Jad el Khannoussi
Las solicitudes de Suecia y Finlandia para formar parte de la Alianza Atlántica están generando una gran controversia y división. El debate no sólo se refleja en los medios de comunicación. La polémica afecta, sobre todo, al interior de la OTAN, en un contexto geopolítico marcado por la escalada de tensiones con Moscú, y sobre todo, por el episodio de guerra en Ucrania.
El ingreso de los dos países nórdicos, si llegara a producirse, incrementaría notablemente las dimensiones de la geografía política europea. En tal caso, la frontera entre Rusia y la OTAN se extendería de los actuales 708 kilómetros hasta los 1.300, y Finlandia pasaría a ser el sexto país de la Alianza Atlántica en compartir frontera con Rusia. Por ese motivo, Moscú manifiesta su creciente grado de disconformidad. En definitiva, estamos asistiendo a un acontecimiento de gran envergadura histórica, cuyas consecuencias pueden marcar un antes y un después en el escenario político internacional. Los dos países escandinavos llevan décadas observando una estricta política de neutralidad, pero los cambios acaecidos por la contienda en Ucrania les han generado ciertas dudas. Al menos, así lo muestran sus dirigentes, caso de la primera ministra finesa, Sanna Marin: “ya no podemos confiar en un futuro pacífico con Moscú, por eso emprendimos la decisión de unirnos a la OTAN”. Y lo mismo podemos afirmar respecto a Suecia, pues desde el año 1834 sigue una precisa línea de neutralidad, precisamente, tras once confrontaciones bélicas contra Rusia a lo largo de la historia.
Lo cierto es que la solicitud de ingreso en la Alianza Atlántica sorprendió a todos, si bien, goza del visto bueno de la mayoría de sus Estados miembros. Un fiel reflejo serían las palabras del presidente norteamericano Joe Biden, subrayando que los dos países aspirantes cumplen los requisitos para ser socios. Ahora bien, no todos los integrantes del bloque militar atlántico están plenamente de acuerdo. Por ejemplo, Croacia. Y especialmente, Turquía, que desde el primer momento mostró un gran recelo ante los nuevos ingresos. El propio presidente Erdogan lo ha dejado muy claro en más de una ocasión: que no van a cometer el mismo error de épocas pasadas, especialmente, el caso de la adhesión de Grecia. El eje principal del problema se sitúa en Ankara, pues si los dos países escandinavos ingresan en la Alianza, la operación ha de realizarse contando con la aprobación de todos sus miembros, lo cual resulta muy complicado en este momento. Por tanto, surge una pregunta: ¿cuáles son los motivos de la decisión turca?
Para intentar responderla, habría que analizar las relaciones exteriores y remontarse a un tiempo atrás. Durante los últimos años, tanto otomanos como escandinavos no han dejado de criticarse, en un grado de tensión cada vez mayor. Los dirigentes turcos, no cesan de acusarles por su supuesto apoyo a grupos terroristas. Y, además, por convertir a los países escandinavos en casas de acogida, en referencia a los miembros del PKK (Partido de los Trabajadores Kurdos), y del movimiento religioso Hizmet, liderado por el clérigo Fethullah Gulan. En más de una ocasión, el gobierno turco ha insistido que posee pruebas suficientes para refutar estas acusaciones. Por su parte, los dos países nórdicos, además de criticar la falta de derechos humanos en el país anatoliano, impusieron fuertes sanciones sobre la industria militar de defensa turca, a causa de su ofensiva bélica en el norte de Siria (2019). Por ello, cuando el pasado 15 de mayo ambos países presentaron sus candidaturas, rápidamente, los turcos amenazaron con su veto. Cabe recordar, que, para formar parte de la OTAN, existen una serie de condiciones, y una de ellas es el consenso de todos sus miembros. Por consiguiente, el veto de un solo miembro pueda impedir la adhesión de un país candidato. En este sentido, el panorama actual pone a prueba la solidez de la Alianza Atlántica. Ankara se mantiene firme en su decisión, a menos que se lleguen a una serie de acuerdos que garanticen sus objetivos. Turquía es consciente de que se le presenta una gran oportunidad para poder obtener ventajas. Sobre todo, ciertos derechos de una Alianza que siempre lo ha considerado un país ajeno al bloque occidental, a pesar del rol importante que ha ejercido durante décadas, especialmente en la época de la Guerra Fría, y las funciones que puede desempeñar en el futuro. Con su veto, Turquía trata de desquitarse del abandono que sufre por parte de la OTAN. Ejemplos recientes serían su crisis con Rusia a raíz del derribo del avión militar (2015) o la implicación de varias fuerzas extranjeras en el intento del golpe de Estado fallido contra Erdogan (2016).
Ankara ha dejado muy claro las medidas que deben producirse para cambiar su postura de rechazo a las candidaturas nórdicas: 1) Que Occidente deje de apoyar a grupos violentos (Partido de los Trabajadores Kurdos) e incluirlos en la lista de organizaciones terroristas, con otros grupos como Hizmet. 2) Que le sean entregados algunos de sus miembros perseguidos por el gobierno turco (veintiocho en Suecia y doce en Finlandia) y potenciar la lucha global contra el terrorismo. 3) Levantar las sanciones que pesan sobre la industria militar turca e incluirla en el programa de la fabricación del avión F-35 (precisamente, la expulsión de Turquía de este programa fue clave en su compra del sistema antimisil S-400 ruso). 4) Dejar el camino libre para que el ejército turco pueda acabar con los movimientos terroristas kurdos. Y por último, resolver la cuestión del banco central turco. Puntos muy belicosos de los que el gabinete de Erdogan aspira obtener la mayor ventaja posible, en una coyuntura política que, al parecer, le resulta muy favorable. El objetivo turco es lograr determinados acuerdos, no sólo con los dos países nórdicos, sino sobre todo con Washington, el que realmente detenta el poder en la OTAN. Por ello, no sorprende que ambos ministros, de Suecia y Finlandia, antes de aterrizar en Turquía, visitaran la Casa Blanca. Luego, el encuentro en Ankara no dio los resultados esperados, al menos, hasta el momento. Alcanzar un acuerdo no se presenta sencillo, pues las exigencias turcas son difíciles de admitir, en un contexto de creciente desconfianza entre Washington y Ankara. Por ejemplo, acabar con el PKK, uno de los brazos armados de Estados Unidos en Siria, requiere un cambio total en su estrategia que, de momento, la Casa Blanca no parece dispuesta a iniciar.
Una posible solución sería intentar convencer a Ankara mediante vagas promesas, como viene siendo norma habitual, a pesar de que los movimientos turcos están importunando a más de una capital europea, e incluso el propio presidente Erodgan es declarado persona non grata. Crecen las voces que exigen su exclusión de la Alianza Atlántica, cuyo último ejemplo es el senador norteamericano Lindsay Graham. No es la primera vez que convergen tantas voces que exigen su exclusión de la alianza atlántica. Sus primeros síntomas se remontan a la caída del Muro de Berlín, aunque su punto álgido fue en el año 2019, cuando el ejército turco inició su aventura militar en el norte de Siria. Con tantos inconvenientes, una pregunta resulta imperativa: ¿es posible excluir a Turquía de la OTAN? Si atendemos a su ubicación geográfica, podemos adivinar que estamos ante una especie de bisagra entre Oriente y Occidente. El hecho de situarse entre el sur de Rusia y el norte de Oriente Medio, permite al país anatoliano ejercer de muralla hacia el Este de Europa. Además, si la Alianza Atlántica persigue intensificar su lucha contra Moscú, la labor turca resulta fundamental. No olvidemos que Ankara está involucrada con Rusia en más de un punto beligerante del planeta: Siria, Libia, Sahel africano, etc., etc. Por descontado, para Ankara hay múltiples alternativas, tanto las referidas a Rusia como a China. Y para los dirigentes occidentales se presenta un gran desafío: tratar de convencer al gobierno turco. Las preocupaciones irán en aumento, ante los cambios estratégicos que sufre el viejo continente a raíz de la guerra en Ucrania y sus crecientes necesidades, que harán cada vez más urgente incluir a los dos países nórdicos en la alianza militar. Pero el objetivo real va mucho más lejos. Nos estamos refiriendo al Ártico, uno de los puntos clave en el conflicto de Ucrania.
En los años previos a la pandemia, el polo Norte se convirtió en uno de los nuevos espacios de la lucha entre la Alianza Atlántica y Rusia. Hasta tal extremo, que el grado de confrontación está aumentando hasta alcanzar niveles de alto riesgo, el de una posible guerra entre los países que lo circundan. Evidentemente, motivos no faltan: enormes reservas energéticas bajo sus aguas, un entorno global marcado por su escasez (es lo que sostienen a diario los medios de comunicación), o la adquisición de una soberanía que permita ventajas estratégicas. Además, desde hace tiempo, se rumorea sobre la posible aparición de nuevas rutas marítimas en esa zona, siendo la más importante un corredor que fuera al norte y al oeste, una ruta que permitiría unir Asia con Europa. Otro motivo que intensificaría todavía más la lucha entre Rusia y la Alianza Atlántica. Ambos bandos son conscientes de la importancia que supone apropiarse de las riquezas polares y su enorme influencia estratégica. En este sentido, Estados Unidos y Canadá ya han mostrado su interés por crear bases militares en la región ártica, a fin de fijar allí una presencia permanente. La petición de Trump de comprar Groenlandia a Dinamarca se inscribe en esta hoja de ruta. Desde el pasado octubre, es decir, meses antes del estallido de la guerra en Ucrania, la OTAN aprobó una serie de maniobras militares, calificadas con el nombre de “Respuesta en Frío”. Se realizaron entre marzo y abril, con la participación de treinta mil militares de veintisiete países miembros de la Alianza. Por su parte, Rusia fortaleció su presencia en tierras gélidas con todo su arsenal submarino y buques especializados en hielo, e incluso (el año pasado) realizó a su vez una serie de maniobras militares. Factores, todos ellos, que no hay que ignorarlos, si nos proponemos analizar a fondo la solicitud de Suecia y Finlandia para formar parte de la OTAN.
En resumen, el gobierno turco ha puesto muy alto su listón de reclamaciones, y su falta de resultados tendrá consecuencias en el interior de su país, un entorno social donde una gran mayoría se muestra muy descontenta por la actitud norteamericana. Es probable que se lleven a cabo reuniones diplomáticas a puerta cerrada, y se alcancen tímidos acuerdos, pero no se contemplará ninguna ventaja estratégica, ni tampoco atender las reclamaciones turcas, a pesar de las palabras del secretario general de la OTAN, Jens Stoltenberg: “hay que tomar en cuenta las preocupaciones de Ankara”. Por tanto, es posible que la inclusión de los dos países nórdicos se vaya a prolongar en el tiempo. Una situación que supondrá un elemento favorable a las relaciones entre Ankara y Moscú. Turquía se muestra cautelosa en exceso ante cualquier paso iniciado por la OTAN, consciente de que camina por un terreno sembrado de minas. Su expulsión de la alianza militar significaría, por encima de todo, un mensaje negativo dirigido al pueblo turco, con el horizonte de unas elecciones decisivas el próximo año. Una estrategia recurrente que se activa en cada proceso electoral, cuyo principal objetivo es alimentar el miedo en el votante turco. Lo decisivo es que en la organización atlántica no existe una norma interna que permita expulsar a uno de sus miembros. Turquía lo sabe, y también que goza de una situación geográfica privilegiada, que intenta aprovechar para hacer realidad sus proyectos estratégicos. La última, su ofensiva militar en el norte de Siria, tras un largo tiempo aplazada a causa de las sanciones norteamericanas. El objetivo turco es asentar alrededor de 1,5 millón de refugiados sirios en el norte del Siria, ante la más que posible retirada rusa de esa región, que ejerce como línea de separación entre su frontera y los movimientos kurdos. Los rusos ya se mostraron condescendientes ante la decisión turca, altamente preocupante por el posible asentamiento norteamericano-iraní, que supondría un cerco a su frontera del sur.
En fin, si Turquía consigue culminar con éxito dicha ofensiva, significará un gran logro para su seguridad nacional. Lo cierto es que la empresa no resultará fácil, debido a las fuertes presiones a que será sometida, en especial, por parte Washington. No sabemos si la estrategia norteamericana incluirá varios intentos de desestabilizar al país otomano desde el interior. En este sentido, los últimos y polémicos movimientos de su embajador en Turquía, Jeff Flack, al parecer, han generado más de un punto de interrogación. El malestar respecto a Erdogan crece cada día más en las capitales del mundo occidental, y quién sabe, si dedicarán sus esfuerzos en derrocarlo en las próximas elecciones. Otra manera de hacerlo se presenta muy complicada, tal como quedó demostrada en el último golpe de Estado fallido. Por ello, es posible que se arme todavía más a los combatientes del PKK, o incluso, ir más allá, y militarizar el Mar Egeo y, por consiguiente, abonar el terreno para un posible conflicto con Grecia. En conclusión, la gran pregunta, que gana cada vez más terreno es: ¿hasta cuándo durará el veto turco, con la presión a la que va a estar sometido el país otomano?