Claudio García (R).- Conocer e interpretar cierto período histórico presenta sus dificultades por lo compleja que es toda realidad y porque, esa debilidad, engendra mitos que a la vez contribuyen a oscurecer los hechos ocurridos. El ‘descubrimiento de América’ en 1492 y todo el proceso de colonización posterior es, probablemente, uno de los temas de la historia general de la humanidad que más mitos arrastra. Por lo tanto no solamente el debate histórico al respecto propiamente dicho no está clausurado, sino que todavía tiene fuertes implicancias en muchos de los debates ideológico-políticos e incluso filosóficos del presente.

Lo que más se ha discutido acaloradamente es si la colonización española de América fue más o menos inhumana, de lo que se desprendería el carácter progresivo o reaccionario de la empresa. Pero, de este modo, no se disipará nada de una realidad que enfrentó razas y culturas; un estadio más avanzado de la civilización, el europeo, con otro, el americano, cuyas sociedades indígenas más avanzadas se encontraban en el estadio medio de la barbarie (1). No cabe duda que la colonización americana -como la de otras regiones del planeta por los ingleses, franceses, portugueses u holandeses- fue indudablemente inhumana, en muchos aspectos monstruosa. Este debate sí creo que está clausurado, más allá que todavía hay sectores que se empeñan en minimizarlo -no con ningún objetivo de esclarecimiento de lo sucedido en el pasado, sino con el sentido de enfrentar las demandas actuales, justas en su mayoría, de las distintas comunidades de pueblos originarios o preexistentes-. Sí creo que lo que está en discusión es el carácter reaccionario o progresivo de la empresa desde el punto de vista histórico.

Todavía muchos intelectuales e historiadores concluyen que aunque la colonización significó el genocidio de millones de indígenas, el sometimiento de los pueblos originarios -política que con mayores o menores grados se extendió en el tiempo, ya con una Latinoamérica balcanizada y con gobiernos independientes de las metrópolis colonizadoras, y hasta la actualidad-, desde el punto de vista histórico este proceso fue progresivo. Para adelantar algunas de mis conclusiones, creo que la colonización fue inevitable, pero el concepto de progreso, tanto la concepción de una historia lineal y armónica del Iluminismo que siempre llega a buen puerto, como la historia como desarrollo de la racionalidad dialéctica -donde la historia avanza con contradicciones, pero avanza-, entró enteramente en crisis en el siglo XX. Afirmar que inevitablemente la rueda de la historia corre hacia una mejor humanidad aunque “chorree sangre y lodo” (como decía Marx respecto al dominio del capital en el mundo), y que por lo tanto se debe reivindicar la colonización bajo el concepto que todo se justifica en función del progreso, ya no puede ser aceptado sin severos cuestionamientos.

I. LAS INJUSTICIAS DE LA CONQUISTA Y COLONIZACION

Existen suficientes libros, un gran número de historiadores y ensayistas, con muchos años de investigación, que han constatado la veracidad de los atropellos y masacres producidas en los años de la conquista y colonización sobre las distintas sociedades indígenas.

No hay coincidencia entre los más serios investigadores sobre la cantidad de indígenas existentes antes de 1492. Las Casas sugiere en sus testimonios una población cercana a los 100 millones, y los más fanáticos indigenistas aceptan como real esa cantidad, o, por lo menos, unos 80 millones. Otros, como Sapper y Rivet, relacionando el nivel de civilización y la densidad de habitantes, estiman unos 50 millones, mientras que hay autores, como Kroeber, que concluye que el número alcanzado por los indígenas no llega a los 10 millones (2). Regionalmente se han realizado estudios que han permitido aproximaciones más objetivas, que indican, por ejemplo, que en México Central existían antes del descubrimiento aproximadamente 25 millones de indígenas. Existen sí cálculos más certeros sobre la cantidad de aborígenes que fueron pereciendo en las décadas de la conquista y colonización, y que confirma que el número de víctimas fue muy importante. En México Central, de los 25 millones que mencioné, sólo se contaron poco más de 3 millones setenta años después.

Las causas de esta mortandad han sido fundamentalmente dos. Una, las guerras de conquista, donde la enorme distancia entre los estadios de civilización –desde el punto de vista de técnica- fue lo decisivo para que grupos pequeños de españoles causaran miles y miles de muertes. Otra, quizás la más importante, las bacterias y virus que trajeron los europeos a América.

Los cuerpos desnudos, las flechas sin siquiera sus puntas de hierro, dado que este metal les era desconocido, poco podían hacer contra las ballestas, las escopetas, las espadas y los escudos. Américo Vespucio describió claramente esta situación: “…pues como están desnudos siempre hacíamos en ellos grandísimas matanza, sucediéndose muchas veces luchar diez y seis de nosotros con dos mil de ellos y al final desbaratarlos y matar muchos de ellos…”. De allí que los distintos conquistadores, como Vasco Nuñez de Balboa, Diego Velázquez, Hernán Cortés y Francisco Pizarro hayan podido matar a miles y miles de indígenas en sus procedimientos guerreros, con una considerable inferioridad numérica de los grupos que comandaban. Contribuyeron también a esas matanzas las divisiones entre las distintas sociedades aborígenes. Los aztecas y los incas, antes de la conquista, habían dominado imperialmente a distintos grupos indígenas, con atropellos y crueldad, y fue por eso que, por ejemplo, los totonacas, tlaxcaltecas y otomíes se aliaron a Cortés para derrotar a los aztecas (3). También Pizarro realizó la conquista de los incas en plena ‘guerra civil’ de ese imperio, por la sucesión de Huaina Cápac, entre el hijo primogénito Huáscar y Atahualpa, el vástago predilecto.

Esta situación de división y enfrentamiento entre grupos indígenas facilitó las matanzas hasta incluso el siglo XIX. Todos los conquistadores y generales utilizaron la alianza con las jefaturas indígenas de tal o cual grupo, para derrotar a otra colectividad (4).

La otra causa de muerte de los aborígenes y, quizás, la que mermó más su número, fue la falta de inmunidad a varias enfermedades contagiosas que trajeron los europeos, principalmente la viruela. En una carta de Jerónimo López al príncipe Felipe, en 1545, se indica que sucumbieron 400.000 indios en el término de siete meses en la zona de México por viruela. Esta sola cifra duplica el número de indígenas muertos en la batalla de más de 90 días de los españoles de Cortés contra los aztecas dirigidos por el joven Cuauhtémoc, en la toma de la capital Tenochtitlán, que significó el golpe decisivo de los conquistadores para sojuzgar a la América Central (5).

Como escribió Eduardo Galeano en “Las venas abiertas de América Latina”: “Los indios morían como moscas; sus organismos no oponían defensas ante las enfermedades nuevas. Y los que sobrevivían quedaban debilitados e inútiles”, citando luego a Darcy Ribeiro quien, en “Las Américas y la Civilización, Tomo I”, estimó que más de la mitad de la población aborigen de América murió contaminada luego del primer contacto con los hombres blancos, por viruela, tétanos, venéreas, fiebre amarilla, lepra y hasta la simple gripe, entre otras.

En muchas ocasiones, conscientes de la mortandad causada por varias enfermedades, españoles y de otros países europeos, provocaron intencionalmente el contagio a los aborígenes para eliminarlos. Todavía en el siglo XIX y principios del siglo XX fue utilizada esa práctica para ‘despoblar’ tierras que les interesaban a los europeos. Por ejemplo, los últimos onas, en el sur de América, fueron exterminados, no solamente por las armas, sino por las bacterias y virus que inmigrantes ingleses inoculaban en las ballenas que encallaban en las playas, a sabiendas que luego esos grupos indígenas se aprovisionaban de la carne de los mamíferos marinos para alimentarse, como escribió el antropólogo rionegrino Rodolfo Casamiquela, por testimonio directo de uno de los últimos onas que habitaron Tierra del Fuego.

II. LA IDEALIZACION DE LAS SOCIEDADES PRECOLOMBINAS

Más allá de la veracidad, como ya se ha dicho, de los actos de barbarie cometidos por los colonizadores y de las injusticias todavía vigentes contra los pueblos preexistentes, no deja de ser un mito la idealización de las sociedades precolombinas que esgrimen muchos grupos indigenistas o integrantes de las distintas comunidades actuales: que vivían armoniosamente, que sus niveles culturales se encontraban avanzados para la época, que sus estructuras organizativas eran justas, y sus religiones totalmente humanitarias y de prácticas inocentes.

En principio, no había uniformidad en el desarrollo de las distintas culturas indígenas. Si bien son indudables los avances de los mayas en aritmética y astronomía, a tal punto que, por ejemplo, calcularon con más exactitud el año astronómico que el señalado por el calendario gregoriano, y distintos grupos mixtecas dejaron historia “escrita”, contra la creencia difundida que sólo se había heredado de los grupos precolombinos testimonios materiales, tradiciones y leyendas recogidas por los primeros europeos, pero no auténticos registros de sus vidas (6); lo cierto es que las sociedades más avanzadas: mayas, aztecas e incas, se encontraban recién en el estadio medio de la barbarie, y existían poblaciones que vivían con un nivel cultural del neolítico. Las grandes culturas aborígenes habían desarrollado el cultivo del suelo e hicieron surgir grandes ciudades, compuestas algunas por viviendas y otras por templos, pero, por ejemplo, no conocían la rueda ni el laboreo del hierro, y no es exagerado decir que en la técnica “por lo general los indios estaban aún en la Edad de Piedra” (7).

Los grandes imperios, como aztecas e incas, se expandieron por la vía militar, sojuzgando a otros pueblos indígenas con mucha crueldad, y gobernaron despóticamente. De allí, como he señalado, las divisiones de las que se aprovecharon los conquistadores para salir victoriosos de muchas batallas. Las religiones que practicaban las distintas sociedades y grupos aborígenes, en su mayoría con gran cantidad de divinidades, permitían crueldades de todo tipo, como los sacrificios humanos en aztecas e incas, y el canibalismo y la reducción de cabezas en las tribus aborígenes más conocidas del Brasil y el Matto Grosso. Sólo así se entiende que, por ejemplo, muchos grupos indígenas se aliaran a Cortés para derrotar a los aztecas; de hecho, hay investigaciones que afirman que en el principal templo de la ciudad de México, se sacrificaron, por ejemplo, 20.000 hombres en cuatro días.

III. MITOLOGIA Y RELIGION

La mitología azteca e inca también ayudó a la conquista, dado que existían presagios sobre el retorno de los “dioses” que los aborígenes asociaron a la llegada de los conquistadores. El azar hizo que el dios Quetzalcóatl, de los aztecas, “que vendría por el este”, fuera blanco y barbudo como los españoles, y que, además, fuera blanco y barbudo el dios Huiracocha de los incas. Así lo han señalado numerosos autores, como Richard Konetze, quien escribió: “El espíritu de lucha que animaba al belicoso pueblo azteca frente a los intrusos europeos fue lentamente minado por sus creencias religiosas. Los aztecas consideraban que su mundo estaba amenazado por el infortunio y condenado a la ruina… fue esencial el profetizado retorno del rey y sacerdote Quetzalcóatl, quien debía aparecer por el Oriente y poner término a la supremacía de los dioses sanguinarios… Moctezuma creyó que los españoles eran los anunciados nuevos señores a quienes debía cederles el poder ” (8).

Así como las religiones de los grupos indígenas facilitaron en gran medida su sometimiento a los conquistadores, la difusión de la fe cristiana y “la lucha contra los infieles” fue un componente esencial en el desarrollo y los hechos cruentos que marcaron décadas y décadas de conquista y colonización del territorio americano. El cometido misional legitimó la toma de posesión del Nuevo Mundo, y llevó a la iglesia a participar activamente en la organización de la vida americana. Primó además la concepción según la cual el sometimiento de los indios por la fuerza de las armas era imprescindible para predicar más fácilmente y con mayor éxito el evangelio.

Conviene aclarar que la evangelización de los paganos no fue el motor fundamental que empujó a los españoles a la conquista de América. Es obvio que por sobre las intenciones confesionales, primaba el interés más terreno de la posición y la riqueza que no habían obtenido en Europa. Sin mencionar que muchos embarcaban a una aventura sin dudas riesgosa, dadas las frágiles embarcaciones, escapando de distintos tipos de persecuciones, como está documentado en relación a muchos judíos, motivados por las medidas inquisitoriales de los reyes católicos. Como escribió Richard Konetzke: “No es imaginable que los rudos y curtidos marinos que tras larga resistencia se resolvieron a participar en el primer viaje de Colón, o los delincuentes indultados que se encontraban entre los tripulantes, se hayan sentido apóstoles laicos que llevaban el evangelio a pueblos distantes e ignotos” (9).

No obstante, “la conversión de los aborígenes” justificaba el accionar y los atropellos que llevaron a cabo los grupos comandados por los distintos conquistadores españoles. Por eso Colón escribió que los reyes Fernando e Isabel “como católicos y cristianos y Príncipes amadores de la santa fe cristiana y acrecentadores della, y enemigos de la secta de Mahoma y de todas las idolatrías y herejías, pensaron de enviarme a mí Cristóbal Colón a las dichas partidas de Indias para ver los dichos príncipes, y los pueblos y tierras, y la disposición dellas y de todo, y la manera que se pudiera tener para la conversión dellas a nuestra santa fe”. Todos los conquistadores posteriores, en sus escritos e informes a las autoridades de la metrópoli, marcaban también asiduamente el propósito confesional de sus actos.

Es cierto, por otra parte, que existieron conflictos, por un lado entre misioneros y colonos con motivo de los tratamientos manifiestamente inhumanos que se brindaba a los grupos indígenas, y la rapiña y rivalidades que se originaron entre los españoles por las riquezas del Nuevo Mundo, que se encontraban muy lejos de la “conciencia cristiana” de la época; y por otro, entre las diferentes órdenes religiosas, sectores intelectuales y dirigentes y la cúpula papal, precisamente por la manera en que se debía obrar con los aborígenes y las diferentes posturas existentes respecto a si los indígenas debían ser considerados tan “humanos” como los europeos, y si contaban con el “alma” que justificara su evangelización.

Es indudable, más allá de todas estas contradicciones, que el papel de la iglesia y el componente religioso de los conquistadores sirvió de “aliento” y “justificación” a un accionar que no se caracterizó por lo humanitario y cristiano que podría presuponerse. Así como las creencias religiosas de los aztecas y de otras sociedades indígenas minaron su combatividad contra los conquistadores, la religión de los europeos, por el contrario sirvió de incentivo a su papel guerrero y de dominación.

La realidad de los incontables hechos cruentos efectuados por los europeos “cristianos”, llevó a que algunos religiosos e intelectuales se cuestionaran la legitimidad de los objetivos confesionales que se esgrimían para conquistar el Nuevo Mundo y otras regiones del planeta, y muchos alzaron su voz solitaria por la vergüenza que sentían al enterarse de las matanzas que llevaron a cabo hombres de su misma fe. Por ejemplo, William Howitt escribió en forma contundente sobre el sistema colonial cristiano que: “Los actos de barbarie y los inicuos ultrajes perpetrados por las razas llamadas cristianas en todas las religiones del mundo y contra todos los pueblos que pudieron subyugar, no encuentran paralelo en ninguna era de la historia universal y en ninguna raza, por salvaje e inculta, despiadada e impúdica que ésta fuera”.

IV. LA COLONIZACION FUE UN INSTRUMENTO PARA EL TRIUNFO DEL CAPITALISMO

A pesar de su carácter inhumano, la colonización de América fue parte quizás principal de toda la etapa de la acumulación primitiva capitalista; fue uno de los principales eslabones en la expansión mundial del naciente capitalismo. De allí que muchos intelectuales e historiadores, con ideología de derecha o izquierda, justificaran que ese proceso fuera progresivo históricamente hablando. Era el desarrollo de “la razón instrumental”, del progreso o del triunfo de un sistema que también generaría en su seno a sus propios enterradores, los obreros, con lo cual vendría el socialismo y así ‘históricamente’ el pasado de la humanidad, incluyendo los horrores de la colonización, quedaría redimido.

El mejor historiador marxista, a mi juicio, de nuestro país, Milcíades Peña, lo escribió claramente: “Algunos teóricos populistas ‘condenan’ a posteriori la colonización española (o inglesa) partiendo de la lamentable tontería de que la misma fue inhumana. Pero no se puede ‘condenar’ la colonización -ni tampoco la esclavitud que prevaleció en la antigüedad- dado el hecho irrefutable que resultaba económicamente necesaria. Era en su momento el único camino abierto a la humanidad para que una parte de ella pudiera ascender explotando al resto, a un creciente dominio sobre la cultura; preparando así, objetivamente, y pese a sus deseos, las bases para la emancipación de toda la humanidad” (10).

El argentino Sergio Bagú también señaló que, a pesar de las injusticias, el sistema colonial sirvió al fortalecimiento del capitalismo, un sistema que significó un tremendo salto adelante de las fuerzas productivas: “(…fueron descubiertas y conquistas (las colonias americanas) como un episodio más de un vasto período de expansión comercial del capitalismo europeo. Muy pocos lustros después de iniciada su historia propiamente colonial, la orientación que van tomando sus explotaciones mineras y sus cultivos agrícolas descubren a las claras que responden a los intereses predominantes entonces en los grandes centros comerciales del viejo mundo” (11).

El propio Carlos Marx, quien calificó a la colonización americana en El Capital de “cruzada de exterminio, esclavización y sepultamiento de la población aborigen en las minas”, en numerosos escritos fue claro en marcar que consideraba progresiva la empresa. Así en la Ideología Alemana escribió que: “La manufactura y en general el movimiento de la producción experimentaron un auge enorme gracias a la expansión del comercio como consecuencia del descubrimiento de América… Los nuevos productos importados de estas tierras, y principalmente las masas de oro y plata lanzadas a la circulación, hicieron cambiar totalmente la posición de una clase con respecto a otras y asestaron un rudo golpe a la propiedad feudal de la tierra y a los trabajadores, al paso que las expediciones de aventureros, la colonización y sobre todo la expansión de los mercados hacia el mercado mundial, que ahora se había vuelto posible y se iba realizando día tras día, hacían surgir una nueva fase del desarrollo histórico… La colonización de los países descubiertos sirvió de nuevo incentivo a la lucha comercial entre las naciones, y le dio, por tanto, mayor extensión…”. También en el Manifiesto Comunista sentenciaron Marx y Engels: “La gran industria ha creado el mercado mundial, ya preparado por el descubrimiento de América. El mercado mundial aceleró prodigiosamente el desarrollo del comercio, de la navegación y de todos los medios de transporte terrestres. Este desarrollo, a su vez, influyó en el auge de la industria, el comercio, la navegación y los ferrocarriles, desarrollábase la burguesía, multiplicando sus capitales y relegando a segundo plano a todas las clases legales por la Edad Media”.

Es clara la contradicción que esgrime gran parte de la denominada izquierda marxista que se muestra actualmente aliada de las corrientes indigenistas que pretenden darle a la lucha por la ‘liberación’ o ’emancipación’ la vuelta a un supuesto esplendor precolombino que la colonización truncó (12) sin hacer todavía una relectura de los textos que en este sentido escribieron Marx, Engels y otros intelectuales al respecto y que invalidan totalmente tal postura.

Sin abundar en citas de Marx, la posición del alemán sobre la colonización americana puede resumirse en lo escrito respecto al accionar inglés en la India: “De acuerdo con una ley eterna de la historia, los conquistadores bárbaros son conquistados, a su vez, por la civilización superior de los pueblos que sojuzgan. Los ingleses fueron los primeros conquistadores de civilización superior a la hindú, y por eso resultaron inmunes a la acción de ésta. La destruyeron disgregando las comunidades nativas, desarraigando la industria indígena y nivelando todo lo que de grande y elevado tenía la sociedad nativa. Las páginas de la historia de la dominación inglesa en la India apenas ofrecen algo más que esas destrucciones. Tras los montones de ruinas a duras penas puede distinguirse su obra regeneradora. Y sin embargo esa obra ha comenzado” (13).

Esto indudablemente está en discusión, más allá que considero valederos y vigentes otros planteos de Marx. Como ya dije se debe revisar el concepto de historia como desarrollo de la racionalidad dialéctica –lo que implica replantear el concepto tanto de historia como de un tren que, aún con contradicciones, indudablemente lleva en sus vagones el progreso y el avance de la humanidad, y de la propia dialéctica-. En este marco creo que son justas muchas demandas de las comunidades herederas de los pueblos preexistentes, como el acceso a la tierra, el respeto a la diversidad cultural, la interculturalidad, sin por eso adherir a la idealización de su pasado precolombino o pre-Conquista del Desierto -para situar el tema más cercano en el tiempo y a la historia de nuestro país-, ni de muchos de sus componentes culturales y religiosos.

El descubrimiento y colonización de América tuvo, en síntesis, un objetivo comercial que sirvió para fortalecer a la burguesía europea, que finalmente dirigiría los procesos revolucionarios que derribaron totalmente al régimen feudal. Autores de uno u otro signo ideológico coincidieron en señalar que los nuevos descubrimientos geográficos de los siglos XV, XVI y XVII, fueron motor del desarrollo del capital comercial, favoreciendo la transición del modo feudal de producción al capitalista. Las riquezas expoliadas en América, directamente por el saqueo, las matanzas con rapiña, la esclavización y otros métodos de sometimiento, refluían a las metrópolis y se transformaban allí en capital.

Para adelantar otras conclusiones. Se puede decir que este proceso de avance al dominio del capital surgió y se fortaleció ferozmente, es decir, se cumplió la etapa destructora de la que hablaba Marx, de aniquilación de las viejas sociedades precolombinas, pero lo que está en discusión es la etapa regeneradora. Cuando uno ve la realidad de tantas comunidades indígenas en Latinoamérica no se puede afirmar que a pesar de la inhumanidad del período inicial de la colonización se colocaron los fundamentos materiales de una sociedad mejor, similar a la de los principales países occidentales. Ni tampoco adherir a una concepción de la historia donde el fin justifica los medios, es decir, porque es progresivo todo se justifica. Como la canción de León Gieco, gran parte de los descendientes de los pueblos originarios pueden afirmar, con razón, “cinco siglos igual”.

V. IDENTIDAD DE ESPAÑA Y LA AMERICA COLONIZADA

En función del papel jugado históricamente por España, de facilitar la expansión mundial del, en ese entonces, incipiente capitalismo, debemos afirmar que resulta por lo menos maniqueo discutir la ‘exclusiva’ responsabilidad de esa metrópoli en la colonización americana. Por un lado, ya he indicado que fueron tan salvajes españoles, como ingleses, portugueses u holandeses, a la hora de conquistar y colonizar nuevos territorios. Pero, en lo que hace al principal objetivo de la colonización, como fue la expansión del comercio y el ascenso de la burguesía, existe una “esencial identidad entre España y la América colonizada”, como caracterizó Milcíades Peña en “Antes de Mayo” (14).

España cumplió el papel de instrumento e intermediaria para que la burguesía europea en ascenso, en el marco todavía del sistema feudal, se fortaleciera, es decir, que surgieran las relaciones sociales del tipo capitalista, a la vez que gradualmente se derrumbaran las del feudalismo.

Las nuevas rutas mercantiles y mercados de venta que implicó el descubrimiento de América, y el volumen de oro y plata que fue extraído de sus territorios, sirvieron a la denominada acumulación originaria que fortalecería a la burguesía europea, fundamentalmente inglesa y francesa. Fueron la palanca de un sistema colonial que sirvió para organizar la gran producción capitalista, por lo que, obviamente, mal podemos apuntar el dedo acusador a España por una empresa de la que se aprovechó toda la burguesía en ascenso del continente europeo.

En este marco, debe hacerse hincapié en el falso mito de “gran potencia” e “imperio” que supuestamente era España en el siglo XV. No existe la ‘decadencia’ que muchos autores señalan de una España “potencia hegemónica” en el siglo XV, que se empobreció en los siglos posteriores. Si el descubrimiento y colonización de América fue una de las palancas principales para que se consolidara la burguesía inglesa y francesa, más que la burguesía española, en los siglos posteriores al viaje de Colón, y consecuentemente, que Inglaterra y Francia, y no España, fueran las creadoras de la industria moderna, esto se debió a que, sencillamente, la historia es no tal lineal sino fundamentalmente contradictoria, y en lugar de ser las potencias con más desarrollo burgués para la época las que descubrieran América, le tocó hacerlo a una nación que se encontraba en la retaguardia. Por esa razón, “España perdió bien pronto el monopolio de sus colonias y se transformó en agente intermediaria Inglaterra y Francia, que luego habrían de heredarla como metrópolis económicas de América Latina” (15).

Numerosos autores han marcado el atraso que en su estructura económica tenía España en relación a las naciones que sí devinieron en potencias directoras del mundo. En el siglo XV España se encontraba muy atrás de Francia e Inglaterra en cuanto a su “unidad nacional”, que como ha señalado Adam Smith, es un requisito básico para el desarrollo de la industria, de la burguesía.

Bajo los Reyes Católicos España era una federación de cinco reinos autónomos: Navarra, Valencia, Aragón, Castilla y Cataluña, con poca integración económica, legislaciones y aduanas separadas. El español Ramón Carande afirmaba: “El aragonés era considerado extranjero por el castellano y viceversa. Si las barreras interpuestas las disociaban económicamente, el trato fiscal que se daban entre sí no difería del que dispensaban a los extranjeros” (16).

La ascensión económica y social del mundo mercantil va a ser muy pobre en España, comparada con otras naciones. Escribió Molinari caracterizando la etapa de los siglos XI al XV: “La economía castellana era natural y de mercado cerrado. El ámbito de las actividades reducidas, el escenario lugareño, sin facilidad alguna para el transporte de las personas y mercaderías, y el consumo local de los frutos de la tierra, fueron las características particulares de su organización hasta el tiempo de los reyes católicos… La agricultura y la ganadería eran las principales ramas de la producción… La moneda, pesas y medidas tenían valor local. Esta fue, en consecuencia, una de las causas principales que el comercio se redujese a confines muy estrechos” (17).

Los Reyes Católicos tuvieron políticas contradictorias, pero sus resultados no cambiaron mucho el carácter de una España más atrasada que imperial. Superficialmente alguien pudo escribir que los Reyes Católicos lograron la unificación nacional. Como señaló Marx: “España, como Turquía, siguió siendo una aglomeración de mal dirigidas repúblicas, con un soberano nominal a la cabeza”: Si bien en el siglo XV empiezan a surgir manufacturas de cierta importancia en algunos territorios españoles, como en los casos de paños, sedas, lanas, lozas y vidrios, no se aprovecharon los mejores métodos y las técnicas más apropiadas, como sí sucedió en otras naciones europeas. Como escribió el español Navagero en la época: “Hay muchos telares, más no conocen el arte de trabajar” (18).

A pesar que los Reyes Católicos estimularon la producción lanera, al grado de provocar la decadencia de la agricultura, se la exportó en crudo, en vez de utilizarse esa producción para impulsar y canalizar la industria textil. Juan Berreyto escribió: “La artificialidad de la gloria de los tiempos áureos es advertida en 1588 por el contado burgalés Luis Orti, cuyo memorial constituye un precioso texto que concuerda con cuanto se perfila en el ‘Lazarillo de Tormes’. España lo ha puesto todo en la milicia, olvidando el trabajo de las manos, la artesanía y la industria. En vez de ser artesanos y mercaderes, los españoles son guerreros o pleiteantes. Falta así nuestra incorporación al nuevo tipo humano, a ese hombre de empresa que apoyará la pujanza de la burguesía” (19).

A pesar que la conquista de los territorios americanos facilitó una tarea unificadora del territorio español, por otra parte, los nuevos caudales profundizaron la poca pujanza que para la época caracterizaba a los nobles, incipientes burgueses y comerciantes de España. Ante el oro y la plata que recibían los Reyes, se dejó de pedir fondos a las distintas cortes, que a la vez, ante esa mayor disponibilidad que tenían de riqueza, poco se preocuparon para desarrollar las bases materiales que traerían más desarrollo a sus regiones. Esta situación fortaleció más el papel de intermediaria que ocupó España para la acumulación de capital por parte de la incipiente burguesía inglesa o francesa. Berreyto sentenció refiriéndose al siglo XVI español. “Nuestra burguesía es rala y carece de fuerza porque la burguesía extranjera lo ocupó todo y dejó solamente a algunos socios o testaferros áreas muy limitadas e intervenidas”, y más adelante agrega que “…los españoles son desplazados por genoveses, franceses, holandeses, y más tarde ingleses… Una memoria de 1691 hace ver que de 53 millones de libras llegadas en mercaderías al puerto de Cádiz, solo 2 millones y medio, apenas un 5% eran españoles” (20).

Otro autor, Vicens Vives, coincide también con todas estas apreciaciones. Escribió: “Los soberanos (Reyes Católicos) aspiraron a asumir la disección de la economía de sus estados en uno de los primeros balbuceos de política mercantilista, todavía vacilante, falta de coherencia y llena de contradicciones. Los logros obtenidos en algunas ramas se malograron por las mermas producidas en otras por medidas legislativas poco afortunadas” (21).

Afirmó además Vives que: “…los reyes se percataron del atraso de la economía urbana (industrial) que presentaban sus Estados, muy particularmente Castilla, en relación con otros países… pero al mismo tiempo se erigieron en defensores, o por lo menos no acertaron a combatirlo, del sistema ganadero latifundista imperante en el enorme conglomerado territorial de Castilla, León, Extremadura y Andalucía… No era posible la prosperidad de una sin la ruina del otro… La explotación de esta rama de la economía (ganadería lanar) fue la principal fuente de riqueza de los estados cristianos… Los Reyes entendieron, pues, que debían fomentar la ganadería” (22).

España en cuanto a su estructura económica estaba más cerca de Rusia, que de verdaderas potencias como Inglaterra: abastecedora de lana para la industria extranjera y con su economía controlada por extranjeros y en manos de ellos. Por eso Rusia y España entraron al siglo XX sin haber logrado los objetivos de una verdadera revolución democrático-burguesa, como sí lo hicieron Francia e Inglaterra. Como escribió Sergio Bagú: “El capital extranjero siguió manejando las finanzas y el comercio de la nación aún mientras la corona se empeñaba en dictar reglamentaciones de exaltado nacionalismo económico. En 1772 -época de Carlos IV- los franceses tenían en sus manos el mayor volumen de las transacciones mercantiles que se realizaban en Cádiz, corriente principal del comercio hispano; 79 casas de comercio mayorista pertenecían a capitalistas franceses, después de los cuales venían en importancia los capitalistas italianos e ingleses (23).

Vives escribió también en ese sentido que: “Al iniciarse el siglo XIV la industria textil lanera empezaba a adquirir gran desarrollo en Cataluña, especialmente en Barcelona… pero decayó en el siglo XV a causa de la competencia inglesa… Otra industria importante fue la de Cataluña en el hierro (armas, espadas, puñales, etc.), pero decayó en el siglo XV y al terminar el período sólo existía un gran establecimiento en Ribas de Freser” (24).

Este raquitismo de España impidió, a pesar del monopolio ultramarino con América, acaparar el comercio con los nuevos territorios. Apenas si pudo servir durante algunas décadas el papel de intermediaria, y prontamente, al contrabando redujo incluso ese papel, tal como escribió el español Carande (25).

Inglaterra fue la contracara de España con respecto a la política con las colonias. Mientras los ingleses defendían a rajatabla las políticas de protección de la industria metropolitana, prohibiendo, por ejemplo, el desarrollo de industrias de lienzo en Nueva York o del calzado en Pennsylvania para que no existiera competencia con las manufacturas producidas en territorio inglés, y se continuara importando materias primas como el cáñamo sin ningún tipo de tratamiento o elaboración; en España, por el contrario, se fomentaba la importación de productos extranjeros y se desalentaba la producción industrial. Milcíades Peña cita en este sentido al escritor Larraz, quien afirmó: “…cuando la afluencia de los metales preciosos extraídos de Potosí y la insuficiencia de la industria española provocó un colosal aumento de los precios y escasez general, las Cortes de Valladolid (1548) pedían a la Corona que se permitiese la libre importación de productos extranjeros para España y se prohibiese la exportación de artículos españoles a América, para que así se aliviara la escasez en España y se desarrollase la industria en América” (26).

Se debe remarcar, además, que, a diferencia de lo señalado por muchos escritores, la España atrasada construyó objetivamente en América una sociedad capitalista. Coinciden en este sentido autores como Peña, Bagú, Villalobos, Levene o Aldo Ferrer: la producción de América se destinaba al mercado mundial. Las minas, obrajes y plantaciones americanas producían en gran escala para el mercado mundial. Escribió Peña: “Es posible que las primeras encomiendas hayan tendido a ser autosuficientes, pero en todo caso, ello estuvo perfectamente condicionado al hallazgo de metales preciosos. Descubierto el metal, la unidad autosuficiente se quiebra con estrépito. Los indios comienzan a producir para el mercado europeo o local, y el señor vive con la mente puesta en el mercado. Además de metales preciosos, Potosí y la zona adyacente no producían prácticamente nada. De otras regiones del virreinato le enviaban alimentos y los más diversos productos. De todas partes del mundo le llegaban objetos de lujos. No puede darse en caso más claro de producción para el mercado (27).

Agrega Villalobos: “…las colonias recibían toda clase de mercaderías europeas y a precios bajos; podían exportar sus productos a otras naciones sin más prohibición que para el oro y la plata; que efectuaban el comercio de trueque con las colonias extranjeras; que recibían en sus puertas a naves negreras de cualquier país y comerciaban con ellas; que utilizaban naves de potencias amigas y neutrales, y europeas” (28). Bagú y otros investigadores han refutado además la objeción que, si bien la sociedad colonial producía para el mercado, las relaciones de producción de donde brotaba la mercancía habrían sido feudales. Por el contrario, “en las colonias españolas predominó la esclavitud en forma de salario bastardeado, siendo de menor importancia la esclavitud legal de los negros y el salario libre… el predominio de la esclavitud y el salario, a la vez que la poca importancia de la servidumbre -en el sentido histórico económico- nos confirma en la creencia de que el régimen colonial del trabajo se asemeja mucho más al capitalismo que al feudalismo” (29). Sebreli coincide también con estas caracterizaciones, contra las más difundidas de autores populistas como José María Rosa y Puiggros, y algunos liberales como Iriarte. “La sociedad colonial hispánica no fue feudal, como ya lo mostrara Sergio Bagú sino capitalista colonial con algunas manifestaciones de inspiración feudal y por lo tanto las clases sociales… no fueron castas impenetrables, y se operó un rápido proceso de transformación y mezcla” (30).

La identidad de España y América estuvo dada en que tanto una como otra sirvieron a la expansión del comercio a nivel mundial, y al fortalecimiento de la burguesía que levantaría la industria moderna: “Ambas fueron engranajes decisivos en la estructuración del moderno mercado mundial, en la difusión del intercambio mercantil por los cuatro confines de la tierra” (31).

VI. CONCLUSIONES

En un libro de reciente edición, “Rodolfo Puiggrós/Retrato familiar de un intelectual militante”, escrito por su hija Adriana Puiggrós (política, pedagoga, actual presidenta del partido Frente Grande), hay una reflexión que está en línea con esto de revisar aquella concepción de una historia lineal que, a pesar de sus contradicciones, avanza progresivamente. En el epílogo hay una autorreflexión sobre el concepto de “progreso” en la historia del que estuvo imbuida la llamada generación del ’70, aquella que consideró como inevitable el fin del capitalismo y la llegada del socialismo, a través o al margen del peronismo. Lo que denomina en el libro “la creencia iluminista en el progreso como ley fundamental”. Reflexiona en este sentido que “las inasibles contingencias pueden interceptar cualquier supuesto devenir histórico”. Menciona en este marco que hechos de profunda inhumanidad como el Holocausto hasta el asesinato de los adolescentes por reclamar el boleto escolar gratuito hacen que la noción de progreso pierda “su carácter natural y necesario, se colma de conflictos y encuentra su posibilidad redefinida como meta, vinculada al deseo y a la voluntad de integrar trozos del pasado con el presente y el futuro”.

Nunca creí en el progreso de la concepción Iluminista del siglo XVII, “el progreso lineal, fatalista, efectuado según un determinismo absoluto o una finalidad ineluctable”, como escribió Juan José Sebreli (32), pero hasta no hace mucho tiempo sí compartía el de Marx que a partir de la dialéctica de Hegel señalaba que el progreso de la historia no era armónico sino contradictorio, cada nuevo avance debe pagarse al precio de una renuncia, pero en fin, se avanzaba. La síntesis o superación (aufhebung) de la forma triádica dialéctica –tesis, antítesis y síntesis o superación-, la conciliación de los contrarios, es conocida como negación de la negación. Llevado a la historia, el progreso no es global, total, como lo planteaba el Iluminismo, sino por etapas, con logros parciales, pero logros al fin. Las barbaries entonces eran históricamente necesarias, progresivas, porque permitían un mayor desarrollo de las fuerzas productivas, como la brutal y genocida colonización de América a la que nos referimos en este trabajo.

Hay críticas muy acertadas a la dialéctica que contiene ese tercer momento de la síntesis, base de la concepción de progreso por la cual la historia avanza de totalización en totalización, superándose y llegándose a nuevas síntesis. Una surge de la escuela de Frankfurt a través de Theodor Adorno y Max Horkheimer con su dialéctica negativa. José Pablo Feinmann (33) lo explica muy bien: “La propuesta de Adorno de una dialéctica negativa se proponer no detener el proceso dialéctico en una tercera instancia conciliatoria. ‘El todo es lo no verdadero’ apunta también a las aristas totalitarias de Hegel… Pero ese tercer momento de la dialéctica sería el de la totalidad-totalitaria. Además (y es aquí donde Adorno tiene su momento más eficaz) si la dialéctica recurre una y otra vez al concepto de superación (aufhebung) por el cual todo momento tiene su justificación en la cadena dialéctica, y todo momento se supera a sí mismo buscando una nueva síntesis que lo contiene, en tanto negado, pero que es el contenido de la nueva totalización dialéctica. Si la dialéctica —por decirlo claro— justifica todos sus momentos porque la historia se desarrolla de totalización en totalización, superándose y llegando a nuevas síntesis que, a su vez, se negarán para dar lugar (por la superación dialéctica, por la aufhebung que supera conservando) a nuevas formaciones dialécticas, el cuestionamiento de la Escuela de Frankfurt es: de qué es superación Auschwitz. ¿Podemos incluir a Auschwitz en el desarrollo de la racionalidad dialéctica? Ahí, dirán Adorno y Horkheimer, hay una ruptura insuperable. No hay aufhebung para Auschwitz”.

Walter Benjamín, testigo y víctima de esa época dramática del nazismo (se suicidó cuando intentaba escapar de los nazis), concluye en cierta medida que el progreso capitalista necesariamente mata, con lo cual de qué síntesis o superación de puede hablar. Hay una reflexión de Benjamín, bella y terrible a la vez, que lo resume: “Existe una pintura de Klee que se llama Angelus Novus. Representa un ángel que pareciera querer alejarse del lugar en el que se mantiene inmóvil. Tiene los ojos desencajados, la boca abierta, las alas desplegadas. Ese es el aspecto que necesariamente debe tener el ángel de la historia. Tiene el rostro vuelto hacia el pasado. Allí donde a nosotros se nos presenta una serie encadenada de acontecimientos, él no ve más que una sola y única catástrofe, que sin cesar amontona ruinas sobre ruinas y las arroja a sus pies. El quisiera tomarse un tiempo, despertar a los muertos y juntar a los vencidos. Pero desde el paraíso llega el soplido de una tempestad que aprisiona sus alas, tan fuertemente que el ángel ya no puede volver a cerrarlas. La tempestad lo empuja sin parar hacia un porvenir al que da la espalda, mientras ante él se acumulan las ruinas hasta el cielo. Esa tempestad es lo que llamamos progreso”.

También Jean Paul Sartre en su tremenda “Crítica de la razón dialéctica” (tremenda por su extensión, profundidad y complejidad), define a la dialéctica como la praxis libre de los hombres, “la lógica de la libertad”, con lo cual en la historia no hay el sujeto sustancial que planteaba Hegel ni los obreros de Marx, sino que la historia no tiene una finalidad prefijada. La historia se hace, la hacen los hombres, y no tiene un objetivo preestablecido. Dice Sastre que “los hombres hacen la historia por sí mismos en un medio dada las condiciones” y se pregunta cómo entender que el hombre hace la historia si por otra parte la historia lo hace a él. Se responde: “Al parecer el marxismo idealista ha elegido la interpretación más fácil: el hombre, enteramente determinado por las circunstancias anteriores, es decir, en último termino, por las condiciones económicas, resulta un producto pasivo, una suma de reflejos condicionados. Pero este objeto inerte, al manifestarse en el campo social, en medio de otras inercias no menos condicionados, contribuye, a causa de la naturaleza recibida, a precipitar o a frenar el curso del mundo…En tal caso, no habría ninguna diferencia entre el agente humano y la máquina (…) los hombres hacen la historia sobre la base de condiciones reales anteriores (…), pero son ellos los que la hacen, y no las condiciones anteriores, si no, serían los simples vehículos de unas fuerzas inhumanas que dirigirían a través de ellos el mundo social. Es cierto que estas condiciones existen y que son ellos, sólo ellos, los que pueden dar una dirección y una realidad material a los cambios que se preparan; pero el movimiento de la praxis humana las supera conservándolas”.

Si no interpreto mal, si se considera a la historia con una dialéctica de progreso que contempla la síntesis o superación (aufhebung), es decir, que avanza en etapas y contradicciones pero con logros al fin, se constituiría lo real a priori, se caería en el fatalismo que lo que ocurre así tenía que ocurrir. A veces lo que ocurre tenía que ocurrir –en ese trabajo hemos marcado cómo muchas circunstancias se dieron para que la colonización americana fuera como finalmente fue-, pero incluso en estos casos, el ángel de la historia también puede tomar su revancha y “recomponer lo despedazado”, parafraseando a Benjamín pero sin su fatalismo.

En ese marco, es posible mantener la esperanza que en el campo práctico de la historia, en el espacio-tiempo de la historia, los conquistadores americanos, los nazis del Holocausto y los generales argentinos del genocidio en la Argentina de la última dictadura, para poner unos ejemplos, terminen constituyendo retrocesos transitorios a un futuro colectivo donde primen la justicia y la igualdad. Sin esa ilusión no se podría caminar, ni en política ni en la vida, como en cierta medida dijo Eduardo Galeano en relación a la utopía (“para qué sirve la utopía, sirve para caminar”). Adriana Puiggrós también termina expresando algo parecido: “(…) no resisto el deseo de volver a afirmar que la justicia social es posible. Que otros socialismos son posibles, claro que probablemente con la condición de decidirse a recuperar y transformar ciertos aspectos de la herencia y a generar formas inéditas de organización política”. (APP)

NOTAS

(1) De acuerdo a la definición de Morgan sobre la clasificación de un orden preciso en la prehistoria de la humanidad -salvajismo, barbarie, civilización- que luego toma Federico Engels en su “El origen de la familia, la propiedad privada y el Estado

(2) Ver “América Latina” II. La época colonial. Richard Konetzke. Editorial Siglo XXI. 1971.

(3) Idem y “El asedio de la modernidad”, de Juan José Sebreli, Editorial Sudamericana.

(4) Ver pag. 15 del libro señalado de Richard Konetske.

(5) Ver “América Latina” I. Antigüas culturas precolombinas. Laurette Séjourne. Editorial Siglo XXI. 1971.

(6) Ver “Reyes y reinos de la mixteca”, de Alfonso Caso. Editorial Fondo de Cultura Económica. 1977.

(7) Ver el libro señalado de Séjourne y Capítulo II de “Antes de Mayo”, de Milcíades Peña, Ediciones Fichas, Buenos Aires. 1973.

(8) Ver pag. 13 del libro señalado de Konetske.

(9) Ver capítulo “La iglesia y las misiones” del libro señalado de Konetske, pag. 205.

(10) Ver capítulo I del libro indicado de Milcíades Peña, “Antes de Mayo”.

(11) Ver “Economía de la sociedad colonial”, de Sergio Bagú. Editorial El Ateneo. Buenos Aires.

(12) Ver “El asedio de la modernidad” de Sebreli, y “Tercer Mundo: mito burgués” del mismo autor, Editorial Siglo XX. 1975.

(13) “Futuros resultados de la dominación británica en la India”, de Karl Marx. New York Daily Tribune. Nro. 4904 del 7 de enero de 1857. recopilado en “Sobre el colonialismo”, de Karl Marx y Friedrich Engels. Cuadernos de Pasado y Presente. 1973.

(14) Capítulo I de “Antes de Mayo”, de Peña.

(15) Idem. Pag. 39.

(16) “Carlos V y sus banqueros”, Ramón Carande. Madrid, 1863, citado por Peña en “Antes de Mayo”.

(17) Ver “Descubrimiento y Conquista de América”, de Diego Molinari. Editorial Eudeba. Pag. 57.

(18) Citado por Juan Berreyto en “Historia Social de España y de Hispanoamérica”. Editorial Aguilar.

(19) Pag. 187 del libro indicado de Berreyto.

(20) Idem. Pag. 206.

(21) Ver “Historia Social y Económica de España y América”. Vicens Vives. Editorial Teides. Barcelona. Tomo II. Pag. 469.

(22) Idem. Pag. 469 y 470.

(23) Sergio Bagú. “Estructura Social de la Colonia”. Editorial El Ateneo. 1952.

(24) Libro citado de Vives. Pag. 286.

(25) Libro citado de Carande.

(26) “La Epoca del Mercantilismo en Castilla”, José Larraz. Madrid 1945.

(27) Ver Cap. I del libro indicado de Peña.

(28) “Comercio y contrabando en el Río de La Plata y Chile”, de Sergio Villalobos. Editorial Eudeba.

(29) Ver libros citados de Bagú, y la referencia a este autor en “Método de Interpretación de la Historia Argentina”, de Nahuel Moreno. Colección Teoría y Crítica. Ediciones Pluma. Buenos Aires. Pag. 15 y 16.

(30) “La saga de los Anchorena”, de Juan José Sebreli. Editorial Sudamericana. 1985. Ver Cap. II.

(31) Ver libro citado de Peña. Cap I.

(32) “El asedio a la modernidad”, de Juan José Sebreli, Editorial Sudamericana.

(33) “La filosofía y el barro de la historia”, de José Pablo Feinmann, Editorial Planeta.

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