Con cierta alarma reaccionaron algunos medios e “influencers” nacionales ante la reciente publicación del “Libro Blanco de la Defensa” de Argentina. En ese documento se reproduce cartografía que, a partir de definiciones geopolíticas ya conocidas, bajo la soberanía de dicho país se incluye parte de la Antártica Chilena y, también, una “medialuna” de territorio submarino al sur y al sureste del cabo de Hornos (Paso Drake).
Al margen que lo último importa una reinterpretación argentina del Tratado de Paz y Amistad de 1984 -hoy tema de la Comisión de Conciliación de ese mismo instrumento-, sobre el asunto preocupan tres aspectos directamente vinculados al interés permanente de la República. A saber:
La “sorpresa”
En los hechos, los mapas de la “Argentina bicontinental” -con su 1.800.000 kms2 de plataforma continental más allá de las 200 millas-, son desde abril de 2009 conocidos por la comunidad internacional.
Conforme con su entender del derecho Internacional del Mar, en un solo dibujo geopolítico, hace 14 años Argentina reclamó los archipiélagos británicos del Atlántico Sur junto con la mencionada “medialuna”, y una sección sustantiva de nuestra Antártica (no menos de 1,2 millón de kms2 chilenos).
No obstante que desde el inicio el reclamo territorial argentino fue difundido urbi et orbi, sin ninguna observación conocida, en octubre del mismo año la expresidenta Michelle Bachelet firmó con su homóloga Cristina Fernández de Kirchner -coautora del “Libro Blanco” en comentario- el denominado “Tratado de Maipú”.
Seguidamente, durante la administración de Mauricio Macri -entendemos, “cercano” al ex presidente Sebastian Piñera-, el Congreso Argentino comenzó el análisis de una ley que sanciona los límites de sus pretensiones de plataforma continental extendida, con espacios chilenos incluidos.
Esta norma fue aprobada en enero de 2020, al inicio de la administración de Alberto Fernández. Ese año Chile rechazó esa pretensión y, enseguida, actualizó la proyección de su plataforma continental austral al sur del cabo de Hornos.
Considerando lo anterior ¿Cuál es la sorpresa?
Improvisando y marginando a los operadores privados
Un segundo aspecto se vincula a la falta de profundidad del análisis chileno, en esta oportunidad ilustrado por las declaraciones del recientemente designado embajador de Chile en Argentina, José Antonio Viera-Gallo.
Transversalmente considerado un “político de fuste”, el señor Viera-Gallo se ha equivocado rotundamente al considerar que la superposición sobre territorio nacional de las citadas pretensiones geopolíticas argentinas constituye un conflicto de “aspiraciones”.
Como seguramente le habrían corregido el presidente Pedro Aguirre Cerda y el presidente Salvador Allende, en esas regiones Chile no tiene aspiraciones: tiene derechos. La Cancillería de Clodomiro Almeyda se habría declarado consternada.
A diferencia de las claras y precisas definiciones geoestratégicas del nuevo “Libro de la Defensa” argentino, el error jurídico, político y geopolítico en el que incurre el nuevo embajador, ilustra la gravedad que resulta de la ausencia de conciencia geográfica y geopolítica que afecta nuestra comprensión del nuevo escenario en la zona austral y la Antártica.
Este hándicap alcanza niveles alarmantes entre funcionarios públicos y líderes de opinión, incluida nuestra clase política.
A diferencia nuestra, Argentina comprende que la Antártica y el Mar Austral, con sus incalculables recursos naturales vivos y no vivos, son objeto de la ambición de las grandes potencias.
Este fenómeno está teniendo lugar en lo que dicho “Libro Blanco” correctamente califica de “fin de ciclo”. En ese marco, los equilibrios geopolíticos y geoeconómicos post Guerra Fría aún están en construcción.
Por ese motivo, mientras que para Argentina la “causa de Malvinas” (con su obvia proyección geo-legal hacia la Antártica Chilena) y su interés en “reinterpretar” el Tratado de Paz y Amistad (postulando un “cogobierno del Paso Drake”), son expresiones de “políticas nacionales” (en sentido material y tangible), para Chile se trata de “asuntos interpretables” al amparo de una “política turquesa”.
En este último contexto, los asuntos limítrofes son “problemas de laboratorio”.
En ese mismo ámbito, nuestros derechos soberanos terminan relativizados entre, por una parte, cierto ideologismo buenista que -como los “héroes Marvel”- aspira a “salvar al planeta” y, por otra, el afán de “internacionalizar” nuestra tradición austral y antártica (sobre la que se sostienen nuestros derechos soberanos que, la ley establece, los organismos del Estado deben resguardar y fortalecer).
Se trata de una “actitud” hacia la soberanía antártica del país que, todo indica, durante los últimos cinco gobiernos terminó por enquistarse en la estructura del Estado.
Es esa “actitud” la que explica, por ejemplo, la marginación de los operadores privados (pesca, logística y turismo) de los Comités Nacionales Antárticos establecidos en el Estatuto Antártico (2021). No obstante que, tanto esa ley como la Política Antártica Nacional, formalmente reconocen la importancia de esas actividades (para el fortalecimiento de nuestros derechos marítimos y polares), un Decreto de la Cancillería (preparado por la anterior Canciller), simplemente prescinde del aporte de nuestras empresas. Increíble.
Lo anterior a pesar que nuestras actividades antárticas son legítimas, están reguladas por nuestro ordenamiento jurídico y, también, normadas por una estricta legislación internacional. En los hechos -a través de sus privados- la República ocupa sus espacios polares y, de buena fe, contribuye a la sustancia las actividades del Sistema del Tratado Antártico.
No solo eso. Las actividades privadas aportan enormes volúmenes de información biogeográfica y factual que, en la realidad (no en la abstracción administrativa), contribuyen a la sustancia del diseño e implementación de políticas públicas. Por ejemplo, a aquellas políticas que deben garantizar la conservación de especies de mamíferos y aves marinas, para cuyo éxito los datos e información proporcionada por nuestros pescadores resulta de importancia práctica y real.
El “wishfull thinking” como método
Mientras el “Libro de la Defensa” argentino propone una visión estratégica para asumir que, al sur del estrecho de Magallanes se haya la mayor riqueza de las futuras generaciones, carente de un concepto equivalente nuestra agenda austral permanece estancada en la comodidad del “relato turquesa”.
Todo sea por “una bajada de título” y – en vista de que “una imagen vale mil palabras”- una “photo opportunity”.
Este método permite “habitar” responsabilidades ejercitando lo que los anglosajones llaman “wishfull thinking”, es decir, ex profeso “creer” que “los sueños se convierten en realidad”. Nuestro maestro de filosofía de la historia en la Universidad de Chile -el Profesor Julius Kakarieka- nos habría severamente reprendido por intentar confundir “el ser” con el “querer ser”, pretendiendo, enseguida, convertir a este último en el “deber ser”. La realidad es mucho más compleja.
Resulta inevitable coincidir con el análisis argentino respecto de que vivimos un “fin de ciclo”. Asociado a este fenómeno (o proceso) se nos presentan desafíos inéditos y, también, oportunidades que debemos mensurar. Para sortear ambas con éxito no solo es necesaria más reflexión, sino que es imprescindible un cambio de paradigma: “los porfiados hechos” exigen que nuestras políticas públicas, especialmente nuestra política exterior, terminen de “asumir” la importancia de la geografía (“el territorio y sus recursos”).
Las equivocadas expresiones de nuestro embajador en Argentina hacen patente que nuestra política exterior debe terminar de “asumir” que, parafraseando a Benjamín Subercaseaux, Chile es “una rica geografía” por muchos apetecida. Nuestros territorios antárticos y subantárticos son enormes reservorios de recursos, cuya custodia -para la prosperidad de “las futuras generaciones” de chilenos- hoy corresponde a nosotros.