La gran suerte para un intelectual es haber escrito un libro que haya anticipado un importante acontecimiento histórico y que, a partir de ese momento, admiradores y detractores vuelvan a esa obra para interpretar la nueva situación. Es lo que le ocurrió a Samuel P. Huntington tras el 11-S, que todo el mundo se acordó de ‘El choque de civilizaciones’, un polémico libro que había publicado en 1996 y en el que defendía que, después de la caída del Muro de Berlín, los conflictos y las guerras procederían de las diferencias culturales y de la religión, no de las ideologías. El enfoque vino como anillo al dedo para miles de comentaristas y todos los ojos se posaron en él. Huntington murió el 24 de diciembre de 2008 a los 81 años en Martha’s Vineyard (Massachussets, Estados Unidos). Había enseñado durante unas seis décadas en la cercana Universidad de Harvard, en la que entró a trabajar a los 23 años, y defendió la “asimilación” de los inmigrantes estadounidenses en las costumbres del país, así como la obligatoriedad de hacerlo a través del uso del inglés. Fue la última aportación polémica de Huntington, publicada en su obra ‘¿Quiénes somos?’, un radical alegato contra el multiculturalismo y contra las pretensiones de los latinos de que se reconociera oficialmente el español como segunda lengua.
El malogrado profesor se vanagloriaba de que su familia emigrara en 1633 a Estados Unidos desde la localidad inglesa de Norwich, y de que fundara un pueblo con el mismo nombre en Massachussets. Si los primeros colonos no hubieran sido británicos y protestantes, sino católicos españoles, franceses o portugueses, su país habría sido otra cosa, quizá Quebec, México o Brasil, con menor presencia del individualismo y de la ética del trabajo que han llevado a la cumbre a Estados Unidos, según argumentaba.
Huntington defendió que el mundo occidental no debía abdicar de los valores que le habían hecho progresar, y por ello necesitaba ponerse en guardia ante los ‘ataques’ culturales que podían venir de otras civilizaciones, que él clasificaba en siete más: latinoamericana, islámica, china, india, ortodoxa, japonesa y africana.
Como era de esperar, al profesor de Harvard le salieron incontables críticos. Los apóstoles de la multiculturalidad y del pensamiento único, al frente de la amplia nómina. Por fortuna, siempre nos quedarán sus certeras predicciones. Por desgracia, sus predicciones certeras la están sufriendo los francés en carne propia.
“Arde Francia”, “El caos se apodera de Francia”, “Francia, al borde de la guerra civil”. Son algunos de los titulares que pueden leerse estos días en la prensa europea. Para no rebasar ciertas líneas rojas, muchos atribuyen las revueltas terroristas en Francia a problemas sociales y económicos. Sí creen que ayudan al enfermo persuadiéndole de que la creciente metástasis no es más que una afección gripal, que al menos no traten de engañarnos a los que tenemos conciencia de la verdadera naturaleza de la enfermedad. Mayoritariamente, los medios informativos ayudan a propagar el falso diagnostico, junto a las organizaciones defensoras de las libertades y de los derechos humanos, a condición de que esas libertades y esos derechos humanos estén etiquetadas dentro de un determinado perfil racial o ideológico.
Este plan eugenésico en Europa necesita blindajes legales para su eficaz implementación. Oponerse al cambio demográfico de tu patria, no rendirse al dogma del multiculturalismo, denunciar pacíficamente el vacío moral de Europa, el abandono y la negación de lo que nos es propio, sostener contra viento y marea que la integración de nuestros países en este marasmo mundialista conllevaría la negación de sus raíces y sería, más que una mentira y un error, el suicidio de Europa, ha supuesto a muchos intelectuales y periodistas, como es mi caso, tener que vérselas con las fiscalías del odio.
Quisiéramos suplir ese vacío con el tributo de todos los hombres buenos que en Europa han elegido vivir mostrando su corazón de acero. Porque el drama de Francia no comenzó con los disturbios que están sembrado el caos en las principales ciudades del país. El drama de Francia comenzó antes, mucho antes, de la fatídica muerte de un delincuente a manos de la policía. Su trágica y agónica muerte comenzó a prologarse en una remota playa de Normandía, hace 78 años, con el “runrún” de las monedas de la familia Rothschild agitando las aguas, mientras Roosvelt y sus acólitos se entregaban a la orgía de la fe en Stalin y el marxismo cultural. De la Grande Armée a la Grand Débâcle.
Las revueltas violentas en Francia han tenido unos autores materiales. Pero no han sido los únicos responsables. Entre los agitadores contra un estado de conciencia que crece en la proporción que decrece el conformismo suicida de nuestros vecinos del norte, no sería nada descabellado apuntar nombres como los de Bernard-Henri Lévy, Daniel Cohn-Bendit, Patrick Modiano, Jacques Julliard, Denis Olivennes… El odio a Marine Le Pen actúa en todos ellos como un resorte emocional que pretende conducir a Francia al basurero de la historia.
Entre franceses como ella, depositarios de la gloria de Austerlitz, herederos de la firmeza derramada en Jena, fedatarios de la victoria en Marengo, orgullosos compatriotas de los héroes de Borodinó, se extiende la riqueza cultural, espiritual y antropológica de un pueblo con alma, que acata con esmero y orgullo racial la mejor tradición de Francia. Quiera Dios que su epitafio tarde siglos en escribirse.