Este artículo explora la desgarradora realidad de la prolongada ocupación israelí de Cisjordania, argumentando que las acciones del Estado israelí trascienden la mera estrategia política; culminan en un inquietante sacrificio cósmico a Jehová. A medida que se desarrolla este análisis, revelaremos cómo una agenda sistemática de anexión y provocación transforma el paisaje sagrado en un teatro de conflicto, donde el derramamiento de sangre y el sufrimiento sirven para apaciguar las ambiciones divinas. Esta exploración provoca preguntas inquietantes sobre la naturaleza de la guerra y el costo humano de sistemas de creencias profundamente arraigados en una era marcada por la violencia y la desesperación.
Introducción
La ocupación israelí de Cisjordania y la demolición de Gaza se han transformado en una historia escalofriante, una saga de tierra y sangre entrelazada con el ferviente celo de la devoción religiosa. Lo que comenzó como una disputa territorial se ha convertido en un patrón profundamente perturbador de opresión, donde cada acto de violencia no es sólo una maniobra política sino también una ofrenda ritualista, un sacrificio a Jehová. Este artículo busca arrojar luz sobre las oscuras corrientes subterráneas que alimentan este conflicto en curso e interrogar las inquietantes implicaciones de un Estado aparentemente dispuesto a llevar su brutalidad como una insignia de honor en busca de validación cósmica.
Contexto histórico
Para comprender las catástrofes actuales en Cisjordania y Gaza, hay que recorrer el tumultuoso paisaje histórico que ha moldeado el pensamiento, la identidad y las aspiraciones judías a lo largo de los siglos. Las raíces de la ocupación israelí se remontan a milenios de fervor religioso y nacionalista, profundamente entrelazados con una visión profética sostenida dentro del judaísmo –secular o religioso– que anticipa la llegada del Mesías y el establecimiento de la soberanía judía sobre la Tierra Prometida.
A lo largo de la historia, esta visión profética ha adoptado a menudo un marco apocalíptico, considerando el sufrimiento del pueblo judío como parte de un plan divino que culmina en su redención. El profundo anhelo por una era mesiánica alimenta una narrativa histórica impregnada de martirio, sacrificio y resurrección, una narrativa que puede asumir aspectos mórbidos, ya que entrelaza la fe con la aceptación del sufrimiento como un paso necesario hacia un futuro utópico.
En los contextos contemporáneos, este anhelo se refleja en las narrativas triunfalistas que rodean la creación del Estado de Israel en 1948 y la consiguiente ocupación de Cisjordania. Muchas voces dentro de la sociedad israelí, ya sea desde un punto de vista religioso o nacionalista, conceptualizan su existencia en oposición al trauma histórico, encarnando una determinación de reclamar lo que creen que les pertenece por derecho. Esta postura ideológica transforma la tierra en un escenario para un drama histórico, donde cada acto de opresión se percibe no como una subyugación brutal sino como un paso hacia el cumplimiento de una profecía divina.
Este celo puede ser inquietante; genera una visión de la lucha palestina como un mal necesario, una fuerza adversaria que debe ser superada en pos de una promesa mesiánica. Desde esta perspectiva, el conflicto a menudo se enmarca dentro de una dicotomía que percibe a Israel como una entidad divina que busca la justicia contra aquellos a quienes considera agentes del caos o de la oscuridad. Esa perspectiva trivializa peligrosamente el costo humano de la ocupación, replanteándolo como un daño colateral en el camino hacia un cumplimiento profético.
El nacimiento del Estado judío resuena en sí mismo con un fervor apocalíptico, pues los fundadores invocaron relatos bíblicos que justificaban la recuperación de la tierra. Este fundamento metafísico fomenta una mentalidad que entrelaza el nacionalismo con la espiritualidad, en la que la identidad judía está inextricablemente vinculada a la tierra de Israel y a la promesa de soberanía divina.
La Guerra de los Seis Días de 1967 marcó una dramática escalada de esta narrativa, que dio como resultado la ocupación de Cisjordania y Jerusalén Oriental. Muchos percibieron las conquistas territoriales como una intervención milagrosa que consolidó la creencia de que el Mesías se acercaba y de que el pueblo judío soportaba la carga divina de reclamar su tierra, aunque fuera a través del derramamiento de sangre y el sacrificio. Cada nuevo asentamiento establecido dentro de estos territorios y cada enfrentamiento militar se convirtieron en un testimonio de una misión divina percibida: un sacrificio a Jehová, en el que las ambiciones del pueblo judío se entrelazaban con su destino espiritual.
La estrategia israelí de anexión territorial
La incesante búsqueda de anexión territorial por parte de Israel está imbuida de una convicción que resuena con ecos de antiguas profecías. El establecimiento y la expansión de asentamientos en Cisjordania y la aniquilación de Gaza no son meros actos de colonización; encarnan un mandato divino, una expresión contemporánea de un anhelo diabólico milenario. La inquebrantable afirmación de la soberanía sobre esas tierras revela un preocupante nexo de odio y creencia mesiánica, que transforma la ocupación en una obligación ritualista. Cada asentamiento construido puede muy bien servir como altar de sacrificios sobre el que se ponen al descubierto las esperanzas de una nación.
Provocación y respuesta
Curiosamente, la estrategia israelí para abordar la ocupación se presenta como una apasionante narrativa de provocación deliberada. La expansión de los asentamientos, la destrucción de hogares palestinos y la represión violenta de la disidencia no son sólo acciones calculadas para el control territorial; son provocaciones diseñadas para provocar respuestas fervientes, tanto de las comunidades palestinas como de la escena internacional. Esas respuestas, a menudo marcadas por la desesperación y la furia, proporcionan una justificación grotesca para una mayor violencia, un ciclo que parece deleitarse en su propio horror.
Esta danza cíclica de sangre y rebelión es más que un mero oportunismo político: es una representación macabra cuyo guión exige un sacrificio total. El gobierno israelí se presenta a menudo como la víctima, clamando por la supervivencia en medio del caos que ha orquestado, invocando el espectro de la amenaza existencial mientras promulga políticas que perpetúan el sufrimiento.
La guerra como sacrificio estratégico
La idea de que Israel pueda estar incitando intencionalmente el conflicto para sus propios fines estratégicos plantea una idea escalofriante: la ocupación deja de ser una lucha por una supuesta supervivencia para convertirse en un medio para alcanzar un fin: una guerra ritualista que encarna la grandeza del sacrificio. A medida que aumentan las hostilidades, cada víctima se convierte en un testimonio de la narrativa del Estado, que se arraiga aún más en la conciencia colectiva como un martirio íntimamente ligado a la sanción divina.
En este teatro cósmico, la violencia se racionaliza de forma grotesca y se convierte en una ofrenda necesaria para apaciguar a Jehová. La sangre de palestinos e israelíes se derrama en suelo sagrado, transformando un conflicto ya trágico en un tributo horroroso, un homenaje deformado a un sistema de creencias que entrelaza el odio y la espiritualidad, donde la acumulación de agravios y víctimas sirve a un propósito divino superior, aunque profundamente inquietante.
Reflexiones finales: Dimensiones teológicas de la desesperación
La invocación del deber religioso en el contexto de la violencia plantea inquietantes preguntas sobre el tejido ético de la nacionalidad. El concepto de un “sacrificio de sangre” imbuido de peso teológico pone en tela de juicio las implicaciones morales de las acciones que enmarcan el conflicto como una forma de expresión divina. A medida que los colores del nacionalismo y la espiritualidad se mezclan, la ocupación deja de ser una cuestión de territorio para convertirse en una lucha cósmica por las almas humanas, una búsqueda que invita a un sufrimiento y un ajuste de cuentas existenciales sin precedentes.
Esto nos recuerda los antiguos textos judíos que revelan relatos que tratan temas de supervivencia, retribución divina y el trato a los pueblos no judíos. Uno de esos acontecimientos detallados en la Biblia hebrea es la Pascua, que conmemora la huida de los israelitas de Egipto. En el centro de esta narración está el aterrador relato del Éxodo, donde Dios mata a los primogénitos de Egipto. Este acontecimiento pone de relieve la intensidad del juicio judío y sienta un precedente para un relato de larga data en torno al sufrimiento de las poblaciones no judías frente a la supuesta voluntad divina. La matanza de los primogénitos sirve como testimonio de las graves consecuencias que enfrentan quienes están fuera de la comunidad del pacto (judía).
Además, la festividad de Purim, que tiene sus raíces en el Libro de Ester, narra un tipo diferente de violencia: celebra la frustración de un complot para aniquilar al pueblo judío por parte de Amán, consejero del rey Jerjes de Persia. La historia concluye con la victoria de los judíos, lo que lleva a la matanza permisiva de sus enemigos no judíos. Los temas celebratorios de venganza y supervivencia se entrelazan con un reconocimiento sombrío de la violencia que puede acompañar a su salvación, una salvación que solo se obtiene a expensas de los no judíos.
Conclusión
La ocupación de Cisjordania y la destrucción de Gaza son sombrías odiseas marcadas por la sangre y la fe, una narrativa inquietante que invita a la reflexión sobre lo que significa vivir la condición humana en medio de aspiraciones divinas (es decir, satánicas). La interacción entre anexión, provocación y violencia sacrificial no sólo configura las realidades inmediatas de la región, sino que también proyecta una larga sombra sobre la paz mundial para los no judíos. En la arena cósmica del conflicto, los humanos se convierten en ofrendas sacrificiales a una divinidad insaciable, mientras que los gritos de justicia se ven ahogados por el fervor de una nación odiosa dispuesta a derramar sangre sobre el altar de la fe.