El inmediato antecedente de la ONU es la Sociedad de Naciones, un organismo supranacional creado en 1919 por los vencedores de la I Guerra Mundial en el Tratado de Versalles. Podemos encontrar a los promotores de este nuevo organismo internacional en el Congreso Masónico de las Naciones Aliadas y Neutrales celebrado en París, del 28 al 30 de junio de 1917, que abogaba por “crear una autoridad supranacional que tenga como fin, no suprimir las causas de los conflictos, sino resolver pacíficamente las diferencias entre las naciones. La Francmasonería obrera de la Paz, se propone estudiar este nuevo organismo: la Sociedad de Naciones. Ella será el agente de propaganda de esta concepción de paz y de bienestar universales”. Entre sus principales valedores hallamos a León Bourgeois (1851-1925), miembro de varias logias del Grande Oriente de Francia, premio Nóbel de la Paz en 1920, presidente del Consejo de Ministros de Francia y miembro permanente del Consejo de la Paz de La Haya. Pero sobre todo impulsará su creación Woodrow Wilson, el presidente estadounidense que metió a Estados Unidos en la Gran Guerra y también miembro de la masonería. Wilson es heredero de la visión mesiánica de los puritanos y angloprotestantes que bajo la doctrina del Manifest Destiny colonizaron Norteamérica. Nos encontramos con un idealismo liberal-progresista de corte universalista que reivindicaba los principios de paz y justicia en la vida del mundo desde la óptica de la racionalidad humana, recogiendo los principios ilustrados kantianos plasmados en su ensayo Sobre la paz perpetua y las recetas utilitaristas y capitalistas de Stuart Mill. Se articula así por primera vez una agenda mundialista que pretende imponer la democracia liberal como único sistema político posible y admisible en todo el mundo y el capitalismo como único sistema social capaz de conducir el progreso de la humanidad. Una nueva versión del despotismo ilustrado del siglo XIX. En el programa de los Catorce Puntos que Wilson da a conocer el 8 de enero de 1918, se recogen los objetivos políticos del “nuevo orden” que se habría que instaurar tras el fin de la guerra y que consistía en la autodeterminación de los pueblos, la democracia y la cooperación internacional basada en el libre comercio, la libertad de navegación y el desarme. Paradójicamente, el Senado de los Estados Unidos se negó a aprobar su entrada en la Sociedad de Naciones. El Senado, de mayoría republicana y aislacionista, era contrario a Wilson y no ratificó la incorporación porque consideraba que condicionaba la soberanía nacional de los estadounidenses.
Tras el final de la Segunda Guerra Mundial la Sociedad de Naciones fue disuelta el 18 de abril de 1946, siendo sucedida por la Organización de las Naciones Unidas (ONU). De nuevo el organismo supranacional es creado por los vencedores de una Guerra Mundial. Oficialmente nace el 24 de octubre de 1945, después de que la Carta fuera ratificada por China, Francia, la Unión Soviética, el Reino Unido y los Estados Unidos. La organización aspira a convertirse en la autoridad política mundial, de nuevo bajo el estandarte de la búsqueda de la paz universal. Dotada de mayor poder que la Sociedad de Naciones va a gozar de medios coercitivos para imponer sus decisiones a las naciones a través del Consejo de Seguridad, que puede adoptar sanciones económicas, embargos, restricciones financieras, el aislamiento diplomático, bloqueos e incluso la intervención armada. Claro está, siempre que se refieran a países de segunda fila, porque nunca se ha aplicado a alguna de las grandes potencias. Sin embargo, hasta ahora, pese a los grandilocuentes discursos y resoluciones en defensa del mantenimiento de la paz mundial y la armonía internacional, la ONU no fue capaz de evitar ni prevenir ninguno de los grandes conflictos de la segunda mitad del siglo XX, ni antes, ni después de la guerra fría, Corea, Oriente Medio, Vietnam, Etiopia, Sierra Leona, Yugoslavia, Ruanda, Somalia, Timor Oriental, Darfur, y un largo etcétera avalan el fracaso de la organización en su principal objetivo declarado. La ONU además proclama una serie de valores universales, que han de ser válidos en todo el orbe, con independencia de la raza, nación, cultura o identidad de la persona y que aparecerían recogidos en la Declaración Universal de Derechos Humanos. También esta concepción de los Derechos Humanos acaba haciendo aguas, ya que no se realiza desde un punto de vista iusnaturalista, sino desde una visión positivista en la que paulatinamente se incorporan los llamados “nuevos derechos humanos”, (aborto, igualdad de género, inmigración…), que deben ser reconocidos y respetados, no por su carácter ético, sino porque son fruto del consenso de la mayoría. Se justifican así en una construcción holística que promueve una ciudadanía mundial con obligaciones mutuas más allá de nuestras fronteras y más allá de las tradiciones de cada cultura. Al programa político de la ONU le acompaña todo un programa económico de carácter globalizador, con los acuerdos de Bretton Woods, la creación del Fondo Monteriano Internacional, el Banco Mundial y el menos conocido, pero más importante, Banco Mundial de Pagos. Para muchos críticos, la ONU constituye un instrumento burocrático para crear un protogobierno mundial que no sólo no garantiza la paz ni la concordia ni, mucho menos, la prosperidad y la felicidad, sino que se ha convertido en una amenaza para el pluralismo político y la libertad del ser humano.
En todo caso, lo que resulta indiscutible es que actualmente la ONU pretende instaurar una agenda mundialista que, a través de lo que denomina Objetivos de Desarrollo Sostenible, especialmente los relacionados con la igualdad de género, la reducción de las desigualdades, la paz, la justicia, el ecologismo y las instituciones sólidas, persigue construir una nueva identidad humana que “trasciende las fronteras geográficas y nacionales, aun cuando las respetemos; que nuestras acciones sociales, políticas, ambientales y económicas tienen lugar en un mundo interdependiente; y que nuestras responsabilidades o derechos se derivan o pueden derivarse de la pertenencia a una agrupación humana más amplia, en la que nos sentimos acogidos y como en casa con independencia del lugar en que nos encontremos”.
Casualmente, nos encontramos en el “Llamado de Estrasburgo”, elaborado en los años 60 por las principales organizaciones masónicas, la propuesta de un crecimiento sostenible, una teoría económica creada por el norteamericano de origen rumano Nicolás Georgescu-Roegen, que busca dar una salida a los problemas de la economía capitalista desde una óptica medioambiental y multicultural. El Club de Madrid, el Club de Budapest, el grupo The Elders, la Carta de la Tierra, el grupo Bilderberger, Religiones para la Paz, la United Religions Iniciative, el Foro sobre el Estado del Mundo, la Comisión de Gobernabilidad Global, el Consejo de Relaciones Exteriores o la Unión Internacional de Parlamentarios, apoyan esta visión junto a fundaciones por todos bien conocidas como The Open Society Foundations, Fundación Bill & Melinda Gates u Oxfam International.
El 25 de septiembre de 2015, la Asamblea General de las Naciones Unidas aprobaba la Agenda 2030 para el Desarrollo Sostenible, en la que se incluían 17 Objetivos de Desarrollo Sostenible y 169 metas. Se trata de un proyecto universal que constituye un cambio radical en las relaciones internacionales y sociales, ya que instaura una tecnocracia supranacional que dictará a los Estados lo que tienen que hacer, y a los individuos, lo que deben pensar.
De nuevo el mesianismo aparece bajo la cobertura utópica de mejorar los datos de pobreza y desigualdad, garantizar un futuro sostenible a nuestros hijos, lograr una armonía social y el bienestar de todos los ciudadanos del mundo. Una agenda para no dejar a nadie atrás, tampoco a las generaciones futuras, nos dicen. Detrás se esconde un entramado entre las políticas públicas y el sector privado que sin duda apunta al nacimiento de una nueva concepción del Estado, cada día más desligado de su fundamento nacional y asociado a las grandes corporaciones. Compañías financieras y energéticas, Deutsche Bank, Bancolombia, Banco Santander, Dupont de Nemours, BASF, ABB, Daimler-Chrysler, BP Amoco, Shell, multinacionales, Unilever, Volvo Microsoft, medios de comunicación, CNN, y por supuesto ONGs, Amnistia Internacional, World Wide Fund for Nature, Oxfam Intermón, se han adherido al programa de la ONU. Más de 30 multinacionales están en la Alianza Mundial de Inversionistas para el Desarrollo Sostenible. Nace así una hidra oligárquica que mezcla los intereses del gran capital con la burocracia administrativa de los distintos Estados puesta al servicio de aquella agenda mundialista. En definitiva, nos encontramos con una serie de personajes, instancias y empresas que, sin haber sido elegidos democráticamente por nadie, se arrogan el derecho a decidir el sentido de la gobernanza mundial y el destino de la humanidad. Desde luego, si no se trata de un gobierno mundial en la sombra, se le parece mucho.