El debate sobre la teoría del género está bloqueado porque los partidarios de
dicha ideología… niegan su existencia. Según el movimiento gay, nunca ha
habido tal teoría, pues lo único que pretenden, según ellos, es luchar contra la
discriminación. La teoría del género, explican los militantes homosexuales, ha
sido inventada por el Vaticano para hacer creer que existe un complot gay con
misteriosos y sórdidos objetivos. Finalmente, ¿existe o no existe la teoría del
género?

¡Por supuesto que existe! Autores como Judith Butler, Eric Fassin, Monique Wittig y
muchos más, ¿qué son, sino representantes de la teoría del género, es decir, adalides de
una teoría que pretende que las identidades sexuales no dependen en absoluto del sexo
1/7 biológico o de la pertenencia sexuada? Pero esta teoría no es tampoco el resultado de
ningún “complot homosexual”. Se basa en la idea de que la identidad sexual se deriva de
una pura “construcción social”. Afirma que no hay, en el momento de nacer, ninguna
diferencia significativa entre los niños y las niñas (postulado de neutralidad); pretende que
el individuo no debe nada a la naturaleza y puede construirse a sí mismo a partir de nada
(fantasma de autoengendramiento).

En cuanto a la discriminación, hay formas muy distintas de luchar contra la misma. Si la
discriminación consiste en tratar desigualmente a los hombres y a las mujeres, soy por
supuesto el primero que quiere que desaparezca. Pero hay que saber si la igualdad debe
comprenderse como sinónimo de la mismidad. Con otros términos, hay que saber si, para
restablecer la igualdad entre los sexos, se tiene que hacer desaparecer la diferencia entre
ellos, cosa que obviamente no creo en absoluto. Ocurre lo mismo con los “estereotipos”,
que no son sino verdades estadísticas abusivamente generalizadas. La forma en que
algunos se imaginan que, para “deconstruir los estereotipos”, hay que arremeter contra las
nociones mismas de lo masculino y lo femenino, revela que, por más que pretendan lo
contrario, quienes así piensan, se adhieren al postulado básico de la teoría del género.

Muchos y muy diversos son quienes luchan contra la teoría del género. Lo
mismo ocurre con sus argumentos. ¿Se deberían, a su juicio, evitar ciertos
argumentos que pudieran tener un objetivo erróneo o hacer el juego del
enemigo al que pretenden combatir?

Hay, en efecto, diversas formas de criticar la ideología de género. En mi libro Les démons
du bien [Los demonios del bien], mi crítica es de índole exclusivamente intelectual: estudio
esta ideología para saber cuál es su valor en cuanto a la verdad, constato que es nulo y digo por qué. En los ambientes católicos lo que se hace no es tanto una crítica de este tipo, sino una crítica moral. Se basa en el postulado de que la teoría del género pretende legitimar comportamientos sexuales que se consideran, de entrada, “aberrantes” o “anormales”, empezando por la homosexualidad.

Estoy doblemente en desacuerdo con esta idea. En primer lugar –y éste es un punto
fundamental–, pienso que la teoría del género no pretende tanto justificar tal o cual
comportamiento sexual como negar la diferencia entre los sexos, lo cual no es en absoluto
lo mismo. Con lo que sueñan no es con la homosexualidad, sino con la indistinción.

Por otra parte, yo no efectúo ningún juicio moral sobre las preferencias o las orientaciones
sexuales. No veo en nombre de qué formularía semejante juicio. La homofobia, así pues,
sólo es para mí una estupidez más entre otras muchas. Lo que, en cambio, me parece
importante es recordar que lo masculino y lo femenino existen independientemente de las
orientaciones sexuales. Los homosexuales no constituyen en modo alguno un “tercer sexo”, 2/7 por la sencilla razón de que sólo hay dos sexos. Los gais y las lesbianas son hombres y
mujeres como los demás, con la particularidad de que tienen preferencias sexuales propias
y de carácter minoritario. Pero “minoritario” nunca ha querido decir “menos natural”: una
norma estadística no es lo mismo que una norma moral. Con todo ello quiero decir que no
soy de los que sólo critican la teoría del género con la esperanza de volver al viejo orden
moral.

Si bien es una insensatez pretender que las diferencias entre hombres y
mujeres no existen o son irrelevantes para los roles sociales que desempeñan,
tal vez sea cierto que se deben repensar, hoy, las funciones sociales de los
hombres y mujeres. ¿Está usted de acuerdo? Y en caso afirmativo, ¿cómo las
repensaría?

No cabe duda de que los roles sociales de hombres y mujeres han cambiado radicalmente
en el curso de las últimas décadas. Mediante la integración de una amplísima mayoría de
mujeres en el sistema salarial se ha ido borrando progresivamente la frontera entre una
esfera privada femenina y una esfera pública masculina. El acceso a la contracepción, la
legalización del aborto o, incluso, la disyunción entre las responsabilidades familiares y las
atribuciones de índole sexual les han dado a las mujeres libertades cuya conquista no
lamento en lo más mínimo. ¡No soy ningún nostálgico del patriarcado a la antigua, el cual
nunca fue tan insoportable como en la “Belle Époque” de la revolución industrial y del
auge de la burguesía! Creo, en cambio, que algunas de estas libertades han resultado, en
parte, ilusorias. La posibilidad ofrecida a las mujeres de trabajar fuera del hogar, por
ejemplo, ha constituido a la vez una liberación y una alienación (a favor del sistema
capitalista). Y a quienes más ha beneficiado la “revolución sexual” han sido, en últimas, a
los hombres…

La cuestión es saber si esta transformación de las funciones sociales masculinas y
femeninas debe implicar una negación o una desaparición de la feminidad y de la virilidad.
No lo pienso en absoluto. La pertenencia sexuada no es sólo un asunto de órganos sexuales (el propio cerebro ya es sexuado al nacer), y la desexualización de hecho de un cierto número de roles y funciones no ha hecho desaparecer esa invariable antropológica que constituye la división del género humano en dos sexos. En el espacio y en el tiempo, en el ámbito de las diferentes culturas, los roles sociales masculinos y femeninos han ido
evolucionando sin parar (es lo que se obstinan en no ver quienes razonan en términos
esencialistas), pero esta evolución nunca ha puesto en tela de juicio el hecho de que los
hombres y las mujeres no pertenecen ni al mismo sexo ni al mismo género.

Lo que hay que repensar es de qué forma distinta puede expresarse hoy en día lo
masculino y lo femenino. El error, propagado por la teoría del género, sería creer que lo
masculino y lo femenino deben, simplemente, dejar de expresarse al no corresponder ya a
3/7
nada. Equivaldría ello a considerar que los hombres y las mujeres tienen que ser pensados
en lo sucesivo como individuos abstractos y ya no como seres encarnados; es decir,
haciendo abstracción del cuerpo y de la carne, de la seducción y de las relaciones sexuales.
Como dice una feminista francesa muy hostil a la teoría del género, Camille FroidevauxMetterie: “¿Por qué, después de haber sido tan sólo cuerpos, deberían hoy las mujeres vivir como si no tuvieran cuerpo?”

¿Cabe identificar en la teoría del género un problema más específico: el odio
que siente esta sociedad por la figura del hombre, del macho y del padre?

Durante siglos, en la época del patriarcado, los valores femeninos han sido considerados
constantemente inferiores a los masculinos. En la tradición cristiana, a menudo, la mujer
ha sido asignada, simbólicamente al menos, al orden de la voluptuosidad, de la seducción
y, por tanto, del pecado. Tertuliano veía en ella el “antro del diablo”. En la época clásica, las mujeres también fueron condenadas por “brujería”. Ahora se ha caído en el extremo
inverso. Los valores tradicionalmente considerados femeninos (la sensibilidad, el espíritu
de ayuda mutua y de cooperación, etc.) han sido colocados por encima de los valores
masculinos. Todo lo que evoca la virilidad o la hombría despierta burlas, desdén,
hostilidad… La noción de autoridad está desacreditada en su principio mismo… por más
que siga omnipresente en la vida real. Al mismo tiempo, el niño (al que en el pasado
siempre se le consideraba más carnalmente ligado a su madre que a su padre) es objeto de
una idolatría sin precedentes. Antaño, el crimen supremo era el parricidio; hoy es el
infanticidio. Esta situación no es preferible al antiguo reino de lo masculino. Constituye, en
realidad, su simétrica inversión. No se sale del desequilibrio sustituyendo el patriarcado
por el matriarcado.

Lo que resulta particularmente inquietante en el desmoronamiento de la figura paterna es
que el padre ya no puede desempeñar el papel que normalmente le corresponde: encarnar
la Ley simbólica que le permite al niño poner término a la “fusión materna” propia de la
primera infancia; o lo que es lo mismo: entrar en la edad adulta. La quiebra de los valores
viriles les lleva a los hombres a dudar de sí mismos, lo cual deteriora gravemente las
relaciones entre los sexos. El hundimiento de la función paterna produce una generación
de inmaduros narcisistas que nunca consiguen resolver su complejo de Edipo. Esta
evolución es uno de los aspectos centrales de la sociedad posmoderna que tenemos a la
vista.

Sobre el tema del “matrimonio para todos” …
El “matrimonio para todos” es reclamado por la minoría de una minoría, que representa
un total de menos del 1% de la población. En España, donde el matrimonio gay fue
legalizado en 2005, el matrimonio entre individuos del mismo sexo representa sólo el 0,6%
4/7 del conjunto de matrimonios. La ideología de género (“gender”) concierne a todo el
mundo. En la medida en que ella pretende que los niños son, en el momento de su
nacimiento, “neutros” desde el punto de vista sexual, o cuando afirma que el sexo biológico
no potencia para nada las preferencias sexuales de la mayoría de los individuos, y que el
sexo (sólo hay dos) debe ser reemplazado por el “género” (habría una multitud,
constituyendo otras tantas “normas” que los poderes públicos habrían de
institucionalizar), esta ideología conduciría, de hecho, a negar la alteridad sexual, los que
terminaría en un confusionismo total. La ideología de género se inscribe en una ficción de
libertad incondicionada, de creación de uno mismo a partir de la nada. Con ella, no se trata
de liberar el sexo, sino de liberarse del sexo. No lo veo, sin embargo, como hace el
Vaticano, como un medio desviado de “legitimar la homosexualidad”, que parece, como
poco, bastante simplista.

Añadiría que, en un país donde dos de cada tres niños nacen ahora fuera del matrimonio,
no se puede decir que los heterosexuales aparezcan hoy como los más creíbles campeones
del “matrimonio tradicional” (que no es, en realidad, sino el matrimonio republicano).

Actualmente, sin embargo, no hay nadie más que los “curas” y los “homos” (que a veces
son los mismos) que quieran poder casarse. En cuanto a mi posición personal, ésta se
resume en una fórmula: estoy por el matrimonio homosexual y contra el matrimonio de los
homosexuales. Hablando claramente, pienso que el matrimonio clásico, en la medida en
que es una institución fundada sobre una presunción de procreación, como lo muestra su
etimología (del latín “matrimonium”, derivado de “mater”, madre), deber ser reservado a
las parejas heterosexuales, pero no soy nada hostil a un contrato de unión civil que permita a dos personas del mismo sexo perpetuar, al menos formalmente, su unión. Soy favorable, además, a la adopción para todos, pero hostil a la adopción plena en el caso de parejas homosexuales. En efecto, en lo que concierne al matrimonio, todo es asunto de definición: o vemos un contrato entre dos individuos, o vemos una especie de alianza entre dos linajes distintos. Porque no son la misma cosa.

Después de años de lucha, ¿qué balance podemos sacar del feminismo?
Un balance necesariamente de contraste, por la excelente razón de que el feminismo, en sí
mismo, no significa gran cosa. Ha habido siempre, de hecho, dos grandes tendencias en el
interior del movimiento feminista. La primera, que denomino “feminismo identitario y
diferencialista”, buscan ante todo defender, promover y revalorizar lo femenino por
relación a los valores masculinos impuestos por siglos de “patriarcado”. No sólo lo
femenino no es negado, sino que, por el contrario, es proclamado su igual valor con lo
masculino. Esta tendencia, ciertamente, ha conocido excesos, a veces llegando a caer en la
misandria (en la década de 1960, algunas feministas americanas llegaron a decir que “una
mujer tiene la misma necesidad de un hombre que un pez de una bicicleta”). Al menos no
cuestionan la distinción entre los sexos. Encuentro este feminismo bastante simpático. Es
5/7 este feminismo el que debe hacer avanzar realmente la condición femenina.
La segunda tendencia, que podemos llamar “feminismo igualitario y universalista”, es bien
diferente. Lejos de buscar la revalorización de lo femenino, considera que es, por el
contrario, el reconocimiento de la diferencia de los sexos lo que ha permitido al
“patriarcado” imponerse. La diferencia es así tan tenue como indisociable de la
dominación, mientras la igualdad es, a la inversa, puesta como sinónimo de
indiferenciación o de la mismidad. Entramos, por tanto, en otro registro. Para hacer
desaparecer el “sexismo”, habría que hacer desaparecer la distinción entre los sexos (igual
que para hacer desaparecer el racismo hay que negar la existencia de las razas) –y sobre
todo negar su natural complementariedad. Así, las mujeres no deberían concebir más su
identidad sobre el modo de pertenencia (al sexo femenino), sino sobre sus derechos en
tanto que sujetos individuales abstractos.

Como dijo la ultrafeminista Monique Wittig, “se trata de destruir el sexo para acceder al
estatuto de hombre universal” En otras palabras, las mujeres son hombres como los otros.
Es, evidentemente, de esta segunda tendencia de la que nación la teoría de género.
¿Es forzosamente necesario ser feminista para ser una auténtica mujer?

Habría que ponerse de acuerdo sobre lo que es una “verdadera mujer”. Raymond Abellio
distinguía tres grandes tipos de mujer: las mujeres “originales” (las más numerosas), las
mujeres “viriles” y las mujeres “últimas”. Él interpretaba el feminismo como un
movimiento de movilización de las primeras por las segundas. Lo que es seguro es que se
puede ser feminista en sentido identitario sin serlo en sentido universalista. La cuestión
que se plantea, sin embargo, es saber si la segunda tendencia mencionada antes todavía
puede ser calificada de “feminista”. Si no hay más sujetos que hombres y mujeres, si el
recurso al “género” permite desconectar lo masculino y lo femenino de su sexo, no vemos
cómo la teoría de género puede todavía ser considerada como “feminista”, es decir, ¿qué
caracteriza a las mujeres en tanto que mujeres? ¿Cómo podrían las mujeres seguir siendo
mujeres liberándose de lo femenino? Tales son, precisamente, las cuestiones que ponen en
duda las feministas más hostiles a la ideología de género, como Sylviane Agacinski o
Camille Froidevaux-Metterie.

Las Femen… ¿es suficiente mostrar sus pechos para hacer avanzar la causa
femenina?

Si tal fuera el caso, la condición femenina, después de varias décadas, ¡habría dado un
extraordinario paso hacia adelante! Pero en el mundo actual, la exhibición de un par de
senos es de una tremenda banalidad. Igual que en las playas el monokini está pasado de
moda. Exhibiendo sus pechos por todas las partes, las Femen, venidas de Ucrania, 6/7
ingenuamente imaginaron que iban a causar cierta impresión. Pero ellas sólo hacen
sonreír. Diciendo que creían que, para hacerse entender, tuvieron que recurrir a lo que
algunos sociólogos llaman “la hostil desnudez”, una desnudez que no es concebida como
medio de atraer, de seducir o de provocar el deseo, sino como un agresivo desafío, una
especie de proclamación frente al enemigo. Este tipo de práctica revela un pobre
exhibicionismo en el que se resume actualmente una gran parte de la sociabilidad
occidental, la cual consiste en usar su cuerpo como una mercancía. ¡Las desafortunadas
Femen pronto se olvidarán porque nadie se preocupará ya de sus tetas!

Pero sería un error creer que ellas tienen el apoyo de las feministas. Aparte de Caroline
Fourest, notoria y amorosamente caída en los brazos de Inna Shevchenko, la mayoría de
las feministas han tomado rápidamente sus distancias frente a estas exhibicionistas, a las
que reprochan utilizar sus cuerpos y hacer una llamada a una “política de telegenia”, para
movilizar la atención mediática, a riesgo de legitimar indirectamente el reconocimiento de
las diferencias entre los sexos –claramente, de hacer un uso de sus glándulas mamarias
conforme con los “estereotipos”. Otros activistas se opusieron a la exhibición de los senos
que, en lugar de afirmar la superioridad de la desnudez, ellas harían mejor en defender la
libertad de las mujeres a vestirse como ellas quieran. Hay que leer, en este contexto, el
artículo de Mona Chollet titulado “Femen por todas partes, feminismo por ninguna” En
cuanto a las reivindicaciones propiamente feministas de las Femen, ¡todavía las están
buscando! ■ Fuente: Boulevard Voltaire

Nicolas Gauthier

By Saruman