Estados Unidos se está reiniciando, pero no como el mundo esperaba.
Por Vasily Kashin , doctor en Ciencias Políticas, director del Centro de Estudios Integrales Europeos e Internacionales, HSE
El regreso de Donald Trump a la Casa Blanca se perfila como nada menos que una revolución política. La nueva administración está desmantelando rápidamente el viejo orden, purgando a la élite gobernante, reestructurando la política interna y externa y consolidando cambios que serán difíciles de revertir, incluso si sus oponentes recuperan el poder en futuras elecciones.
Para Trump, como para todos los revolucionarios, la prioridad es romper el sistema existente y consolidar transformaciones radicales. Muchos de los principios que guiaron la política estadounidense durante décadas –a veces durante más de un siglo– están siendo deliberadamente descartados. La estrategia global de Washington, construida durante mucho tiempo sobre una amplia influencia militar, diplomática y financiera, está siendo reescrita para satisfacer las necesidades políticas internas de Trump.
El fin del imperio liberal estadounidense
Durante los últimos 100 años, Estados Unidos ha funcionado como un imperio global. A diferencia de los imperios tradicionales basados en la expansión territorial, el imperio estadounidense extendió su alcance mediante el dominio financiero, las alianzas militares y la influencia ideológica. Sin embargo, este modelo se ha vuelto cada vez más insostenible. Desde fines de los años 1990, los costos de mantener la hegemonía global han excedido los beneficios, lo que ha alimentado el descontento tanto en el país como en el exterior.
Un cambio en la estrategia global
Las políticas de Trump están motivadas por preocupaciones internas, pero tendrán importantes implicaciones en el exterior. Su administración está desmantelando sistemáticamente instituciones clave del viejo orden, incluidas aquellas que irritaban a Moscú. Por ejemplo, la USAID –un importante vehículo de la influencia estadounidense en el espacio postsoviético– ha sido destripada. Irónicamente, Trump tenía más motivación para destruir la USAID que incluso el presidente ruso, Vladimir Putin, dado que sus recursos habían sido reutilizados para uso político interno por los rivales de Trump.
Si Estados Unidos abandona su modelo imperial liberal, desaparecerán muchas fuentes de tensión con Rusia. Históricamente, Moscú y Washington mantuvieron relaciones relativamente estables durante todo el siglo XIX. Si el Estados Unidos de Trump vuelve a adoptar una estrategia más aislacionista, Rusia ya no será el blanco principal de la interferencia estadounidense. El principal punto de fricción probablemente será el Ártico, donde ambas naciones tienen intereses estratégicos.
Sin embargo, China sigue siendo el principal adversario de Trump. La expansión económica liderada por el Estado de Pekín está en contradicción fundamental con la visión mercantilista de Trump. A diferencia de Biden, que intentó contrarrestar a China mediante alianzas, Trump está dispuesto a actuar solo, lo que podría debilitar la unidad occidental en el proceso. Se espera que su administración intensifique la guerra económica y tecnológica contra Pekín, incluso si eso significa distanciarse de sus aliados europeos.
La incertidumbre estratégica de Europa
Una de las acciones más disruptivas de Trump ha sido su abierta hostilidad hacia la UE. Su vicepresidente, J. D. Vance, pronunció recientemente un discurso en Múnich que equivalió a una interferencia directa en la política europea, mostrando su apoyo a los movimientos nacionalistas de derecha que cuestionan la autoridad de la UE.
Este cambio está colocando a Europa en una posición incómoda. Durante años, China ha considerado a Europa occidental como un “Occidente alternativo” con el que podría relacionarse económicamente sin el mismo nivel de confrontación que enfrenta con Estados Unidos. La estrategia de Trump podría acelerar los vínculos entre la UE y China, especialmente si los líderes de Europa occidental se sienten abandonados por Washington.
Ya hay indicios de que las autoridades europeas podrían relajar las restricciones a las inversiones chinas, en particular en sectores críticos como los semiconductores. Al mismo tiempo, las ambiciones de algunos europeos de ampliar la OTAN al Indopacífico pueden flaquear, mientras el bloque lucha por definir su nuevo papel en una estrategia estadounidense posglobalista.
Rusia y China: una relación cambiante
Durante años, Washington fantaseó con la idea de separar a Rusia y China, pero es poco probable que el nuevo enfoque de Trump logre ese objetivo. La alianza entre Rusia y China se basa en sólidos fundamentos: una enorme frontera compartida, economías complementarias y un interés compartido en contrarrestar el dominio occidental.
En todo caso, el cambiante panorama geopolítico podría llevar a Rusia a una posición similar a la de China a principios de los años 2000: centrarse en el desarrollo económico y, al mismo tiempo, mantener la flexibilidad estratégica. Moscú podría reducir sus esfuerzos por debilitar activamente a Estados Unidos y, en cambio, concentrarse en fortalecer sus vínculos económicos y de seguridad con Pekín.
Mientras tanto, China se llevará la peor parte del nuevo imperio estadounidense de Trump. Estados Unidos ya no dependerá de alianzas para contener a Beijing, sino que utilizará una presión económica y militar directa. Si bien esto puede dificultarle la vida a China, no significa necesariamente que Estados Unidos lo logre. China se ha estado preparando para un desacoplamiento económico durante años, y Beijing puede encontrar oportunidades en un mundo occidental más dividido.
El camino por delante
El regreso de Trump marca un cambio fundamental en la dinámica del poder global. Estados Unidos está dejando de ser un imperio liberal para pasar a adoptar una política exterior más transaccional y basada en el poder. Para Rusia, esto significa menos conflictos ideológicos con Washington, pero una competencia continua en áreas clave como el Ártico.
Para China, las políticas de Trump plantean un desafío directo: la pregunta es si Beijing puede adaptarse a un mundo en el que Estados Unidos ya no sólo la contiene, sino que intenta activamente reducir su influencia económica.
Para Europa occidental, el panorama es sombrío. La UE está perdiendo su condición privilegiada de socio principal de Estados Unidos y se ve obligada a valerse por sí misma. Queda por ver si podrá sortear esta nueva realidad.
Una cosa es cierta: el mundo está entrando en un período de profunda transformación y las viejas reglas ya no se aplican. El Estados Unidos de Trump está reescribiendo el manual y el resto del mundo tendrá que adaptarse en consecuencia.