo debe ser
mejorado: postulado (cristiano en su origen) de la legitimidad de un rechazo
en aceptar las cosas tal como son.
Normalmente, ha añadido el objetivo de volver mejores a los mismos hombres, lo que va
emparejado con la afirmación de que no existe más “naturaleza humana” que la de “orden
natural”. Pero está probado que el hombre no es fácilmente maleable y que la voluntad de
mejorar el mundo frecuentemente lo ha vuelto peor. El constructivismo social se encuentra
así puesto en duda. Paralelamente, la tesis del infinito perfeccionamiento humano se ha
visto rota por los totalitarismos del siglo XX. Ahora aparece como dudoso que nada sea
“natural”; la naturaleza humana es, ante todo, percibida como una constante, un
ralentizador o un límite.
La igualdad, un concepto más equívoco de lo que parece
Este no es más que uno de los aspectos de una evolución ideológica que ha conducido a la
izquierda a reformular algunas de sus principales propuestas.
A ojos de la izquierda, la emancipación humana estuvo asociada durante largo tiempo al
deseo de igualdad más que al de libertad. Siendo la desigualdad planteada como estructura
opresiva a priori, la libertad estaba de alguna forma destinada a negarse a sí misma, en la
medida que, permitiendo (incluso agravando) las desigualdades, conducía a la recreación
de la opresión. Es por ello que determinados autores, como Norberto Bobbio, han podido
ver en el ideal de igualdad el operador esencial de la diferencia izquierda-derecha.
En una época donde el sintagma “movimiento obrero” está ya muy quemado, y donde la
diferencia entre “incluido” y “excluido” atraviesa las fronteras de clase (es decir, donde los
conflictos ya no pueden ser reconducidos mecánicamente hacia una dimensión de clase),
este ideal, también éste, se encuentra en cierta manera puesto en cuestión. Hoy se constata mejor que la igualdad de condiciones no es forzosamente posible, ni tampoco
forzosamente deseable. Cada vez se cree menos que todas las desigualdades sean de origen social. Se constata que la masificación dirigida en el nombre de la igualdad no ha tenido como consecuencia la democratización. Se distingue entre desigualdades justas e injustas, tolerables e intolerables, lo que nos lleva a admitir que la desigualdad en sí (como la igualdad en sí) no quiere decir nada. Más que en la igualdad, el acento se pone
frecuentemente en la equidad, que no consiste en dar a todos lo mismo, sino a cada uno lo
que le corresponde (lo que evidentemente plantea la cuestión de saber lo que debe
corresponder a cada uno). Lionel Jospin declaraba buscar la “igualdad en la diferencia” y a
reunir las “clases sociales alrededor de la igualdad de oportunidades”. Igualdad de
oportunidades, y no ya igualdad de resultados. Es la definición misma de la equidad en el
régimen liberal.
En materia económica, antes que aspirar a la igualdad en sí, la izquierda busca la
maximización sostenible de lo mínimo (maximin), es decir, un reparto o una
redistribución que atribuya lo máximo posible a aquellos que poseen menos, teniendo en
cuenta, por su mismo interés, el efecto positivo que ciertas desigualdades pueden tener en
la incitación a invertir o ahorrar. John Rawls fue el primero en presentar –dentro de una
óptica, es cierto, esencialmente procesal– un fundamento teórico para la subordinación de
la exigencia de igualdad a la de equidad.
De la gran cantidad de equívocos existentes, no subsisten menos en torno a la noción de
igualdad. La izquierda, por ejemplo, suele admitir difícilmente que la igualdad política no
es sinónimo de igualdad humana. Ella pregona, con Robert Legros: «Cuando la igualdad de
condiciones es el principio de la convivencia de diferentes, no es únicamente del pueblonación que los poderes emanan, sino también, al mismo tiempo, de la humanidad». Ahorabien, como escribió Carl Schmitt, «la igualdad de todo “lo que posee figura humana” nopuede dar lugar a un Estado, ni a una forma de gobierno, ni a una forma gubernamental.
No puede otorgar distinciones ni delimitaciones específicas, sino solamente la supresión
de distinciones y fronteras».
La idea de la igualdad humana no alimenta ningún criterio político. Es una igualdad
neutra, luego apolítica, porque le falta el corolario de una posible desigualdad. A la inversa,
la noción democrática de igualdad es una noción eminentemente política en la medida en
que sanciona la pertenencia común a una polis específica. «La noción esencial de la
democracia, es el pueblo y no la humanidad», precisa de nuevo Carl Schmitt. Los
ciudadanos de un país democrático gozan de derechos políticos iguales, no porque su
naturaleza sea la misma, sino porque ellos son igualmente ciudadanos de este país. Su
igualdad no tiene pues nada de abstracto, se encuentra en el punto sustancial más alto. No
resulta de la afirmación de un derecho, sino del reconocimiento de un estatus resultante
de una pertenencia común. De ello se deduce que el corolario lógico de la igualdad de los
ciudadanos es su no-igualdad con aquellos que no son ciudadanos.
En última instancia, la igualdad es una noción fundamentalmente económica, puesto que
es solamente en el terreno económico, en relación a ese equivalente universal que es el
dinero, que puede ser constantemente planteada, medida y verificada. La igualdad política
o jurídica es otra cosa. En cuanto a la igualdad que no es económica, ni política, ni jurídica,
no es susceptible de ninguna definición precisa. Toda doctrina que la reclame es
metafísica. Todo socialismo que se vea como prioritariamente igualitario no es más que un
economicismo.
Alienación, emancipación y dinámicas identitarias
La problemática de la alienación, y por ello también de la emancipación, ha cambiado de
igual manera. La temática posmoderna de la identidad tiende cada vez más a tomar el
relevo de la reivindicación de la igualdad que trajo la modernidad. La preocupación
identitaria se expresa bajo la forma de una voluntad de ver reconocida en la esfera pública
(y ya no recluida en la esfera privada) una dimensión de pertenencia colectiva considerada
como constituyente de la identidad. Esta reivindicación se funda en las formas de
pertenencia (culturales, étnicas, lingüísticas, regionales, religiosas, sexuales, etc.)
perdurables o transitorias, más diversas –formas que no son, por otra parte,
necesariamente excluyentes entre sí. La crítica de la inmigración nace de esta
problemática, del mismo modo que la paridad entre hombres y mujeres, el Gay Pride, la
petición de donativos para los africanos en la televisión, el debate sobre la autonomía regional o la exacerbación de la tensión entre los ecologistas y los cazadores. En todos los
casos, ya no se busca la tolerancia, sino el reconocimiento y el respeto. Ya no se quiere
pagar el precio de una igualdad política a cambio de un abandono de las diferencias y las
raíces. La identidad se convierte en condición para el ejercicio de la ciudadanía.
La creciente importancia de la cuestión identitaria en las democracias posmodernas
empuja, de este modo, a abrir a las identidades colectivas el propio espacio de la
democracia política. Las comunidades sustituyen a las clases sociales, pero bajo una
percepción totalmente diferente. Puesto que entonces se trataba, ante todo, de abolir el
sistema de clases (el principio mismo del Estado, republicano o socialista, era el de abolir
todas las distinciones, todos los cuerpos intermedios que le impedían ser la única
encarnación del todo social y el garante de su cohesión), ahora se trata de reconocer a las
comunidades (o a las minorías) y permitirles desarrollarse de forma continua por
referencia exclusivamente a sí mismas, ya sea porque son de naturaleza irreductible a
cualquier tratamiento político, ya sea porque su principal fin es el de existir como tales. El
particularismo (o comunitarismo) se opone en esto a un universalismo que no concibe el
contrato social más que como un concierto entre individuos abstractos, instaura un cara a
cara entre el individuo y el Estado, ignora todo lo perteneciente al orden de la mediación
social y plantea que “la única comunidad válida es, en definitiva, la humanidad entera”. El
espíritu democrático se opone paralelamente al espíritu “republicano”: democracia
participativa a todos los niveles contra la representación de una entidad “única e
indivisible” lejana, principio de subsidiariedad contra las decisiones de una instancia
dominante que responde al ideal “jacobino”.
El tríptico “libertad-igualdad-fraternidad” puede entenderse también de manera
cronológica. Hoy, es la “fraternidad” la que está a la orden del día. Pero a través de la
reivindicación de la identidad, es también toda la urgente cuestión del pluralismo la que
queda planteada. Pues, a propósito del pluralismo, la izquierda se encuentra actualmente
enfrentada a cuatro contradicciones.
Hay contradicción, en primer lugar, entre una sociedad cada vez más heterogénea (y
trabajada por el individualismo), con una identidad cada vez más débil, y la llamada a una
democracia más directa. En el seno de una polis, cada vez hay menos identidad, cada vez
se regulan menos los problemas por sí mismos –y cada vez hay más representación. La
homogeneidad social, sea cual sea su naturaleza (no se trata necesariamente de una
homogeneidad étnica), es una de las condiciones previas de la democracia. El pueblo debe
estar tanto más representado cuanto menos presente está (en) sí mismo. Cuanta más
representación, menos democracia auténtica hay (la monarquía es un régimen de
representación absoluta).
Carl Schmitt demostró que todas las distinciones entre las diversas formas de gobierno «se
reducen a esa oposición decisiva entre identidad y representación». En la práctica, la
identidad y la representación no son exclusivas la una de la otra, pues no puede existir una
estructura política que esté totalmente desprovista de elementos estructurales
dependientes de estos dos principios, sino que, según los tipos de política, será
necesariamente uno u otro el que sea decisivo. Allí donde el pueblo es el verdadero sujeto
del poder constituyente, la forma política se determina después de la idea de identidad:
estando ya presente, el pueblo no tiene (o tiene muy poca) necesidad de ser representado.
Como dijo Schmitt: «una unidad política es considerada en tanto que potencia real cuando
su identidad es inmediata a aquélla». A la inversa, cuanto menos existe un pueblo como
identidad, es decir, como pueblo auténtico, más debe la forma política fundarse sobre la
representación. Una verdadera democracia participativa implica, pues, necesariamente
una identidad, lo que permite establecer hacia el nivel superior una unidad política que la
democracia representativa sólo establecía hacia el nivel inferior.
La segunda contradicción opone a la aspiración universalista, que tiende hacia la
homogeneización planetaria, la defensa de la causa de los pueblos, que implica el
reconocimiento y el mantenimiento de su pluralidad. Paralelamente, también existe una
contradicción entre la importancia dada al pluralismo, como legitimación y respeto de las
diferencias, y un ideal de igualdad de condiciones que no puede más que reducir esas
diferencias. No se puede sostener el derecho a la diferencia pensando que lo que los
hombres tienen en común constituye más fundamentalmente su identidad social que
aquello por lo que son diferentes entre sí.
Tercera contradicción: entre la soberanía del pueblo y la retórica de los derechos. En este
punto esencial la mayoría de la izquierda tiende hoy a alinearse con el liberalismo. Ahora
bien, las doctrinas liberales siempre han buscado limitar, no sólo la soberanía del Estado,
sino también la soberanía popular. Benjamin Constant, por sólo citar a un autor, enumera
así todo lo que el pueblo, según él, no tiene derecho a hacer, mientras que Guizot califica de “anarquía” la democracia llevada hasta el final. John Stuart Mill, dentro del mismo
espíritu, llega a decir que «el mejor de los gobiernos no posee más derechos que el peor».
Esto significa que la soberanía popular no es más que una soberanía condicionada: no se
puede admitir en tanto que el pueblo no se pronuncie contra los principios liberales, hoy
esencialmente los “derechos humanos” y los principios del “Estado de derecho”. Lo que
equivale a decir que el pueblo no es verdaderamente soberano, puesto que no puede
decidir libremente sus opciones. Tal actitud resuelve finalmente por someter la vida
democrática, situada siempre en lo inmanente, a una nueva trascendencia (ayer, la ley
divina; hoy, los derechos humanos).
Que el triunfo del sistema liberal vaya emparejado con la erosión de las prácticas
democráticas, que tienden en la actualidad a reducirse a un simple procedimiento de
selección de los representantes de la Nueva Clase, debería bastar para refutar las
consideraciones de aquellos que postulan la existencia de un vínculo primordial entre
liberalismo económico y democracia política. La libertad, en el sentido de una libertad
incondicional, inherente a la naturaleza misma del individuo (fuera de todo vínculo social)
y que representaría el espacio en el cual éste determinaría, por sí mismo, sus fines, no es
un principio democrático. En la actualidad, la retórica de los derechos triunfa sobre el
principio de soberanía en el momento en que lo privado cobra ventaja sobre lo público.
Esta concomitancia no es resultado del azar: sólo puede haber democracia en la esfera
pública.
De las antiguas contradicciones a las nuevas divisiones
La última contradicción se refiere a la mundialización. Esta es frecuentemente criticada
por la izquierda en tanto que constituye el marco de nuevas formas de alienación
económica. Al mismo tiempo, sin embargo, realiza, por todos los conceptos, una aspiración
universalista a la cual la izquierda hace tiempo que se adhirió. Que esta mundialización se
efectúe bajo la enseña del capitalismo no cambia para nada el asunto. Esto sólo muestra –
ironías de la historia– cómo el capitalismo era más capaz que el socialismo de realizar la
unidad del planeta. La humanidad se convierte necesariamente en “una” cuando el mundo
entero se transforma en mercado. La paradoja es que se unifica sobre un fondo de
crecientes desigualdades. Sin embargo, la mundialización no engendra solamente la
desigualdad, también generaliza el desarraigo. Es, como tal, un factor destructor de
identidades. La crítica de la mundialización es siempre ambigua en esto, en el seno de una
izquierda que, con gran placer, se ve como “ciudadana del mundo”, pero que hoy hace
posible que el poder del dinero suprima las fronteras más eficazmente que ninguna otra
cosa y que el capitalismo mundial es el mejor medio para disolver esos vínculos heredados
y esas estructuras orgánicas que durante mucho tiempo concibió como obstáculos para la
“libertad”. Revelador (y significativamente ingenuo), a este respecto, es el propósito de
Daniel Bensaïd, que declara su deseo de hacer nacer una «ciudadanía cosmopolita como
única susceptible de dar a la mundialización otro contenido aparte del mercantil y
financiero».
La capacidad de la izquierda para resolver estas contradicciones, su capacidad para tener
en cuenta tales cuestiones, serán determinantes para su futuro. Desde ahora, claramente se ve que los elementos de respuesta aportados, aquí o allá, son potencialmente constitutivos de nuevas divisiones –entre “soberanistas” y “europeístas”, entre “republicanos” y “demócratas”, entre “liberales” y “comunitaristas” –, pero también entre “universalistas” y “antiuniversalistas” (por retomar una división vislumbrada por Gérard Grunberg y Etienne Schweiguth). También, desde este punto de vista, la modernidad se está acabando. ■ Fuente: Éléments
Alain de
Benoist