Funerales de las víctimas en Puerto Montt

 

A continuación la parte del libro que narra la matanza de Pampa Irigoín en 1969 durante el gobierno de Eduardo Frei Montalva y los movimientos insurrecionales del PS, inspirados en el guevarismo surgido después de la Revolución Cubana, el que inspiró la radicalización de la línea política de los socialistas en el Congreso de Chillán de 1967.

El agricultor y comerciante Rociel Irigoin estaba satisfecho con el acuerdo a que habían llegado con la Corporación de la Vivienda. Se iba a deshacer de las últimas cuatro hectáreas de ese terreno yermo y pantanoso, un lodazal inútil para la faena agrícola, ubicado en lo alto de la ciudad de Puerto Montt. En parte del terreno ya se había construido una primera población, luego una ampliación, bautizada Manuel Rodríguez.

Ahora se aprestaban a negociar el terreno que quedaba libre, donde se habían instalado decenas de familias que completarían el uso de ese suelo para la construcción de viviendas.

El diputado Luis Espinoza Villalobos amaneció resfriado ese 8 de marzo de 1969. Sin embargo, a requerimiento del mayor de Carabineros Rolando Rodríguez, dejó la cama; juntos fueron a conversar con la organización de pobladores para darles seguridad que todo el proceso de compra del terreno ocupado se desarrollaba normalmente, de acuerdo a las conversaciones realizadas.

Espinoza ganó la elección el 2 de marzo. A petición de Aniceto Rodríguez, contrató de inmediato a Antonio (Hernán Coloma), como su ayudante en la diputación. Solucionaba con ello un problema de sustento de Antonio, dándole trabajo, que aún se mantenía clandestino, permitiendo perderse de sus captores, trasladándolo desde la capital a Puerto Montt.

Aniceto también mencionó la experiencia de Antonio en el trabajo con pobladores. En la Brigada Universitaria, el centro inicial de su actividad política, trabajaba intensamente con los pobladores sin casa. Los acompañaban desde la toma de terrenos. Se incorporaban a los grupos que protegían del desalojo de Carabineros, alejando el enfrentamiento para que los gases lacrimógenos no alcanzaran las carpas. Luego, participaban en la construcción de sus casas, las tareas básicas de urbanización, la alfabetización, los operativos de salud, dirigida por los de Medicina, Arquitectura, Pedagogía.

Aniceto sugirió que tal vez podría ayudarlo en esa tarea, dado que la base principal de votantes del recién electo diputado, surgía del trabajo con los pobladores sin casa, muy numerosos en la provincia de Llanquihue.

El problema de la vivienda aumentaba por año, generado por el tipo de producción agrícola que ya no alimentaba a las familias que crecían alrededor de los minifundios; tampoco obtenían trabajo por la explotación reducida a las mejores tierras de los inmensos latifundios en cuanto las familias campesinas crecían y crecían.

Golondrinas llamaban a los campesinos desheredados que recorrían los campos en busca de cualquier trabajo circunstancial que les diera para sobrevivir. La falta de trabajo llevó a oleadas de campesinos a procurar trabajo en las ciudades, ocupándose en la construcción, en trabajos de vialidad o en servicio doméstico, en trabajos precarios que servían escasamente para sobrevivir.

El terremoto de 1960 había multiplicado el problema, derribando viviendas que necesitaban demolición y reconstrucción. Las soluciones habitacionales nunca alcanzaban a resolver el problema de las familias que vivían del allegamiento o se instalaban en las casas abandonadas a apunto de derruirse. Tampoco fueron capaces los sucesivos gobiernos, el de Alessandri y Frei Montalva para la reconstrucción de las viviendas, particularmente de los más necesitados.

Espinoza concentró su actividad política en la organización de los sin casa, para procurar soluciones. En el terreno de Pampa Irigoin y uno aledaño, construyeron una población. Luego, durante el año anterior, una ampliación para nuevas familias, que llamaron Manuel Rodríguez.

Altamirano, Corvalán y Allende antes de la elección de 1970

Altamirano, Corvalán y Allende antes de la elección de 1970

A mediados de ese año, el 68,  ante una toma de terrenos de nuevos interesados, el Intendente mandó reprimir, dejando decenas de heridos. La ampliación Manuel Rodríguez dio solución el problema de dos tercios de las familias que tomaran terrenos.

Los que no obtuvieron solución, insistieron, apelando a una cláusula legal que permitía dar uso a un terreno baldío sin ocupación. Sin embargo, el Ministerio no aceptó el argumento legal, declarando ilegal la toma. Pese a ello, llegó a acuerdo con Rociel Irigoin para vender las últimas cuatro hectáreas.

Si bien necesitaba tener justificación para no aceptar el sistema de tomas, buscaba solución para un problema que reconocía urgente, que convenía tanto al privado que vendía como al gobierno que daba solución. Todo estaría bien si no fuera porque los pobladores le asignaban el mérito de la solución a quién los organizara, a Espinoza.

Esa tarde, Irigoin, de regreso de su predio agrícola, observó que nuevas familias de pobladores se instalaban con sus carpas en el terreno. Creyó necesario dejar constancia en Carabineros, sin solicitar acciones, ya que luego se resolvería, de una vez por todas, la venta del terreno así como la construcción de la última población.

Luego de la reunión, Espinoza volvió a casa, tomó té con limón con unos mejorales, haciendo cama en espera de una celebración de sus partidarios en la ampliación Manuel Rodríguez, mientras su esposa le preparaba una limonada caliente. Descansó, calmado ya sus temores que la instalación de los sin casa en el terreno pudiera terminar mal. El mayor Rodríguez había dado fe que la situación se resolvería pronto, porque ya estaban de acuerdo todos los actores.

Estaba inquieto, no sólo por la política represiva que exhibiera el gobierno ante las tomas de terreno en todo el país, sino por la inquina que le guardaba el intendente subrogante, por una denuncia que hiciera a un familiar. Sabía que a éste lo molestaba que el cierre del proceso de vivienda se viera como un triunfo propio, dando término a un proceso que él mismo organizara, solucionando un problema de larga data en la provincia. El subrogante era un hombre vengativo.

Por prevención, encargó a Antonio que viajara a Santiago para pedir respaldo a su organización, informándoles que la situación era delicada.

Oscureció temprano, porque el sol no lograba traspasar la densa capa de nubes que cubría la ciudad. El calor de la cocina a leña, que calentaba el espacio alrededor de la sala principal, la de cocina, condensaba la humedad en el alto de las paredes que, al enfriarse, destilaban gotas en los muros de madera. Hizo un esfuerzo para levantarse y acudir a la celebración de su reciente triunfo. La ampliación estaba rodeada de barro, porque pese a que aún no cerraba el verano, los últimos días había caído una llovizna fina que empapaba todo el entorno. No era el mejor ambiente para curarse un resfrío.

Antes de medianoche, al volver de la celebración, fue arrestado por la Policía de Investigaciones, acusado de infringir la ley de seguridad del Estado por impulsar una toma ilegal. El subsecretario de Interior, Achurra Larraín, a solicitud del Intendente subrogante, dictó el Estado de Emergencia, la orden de detención del diputado Espinoza unida al desalojo del terreno. Según informó, en consulta con el Ministro Pérez Zujovic, que descansaba en su casa de recreo en Algarrobo.

El diputado Espinoza, fue trasladado por Investigaciones a Valdivia, para dejarlo en manos de la Corte de Apelaciones, que decidiría la legalidad o ilegalidad de la detención. En el trayecto, hubo una disputa entre Carabineros e Investigaciones en dos ocasiones, porque Carabineros reclamaba su derecho a detenerlo. Investigaciones no cedió, temiendo por la suerte del diputado.

Entretanto, Antonio viajaba en el nocturno a Santiago.

En la madrugada, una tropa de Carabineros reforzada con personal de Osorno y Llanquihue, se instaló en Pampa Irigoin. El teniente coronel Alberto Apablaza, acompañado por el mayor Rodríguez enviaron una avanzada para dar cuenta a los pobladores de la orden de desalojar.

La llovizna mojaba impenitentemente las tiendas. No era fácil conciliar el sueño, en procura de cubrir a los niños del agua y el viento que se colaba por los intersticios de las improvisadas tiendas. La noticia se extendió rápido, desde los primeros informados de la presencia policial, al conjunto de los pobladores.

El horno no estaba para bollos. La constancia sorprendida de la traición, la incredulidad de saber que a esa hora, en esas condiciones debían trasladarse con sus familias a nadie sabía dónde, encendió el ánimo de los pobladores que reprendieron con rabia a los mensajeros, avanzando amenazantes, gritando que no abandonarían el terreno.

En respuesta, un carabinero esgrimió revólver, disparando al aire. El disparo alertó tanto a la tropa como también a los pobladores de la ampliación Manuel Rodríguez que salieron de sus casas a impedir la represión de las familias que fueran rechazadas en la construcción de la ampliación, sus compañeros en esa toma.

Carabineros abrió fuego. Con los fusiles ametralladoras, las pistolas Colt, las escopetas lanzagases. Una granada entró en una de las frágiles tiendas, invadiendo el ambiente de gas, matando por asfixia a una cría de tres meses. El ataque dejó 11 pobladores muertos, 56 heridos y 18 carabineros lesionados, según el reporte del gobierno.

Ningún carabinero herido a bala, lo que desmentía las inmediatas declaraciones del Intendente subrogante con el Subsecretario Achurra Larraín culpando a los pobladores de actuar organizados, atacando a Carabineros con armas de fuego por instigación del diputado Espinoza, a esa hora detenido en Valdivia. Una invención necesaria, porque las supuestas armas de fuego, justificaban la legítima defensa de Carabineros.

La declaración intentaba negar la causa de la represión, afirmando que “no se trataba de un problema habitacional agudo, sino del resultado lamentable de intereses políticos irresponsables”.

En la mañana, la Corte de Apelaciones de Valdivia, dejó libre de cargos al diputado Espinoza. Llegando a la Estación Central, Antonio se enteró de la masacre que alcanzó a aparecer en los diarios matutinos.

Esa tarde volvió a Puerto Montt, acompañando al subsecretario del partido, Adonis Sepúlveda. El funeral fue multitudinario. Nadie en Puerto Montt se tragó la declaración del gobierno. El ataúd del bebé, fue llevado en andas por niños. El cortejo salió de Pampa Irigoin y recorrió a pie hasta el cementerio, sumando gente, que llenaba las veredas. Al pasar del cortejo se incorporaban, generando una fila interminable. El cielo estaba cubierto de nubes, una llovizna implacable en su persistencia mojaba el duelo de los puertomontinos que paralizaron la ciudad para vivir el dolor de la tragedia que enlutó la ciudad.

Espinoza acompañó el funeral, junto al Presidente del Senado, Salvador Allende, la senadora Julieta Campusano, el subsecretario del Partido Socialista, Adonis Sepúlveda, el presidente de la Central única de Trabajadores, Luis Figueroa. Antonio se ubicó más atrás, entre la multitud de dolientes. Los miles de ciudadanos que acompañaron el cortejo pasaron por la Plaza de Armas, la Intendencia para dirigirse finalmente al Cementerio General.

Un hilo de tristeza y también de rabia recorrió el espinazo de Chile.  Se cumplían tres años de la matanza del mineral El Salvador, el 14 de marzo de 1966.

Montañas de Chaihuin. El alerce

Trepó por la escala de coligues a lo alto de la improvisada jaula construida en el alerce más alto del bosque como mirador para observar cualquier movimiento extraño. Era el lugar que más le gustaba del campamento. Desde allí en los días despejados, paseaba la vista por encima de las copas de los árboles hasta el mar, Desde la altura, se escuchaba hasta el último murmullo provocado por los animales del bosque.

Del morral que cargaba en la espalda, extrajo el libro que leería esa mañana. Era gracioso que las reglas del campamento prohibían leer en la guardia. Desde la altura se dominaba todo lo que ocurriera. Nada extraño escapaba a la vista o a la escucha. Así que Antonio se sometía al castigo que ordenaba doble guardia, porque en una no alcanzaba a terminar el libro empezado.

En esa ocasión leía “La soledad del corredor de fondo”. En Santiago, en el último período de clandestinidad, antes de que le encargaran la tarea de buscar y preparar las condiciones del campamento en la cordillera de la costa de Valdivia, había encontrado a María Luisa, su amiga de la infancia. No tenía donde refugiarse. Ella le ofreció su casa. Juntos vieron la recreación de la novela en filme.

María Luisa le proponía descansos en el cine. Buscaba las mejores salas de oriente, lo esperaba con las entradas compradas para entrar rápidamente, con aire despreocupado, como cualquier pareja. A veces, en el radio que colgaban de la rama de un árbol en los ejercicios matutinos previos a la instrucción, escuchaba “Gotas de lluvia” del film “Butch Cassidy and the Sundance Kid”. La música acarreaba el recuerdo de ella, junto a esos momentos en que vivía la ilusión de una pacífica y amorosa cotidianeidad.

Lo habían despojado de autoridad en la dirección del grupo, luego que viajara a Santiago a comienzos de enero a informarle a Rolando que el pequeño equipo de informaciones que formara para estar al tanto de lo que ocurría en las inmediaciones, le comunicara que la presencia clandestina en el bosque valdiviano ya no era tal.

Era conocida por las autoridades, por los lugareños, por los camioneros que acarreaban la madera producida en el aserradero kilómetros más arriba; que todo el mundo estaba enterado de la presencia extraña de un grupo que cargaba armas, practicando el uso de explosivos en la ladera del bosque.

El bosque sureño en esos lugares, más que bosque, era una selva, húmeda, fría, de lluvia casi permanente en el año. Avanzado el verano, había días de descanso sin lluvias, con sol mañanero que entibiaba el lugar por algunas horas. Pero, no era suficiente su calor para secar el suelo del que subía un vaho de humedad cuando lograba penetrar con constancia entre las nubes rápidas. Nunca alcanzaba a secar el sendero barroso por donde bajaban al curso de agua que corría por el bajo de la ladera atrás del campamento.

En las últimas semanas se estaba acabando la harina con que cocían panes de harina y sal. De los sacos que acarrearan con porotos y lentejas, solo quedaban lentejas. También había desaparecido la sal. En una última incursión, habían ingresado sigilosamente al lugar donde los campesinos dejaban las piedras de sal para que lengüetearan las vacas, acarreando con dos que dividieron en pedazos.

Sabían que cada pequeño robo como ese era altamente inconveniente, porque cualquier cosa que desapareciera, por insignificante que fuera, levantaba inmediatamente la sospecha de la presencia ajena al lugar en los últimos meses.

Ya alcanzaban un mes en que comían lentejas hervidas sin sal ni aderezos. Quedaba un pequeño núcleo de resistentes; cada día que pasaba era más claro que ese campamento se había transformado en una aventura sin destino. En el grupo habían aparecido las diarreas.

El instructor militar había desaparecido de un día para otro incumpliendo así una de las últimas exigencias de Antonio para volver al campamento en la conversación de enero, cuando Rolando le había prometido revisar la situación: él abandonaba el campamento siempre antes del Tapilla, el sobrenombre que ocuparan para el oficial de Fuerzas Especiales que oficiara de instructor en tiro, manejo de explosivos, seguridad y defensa personal. Antonio suponía que era un infiltrado del Ejército.

Desde el principio desconfió de su presencia. No había capacidad de inteligencia para detectar a sujetos como ese. Además, había surgido del grupo que dieran de baja en las Fuerzas Especiales de Colina; no lo habían reclutado ni conocían previamente sus antecedentes.

El oficial retirado había contactado a Rolando, manifestando su proximidad ideológica, su disposición a ofrecer sus conocimientos de especialidad. Éste lo había aprobado, según dijo porque necesitaban profundizar en sus conocimientos militares. Él tenía una formación  que ellos necesitaban. Imposible más fácil.

Gradualmente el objetivo primario propuesto para ese campamento se había reorientado en una perspectiva distinta que Antonio no alcanzaba entender. La idea de encontrar un refugio colectivo, lejos de cualquier poblado, surgió porque el número de militantes clandestinos había aumentado, no existiendo capacidad para darles protección.

El lugar cumpliría un doble propósito. Además de dar tiempo a la organización para generar condiciones para protegerlos, aprenderían   a conocer principios de seguridad para defenderse de sus perseguidores. En el contacto diario, podrían reforzar su confianza política, ampliando sus horizontes a los problemas del país. Existían dos propuestas desde la organización en Valdivia. Una en la cordillera de la costa, otra en el Andes.

No obstante, el entrenamiento era cada vez más sesgado en lo militar. Se imponía un mando vertical, desapareciendo el acuerdo de decisiones aceptadas por el conjunto.

No sabía que pensar de la seguidilla de desaciertos que caracterizaran la dirección de Rolando del grupo. En el período en la Cárcel habían desarrollado una amistad muy sincera, reforzada con el paso del tiempo. Su cercanía con Rolando se fue afirmando cada vez más por la afectividad que derrochaba éste en el contacto personal.

Parecía un tipo honesto, soñador, alguien a quién las circunstancias habían situado en un lugar que nunca ambicionó, un poder que parecía delegado por sus iguales para cumplir una tarea noble. Amaba la poesía y escribía poemas, que en las largas jornadas en prisión, compartía con Antonio, una señal de intimidad que no participaba al conjunto.

Junto a él, Gerardo compartía estrechamente la dirección del grupo, sin necesidad de ser electo. Ambos se completaban, actuando como uno. Rolando, era el líder natural por su origen campesino, su trato humano, dotado de un carisma que armonizaba con la idea que diera origen al grupo; la política de defensa debía basarse en un alto respaldo de masas, situando siempre los intereses del mundo que representaban por encima de cualquier consideración.

La figura de Rolando coincidía con ese perfil. Su historia personal lo confirmaba. Se rumoreaba que había recibido preparación militar en Cuba, con instructores que trabajaran con el Che y Fidel en Sierra Maestra.

Gerardo, era un personaje proveniente de clase media alta en el extremo sur del país, en Magallanes, con educación universitaria incompleta en economía, pero con trabajos profesionales que le permitían un buen vivir. Acotaba a la dupla un conocimiento académico, más las relaciones obtenidas en círculos profesionales de alto nivel de organizaciones internacionales orientadas a la investigación social.

Al regresar de la Villa, Antonio sintió que algo había cambiado en Rolando. Se notaba más empoderado del pequeño poder que le otorgaba su liderazgo No en su trato, que continuaba siendo amable, sino en su exterior, en la calidad de sus vestimentas, en el lugar donde pasaba su clandestinidad en el barrio oriente de Santiago, en un departamento cómodo, casi lujoso, muy distinto a las casas que frecuentaban antes de la clandestinidad.

El departamento era amplio. Rolando ocupaba una suite, con dos habitaciones y un baño personal bien equipado. El amoblado era moderno, de buen gusto. En la segunda habitación, realizaba sus reuniones. Estaba equipada con dos sofás, dos sillones, una alfombra y mesa de centro completada con un escritorio de madera fina y estante para libros y documentos.

Era una tarea secreta rodeada de un delicado perfume de heroísmo que ganaba prestigio, particularmente entre los jóvenes. En cuanto más impopular se convertía el gobierno, más populares se hacían aquellos que simbolizaban la resistencia a la injusticia. Rolando era una de las figuras que se agrandaban como uno de los líderes posibles que representaban esa emoción.  En las demás salas se agrupaban los militantes que llegaban de diversos lugares del país o aquellos que pasaban a la clandestinidad.

Había tres salas con literas, que daban a una gran sala alfombrada que tenía al costado una gran mesa de comedor, vecina a una cocina amplia con batería completa.

El acceso a él seguía un protocolo. Normalmente era Gerardo el que anunciaba: “Rolando te espera”. Sólo Gerardo tenía abierto el acceso a cualquier hora. Aunque no siempre participaba en las reuniones con los militantes. Rolando se guardaba el privilegio del contacto personal que confirmaba la lealtad.

A Antonio lo aceptaron en ese refugio luego de dos ocasiones en que logró huir de la policía, inmediatamente que debiera abandonar un último por inseguro y acudiera a Moncho. Desde un principio se sintió extrañado por el cambio de entorno social que rodeaba a la organización, por el tipo de gente que llegaba a reunirse con Rolando, siempre sigilosos, algo huidizos, vestidos con ropas caras. Entre ellos, una mujer cincuentona, rubia, con acento extranjero.

Como a la tercera visita, vino acompañada por otra mujer, una gringa joven, rubia, de ojos azules, curvilínea, de dentadura excesiva y poderosa, que atrajo de inmediato la atención del grupo. Gerardo informó que era una compañera que se integraría al trabajo campesino.

Antonio se sorprendió cuando supo que la extranjera cincuentona pagaba el departamento, su mantención, los gastos de Rolando, del grupo. Era socióloga, estadounidense. Trabajaba en uno de los organismos internacionales que asesoraban el cumplimiento de la Reforma Agraria.

A Antonio y Moncho  les preocupó esta presencia en una organización investigada por la policía que llamaba también la atención de la inteligencia americana. La segunda mujer se presentó como religiosa observante, pero no actuaba como tal. Investigándola descubrieron su verdadera identidad, su relación estrecha con la Embajada estadounidense.  En reunión con Rolando y Gerardo, les mostraron una foto del pasaporte que demostraba su falsa identidad. Luego de una acalorada discusión accedieron a alejar al personaje del grupo.

Semanas después, se enteraron que Rolando la envió a trabajar junto a una de las organizaciones campesinas más fuertes de la organización en el Maule. El hecho generó una áspera relación que se vio interrumpida por la detección por parte de la policía de una casa que compartía con Renato. Esta vez buscó usar sus propios contactos. María Luisa le ofreció protección.

Santiago no era tan amable con los perseguidos como la villa. Desde que inició su vida clandestina en Santiago, no pasó más de un mes seguro en algún lugar, obligado a mudarse constantemente.

En la soledad del árbol, repasaba los acontecimientos vividos el último período, desde la salida de la villa. De regreso a Santiago, se integró de inmediato a una reunión donde le informaron formalmente que en el curso del año de ausencia se habían visto obligados a reemplazarlos en la dirección, a él y a Pedro, por dos abogados que le presentaron de inmediato, un hombre y una mujer.

Eran una pareja. Él más bien pequeño y calvo, de hablar contenido, pero tajante; ella, de rostro gracioso aunque algo prolongado en el mentón, extremamente delgada con un físico nervioso, apurado, como su discurso, ansioso y asertivo. Su hablar revelaba que no dejaba espacio a ninguna duda.

Al viajar a la capital a informar de las revelaciones de su grupo de informaciones, Rolando lo recibió como siempre, haciéndole saber que estaba informado hasta el detalle de las contingencias del campamento, destacando hechos graciosos, generando risas , reviviendo la complicidad de antaño.

Sin embargo, al enterarse del motivo del viaje, guardó largo silencio, repentinamente serio, hasta hosco, para concluir con alguna brusquedad la reunión ordenándole que volviera al campamento, esperando la orden para abandonarlo luego que analizaran los hechos en la dirección y decidieran qué hacer.

Antonio aceptó volver, poniendo como única condición que llegado el momento de abandonar el campamento, saldría siempre antes que el instructor.

Regresó. Al llegar, pidió guardia en el alerce. No dudaba que se habían producido cambios profundos en la organización que lo reclutara pero no alcanzaba a comprender qué.

Durante el verano caían chubascos repentinos, pero como llegaban se iban. Comenzado marzo, la lluvia volvió insistente, casi sin descanso. Cuando se abría el cielo, cada vez con mayor frecuencia lo surcaban avionetas que sobrevolaban el campamento.

Ya no cabía duda. Antonio y gradualmente los demás, confirmaron que estaban detectados.

Las lentejas se acababan, el entrenamiento había terminado, los jefes del grupo se habían ausentado. Junto a ellos Renato. Sabían que tarde o temprano caería el Ejército sobre el campamento. Una mañana despareció el instructor militar. Sin avisar, huyó de noche. Antonio anotó que una vez más Rolando no había cumplido. La guardia en el alerce pasó a prolongarse las veinticuatro horas, pese a que habían dejado trampas de ruido con estopines en todo el acceso al campamento

Por Saruman