1. Europa ya no es Europa.

 

Los tiempos que ahora nos han tocado vivir son confusos y mudables. El capitalismo reorganiza sus mecanismos de dominación, y acelera por doquier el proceso de nivelación social y cultural, requisito de su existencia. La producción de la plusvalía es el imperativo máximo, y el curso de su centralización y concentración es imparable. Unos pocos puntos en el espacio, unas escasas manos anónimas, impersonales, reciben las masas de plusvalía producida. Esto no quiere decir que los bloques geopolíticos que nos eran familiares no se reorganicen, se fragmenten, cambien. Una gran transformación está aconteciendo con la “caída de Occidente”. Debemos ser muy conscientes (en Europa y en América, sobre todo) de que ya no rige la sinonimia entre “mundo capitalista” y “civilización occidental”. El desarrollismo en regiones tradicionalmente atrasadas, dependientes y colonizadas ha dado pie a nuevos centros de poder, a destinos finales de plusvalía, a “motores económicos”. La patria original del capitalismo, la vieja Europa, por el contrario, ha abandonado su dinamismo. La vieja Europa es hoy un lugar sometido a tendencias que no controla. Sufre un proceso de envejecimiento demográfico y una crisis de valores y de identidad.

 

La vieja Europa ha abierto las puertas, tras los procesos de descolonización iniciados en las dos guerras mundiales, a toda una población foránea cuyo encaje entre los anfitriones todavía es difícil, muchas veces conflictivo, en ciertos aspectos, letal. El peligro de nuevos y mayores brotes de xenofobia entre los “viejos europeos”, no es descartable. Las actitudes ingenuas de los sectores pro-inmigracionistas, la ideología multiculturalista, la concepción universalista fanática acerca de un “Ser Humano” abstracto, descarnado, sin cultura ni tradición, nos ha traído esto. Muchas veces se puede afirmar que el mayor peligro para el respeto de los derechos humanos estriba en convertir precisamente los “Derechos Humanos” en una religión fanática y abstracta, que no sabe o no quiere reconocer las nacionalidades, las tradiciones, los grupos de pertenencia y la inconmensurabilidad entre las culturas. Un continente, hasta ahora llamado Europa, poblado por una mitad de gentes musulmanas, será a todas luces “otro continente”. La identidad de ese enjambre de naciones, los valores liberales, de tolerancia, democracia, respeto hacia la mujer e igualdad ante el varón, el pluralismo, etc. fue una identidad lentamente gestada a lo largo de la Edad Media. Como decía Adam Müller (1), junto al espíritu caballeresco de la época feudal, surge de forma callada pero tenaz la vertiente femenina de nuestra civilización y de nuestra alma. Frente a ese principio del respeto (al principio caballeresco) a lo femenino, se nos muestran como brutales y odiosos los usos patriarcales del mundo antiguo, grecorromano, y del Islam, en parte heredero de él. Desde el norte celtogermano se expandió un aire suave: el del respeto hacia la mujer y el reconocimiento de su papel en la cultura, cosa que poco tiene que ver con lo que ahora viene llamándose “feminismo”. Este fue uno de los factores que desvincularon lo europeo (“faústico”, según Spengler) de lo Mediterráneo (ya se trate de la Antigüedad grecorromana ya del medievo mahometano).

 

  1. Un autor contrarrevolucionario. La Historia y el Vínculo.

Los principios abstractos, desencarnados de toda realidad, presentan la faz antipática de chocar con la realidad. Los doctrinarios y jacobinos de todas las épocas siempre han pretendido reformar la realidad cuando sus conceptos no se atenían a ella. Pero el problema estriba precisamente en la rigidez de sus conceptos. El universalismo, un “ismo” como tantos, que tuvo sus orígenes en la creencia en un Derecho Natural, y su epítome en la Revolución de 1789, es hoy una ideología destructiva. Al empeñarse en no querer ver los hechos, al nivelar todas las culturas y ver únicamente lo común a ellas, ello es, una suerte de constantes biológicas y antropológicas innegables, los universalistas, los partidarios de una Cosmópolis utópica consiguen justamente los objetivos contarios a todo humanismo. Un hombre abstracto que, en el fondo, es un hombre meramente animal, un hombre-cosa. En la Cosmópolis utópica en la que nos quieren encerrar los partidarios de un Derecho Natural Universalista, ya no hay seres humanos con una Tradición, con una Identidad, con una Cultura y una Patria. Nada de eso importa y aun estorba en el proyecto fanático orientado hacia la nueva realidad, una realidad que pueda “progresar” (esto es, reformar). El progresismo de hoy en día, como el de toda época desde 1789, consiste en negar la realidad –que incluye la Tradición- y torturar la realidad hasta que se adapte a lo proyectado. Domina en el progresismo, necesariamente, la razón instrumental. Bajo esta especie de razón todo deviene objeto y, por tanto, es susceptible de cálculo, control y manipulación. Convertir la realidad social en un macro-objeto nivelado, un espacio horizontal sobre el cual proyectar las operaciones de dominio y previsión, generalizar la techné, hacer del mundo orgánico y humano una máquina para prever, calcular e imperar mecánicamente sobre todos los asuntos humanos, he ahí el espíritu que anima a todo revolucionario, reformista y progresista.

 

Pero el mundo es, como sostenía Müller, también un mundo histórico y de generaciones. Hay un lazo entre las generaciones. Estamos los hombres, forzosamente por ser hombres y no meros animales, vinculados a nuestros antepasados y a nuestros sucesores. El vínculo generacional es lo que puede distinguir la Historia del simple transcurrir del tiempo. Sobre la piedra, sometida a la erosión y todos los demás efectos del paso del tiempo, no hay historia, ni tampoco sobre el animal individual o la especie biológica. En ellos hay cambios evolutivos: lo nuevo es modificación seleccionada sobre el material anterior, pero no se trata de un influjo de las generaciones pasadas sobre las venideras.

 

En la familia se da, in nuce, la transmisión intergeneracional que en las grandes casas es el linaje y la dinastía (origen de los estados faústicos, según Spengler), y en el pueblo es la esencia del mayorazgo campesino (idéntico en espíritu al nobiliario), el sentido de la propiedad y del arraigo en la tierra. La Europa medieval, en el campo sin ciudades, como decía Spengler, brota ese concepto de nación inseparable de la tierra y esa concepción orgánica de la propiedad, que luego el capitalismo de la edad moderna va a cosificar. En la familia, como en el Todo social, se dan los opuestos. El macho y la hembra, la guerra y la paz. Es impensable la unión sin la separación. La constitución del Estado, en el preciso sentido jurídico-político, sería inconcebible sin los lazos orgánicos que sus individuos, grupos, instituciones, etc. contraen. Desde la Edad Media, son los lazos orgánicos en su totalidad los que conforman un Estado. No puede pensarse este como una mera maquinaria, un ensamblaje de piezas muertas. Como dice Müller, estos son los conceptos del Estado, no la idea. La idea se corresponde con el movimiento mismo de lo real. Los marxistas, al criticar el concepto o el sistema muerto de la Política, solo pudieron ver el legado iusnaturalista, roussoniano, hobbesiano, etc., esto es la tradición mecánica y contractualista.

 

Nunca vieron los historiadores ese contrato en momento alguno de la Historia. Antes de que las cosas fueran universalmente enajenables, como imperativo fundamental de la burguesía (la tierra, el trabajo, todo), el Estado –es decir, la sociedad en movimiento como un Todo, según Adam Müller- transcurría de generación en generación, y de parte a parte, como un gran organismo. La Política comprendía la Economía y la subordinaba cuando era preciso. No hay necesidad de pactos cuando las partes se integran en un Todo y este las anima, la vivifica, les dota de sentido y de funciones más amplias. Las corporaciones, los estamentos, las instituciones, todos los escenarios donde un individuo desempeñaba sus funciones sociales, satisfacían la necesidad humana del vínculo. El hombre no es hombre sin vínculos sociales y espirituales. El marxismo critica la doctrina burguesa del Estado, el Estado liberal, esto es, la oficina y el aparato mecánico que, en efecto, allá por el siglo XIX “gestionaba los intereses del Capital”. Liberalismo y Marxismo comparten una visión mecanicista del Estado: conceptos de ciencia política que se corresponden con engranajes, poleas y resortes. La acción política del estadista, del partido, del sindicato, se reduce a la manipulación de este o de aquel mecanismo para que el aparato “funcione mejor”.

 

El intervencionismo estatal, de socialistas o keynesianos, tanto como el abstencionismo de los liberales, son ideologías que no ven en el Estado la idea: el movimiento mismo de lo real. Aunque a muchos no les agrade, o se estremezcan con apenas escuchar su nombre, es la guerra la que nos pone delante de la esencia de la vida Estatal. Una consideración puramente estática del Estado, cual máquina dispuesta a producir uniformemente, es la que han alimentado todas las ideologías pacifistas de nuestra Modernidad. Los liberales, una vez que se han dado las condiciones violentas de la prehistoria capitalista (la “Acumulación Originaria” de Marx) sólo desean paz para llenar sus bolsillos, para que reine el Mercado. Los comunistas y socialistas, por el contrario, una vez que ha triunfado la Revolución, en verdad una guerra civil, una empresa violenta, desean decretar la Paz y hacerla “perpetua”. ¿Qué otra cosa es la paz, sino la imposición de los vencedores sobre los vencidos y la vigencia de su ley por encima de toda antigua y derogada ley, la ley muerta de los perdedores? Siempre que se habla de Economía se habla de un periodo de paz tras una guerra y un sometimiento. La ley de los mercados, o los planes quinquenales, hubieron de actuar sobre cadáveres olvidados, sangre derramada, sobre los vencidos y con tratados de rendición, ya sea la rendición de potencias extranjeras o de los rebeldes del interior. El Estado se pone “en forma” en la guerra, viene a decirnos Müller. La paz es solo una preparación para la guerra, y la tranquilidad civil que requieren los mercados es garantizada por las guerras, se entiende por las guerras victoriosas.

 

  1. Un romántico contra el formalismo. Su oposición al Derecho Romano.

Adam Müller se inscribe plenamente en la reacción romántica en contra del formalismo ilustrado. Por encima y por debajo de las Constituciones escritas, del legalismo frío y mecánico del Derecho Natural (entendido de manera racionalista) y del Derecho Positivo, se encuentran la Costumbre, la Tradición, los viejos usos y fueros. Inglaterra constituye el modelo a seguir: ¿Cómo fue posible el desarrollo de un avanzadísimo liberalismo económico? Edmund Burke y Adam Müller lo vieron, y después, más cerca de nosotros, Ortega y Gasset. La Monarquía Tradicional no fue un obstáculo para el desarrollo de las fuerzas productivas y para el paso crítico de un liberalismo político al liberalismo económico. Frente a la rigidez romanista, despótica y ordenancista de las Constituciones continentales, el tradicionalismo político y jurídico inglés se mostró superior, como una vacunación permanente contra las revoluciones. Solo la Economía misma se permitió “el lujo” de destrozar el mundo campesino de las Islas, sus viejas tradiciones locales, etc. La protesta inicial de los románticos como Burke o Müller, no fue tanto en contra del liberalismo en sí, sino en contra de que se pretendiera hacer tabla rasa con la Tradición: que los pueblos pierdan la fe, que a la Iglesia se le dé la espalda, que la familia se desintegre, que la tierra pase a ser una mercancía más, y no de las más cotizadas… En el ámbito católico, latino, De Maistre, Bonald y Donoso Cortés suman estas protestas románticas a un Providencialismo neomedieval. Este último romanticismo providencialista, teocrático, no llega a contar con las virtualidades nacionalistas de Adam Müller y de la tradición germánica.

 

En los países alemanes había poblaciones protestantes y católicas, y por encima de esos credos irrumpía con fuerza “la Nación”. Y frente al uso revolucionario francés de “la Nación” como nación de ciudadanos, en la Germania se afirma ahora, con intensa rotundidad, el Pueblo (das Volk).  Este Pueblo, y ello claramente se ve en Herder, es poseedor de una mitología, una lengua, una religión nacional, un derecho propio, y todo ello es parte de su alma viva con independencia, las más de las veces, de toda codificación constitucional o formalista. Frente a un capitalismo incipiente, cuyos horrores todavía no se podían sospechar del todo, los románticos fueron acertadamente intuitivos: la Ilustración, pretendidamente liberadora del hombre, hubo de acercarse al despotismo, primero (el Despotismo Ilustrado), y ser un todo con él (el Terror, Robespierre).

 

Se establece, con la resaca de la Revolución y en el trance de las guerras napoleónicas, un contraste entre el ciudadano y el paisano. El ciudadano se le aparece al romántico como una abstracción descarnada, un átomo mecánicamente unido a una maquinaria. La propia metáfora del Estado como maquinaria, o fábrica orientada a fines prosaicos (lucrativos y ordenancistas) les parece repugnante. En el fondo, el Estado es el Todo. Pero sería injusto inferir de aquí el Totalitarismo. Ha de recordarse que los Totalitarismos del siglo XX (Hitler, Stalin y tantos otros) no dejan de representar perfectamente la idea hobessiana y mecanicista del Estado como monstruo mecánico y sin vida, como cuartel, cárcel y establo para las vidas humanas. Nada de esto hay en el pensamiento, digamos, “totalista”, no totalitario de Müller: el Estado es la comunidad misma. Lo mercantil no es otra cosa que un aspecto de su infinito dinamismo (y esto lo sostiene Müller, quien era un economista). El paisano, el habitante del País, el hijo del Pueblo, debe salir de la oscuridad medieval, la cuna aldeana de donde salieron todos los europeos modernos y recrear su pasado – en ocasiones nebuloso. El habitante del País es hijo del Pueblo y debe sentirse miembro de una Comunidad nunca formada por átomos sueltos y enclasados de una manera economicista (burgueses, proletarios). No habría lucha de clases si hubiera mil y un pactos sociales entre los paisanos y todos los organismos intermedios que hacen de ellos verdaderos partícipes del Organismo social (2).

 

  1. El Estado como Alianza: coetáneos y coterráneos.

 

La sociedad o Estado es una alianza eterna de los hombres entre sí y es de carácter doble:

 

“1. Una alianza de los hombres que gozan de la Tierra en la misma época. Todos los coetáneos tienen que asociarse contra su enemigo común, la Tierra, para poder hacer frente a una de sus virtudes más terribles: la unidad de sus fuerzas. Este tipo de alianza nos ofrecen casi todas las teorías del Estado, pero con tanta mayor ligereza descuidan el otro tipo de alianza, no menos importante. El Estado es, 2, una alianza de las generaciones pasadas con las presentes y con las que les siguen, y al revés. No se trata sólo de una alianza de coetáneos, sino también de coterráneos; y esta segunda alianza servirá para hacer frente a la fuerza terrible de nuestra enemiga la Tierra su permanencia. Nos sobrevive, ella, a todos, y por eso gozará de ventajas en cuanto a una generación se le ocurra, seducida por ella, renegar de su antecesora. El Estado no es sólo la unión de muchos que conviven, sino también de muchas familias que se suceden; no sólo será infinitamente amplio y penetrante en el espacio, sino también inmortal en el tiempo” (3).

 

Se percibe aquí una matriz judeocristiana en el pensamiento de Müller: se trata de un pensamiento pre-ecológico (4). La época de sus lecciones de Dresden (1808-1809) es una época en la que el industrialismo no había hecho acto de presencia con todas sus demoledoras consecuencias, y “la Tierra” como enemiga, era, bajo el signo bíblico (“trabajarás con el sudor de tu frente”), una opositora a los esfuerzos agrícolas y artesanos del Hombre, un no-yo, un bloque ante el que medir la propia libertad.

En la teoría de Adam Müller, no hay libertad sin contra-libertad. Y el desarrollo de las posibilidades civilizadas del ser humano exigía esta contra-libertad al hombre. Tras los horrores del industrialismo, el deterioro del paisaje, la degradación del campo, la mega-urbanización del mundo, el cambio del clima, etc. cuesta mucho trabajo, hoy en día, aceptar esta idea de “guerra del hombre contra la Tierra”. Pero me parece que el interés de la misma hay que cifrarlo –dialécticamente- en su coexistencia con y oposición a la contraria: la idea de una alianza. La alianza de los hombres es sólida cuando hay lucha ante enemigos (o peligros) comunes, y viceversa: la amenaza de nuestros enemigos vigoriza nuestros lazos de unión. Y además, la unión no es meramente sincrónica, la que conforma una red de individuos átomos que, en su amontonamiento y roce recíprocos, formaría “la sociedad”. Nada de eso: la unión es también histórica, diacrónica, de alianza (y no sólo herencia, repárese) generacional (5). La nación, en brillante idea de Müller, la conforman los coetáneos y los coterráneos. La Teoría del Estado anterior no acertó en ver eso:

 

“La doctrina de la unión constante entre las generaciones que se suceden pasa desapercibida en todas nuestras teorías del Estado; ahí radica su punto flaco, y que parezca que tratan de edificar nada más que para el momento su Estado, y que ignoren y desprecien los altos motivos de la perduración de los Estados y sus ligazones más estimables en este orden –sobre todos la nobleza hereditaria” (6).

 

Un siglo más tarde, Oswald Spengler se suma la visión constructiva de la nobleza: ¿qué clase fue la que edificó las Naciones de Europa? Dejemos a un lado, por un momento, su degradación. Las formas degradadas de nobleza son ahora las que se nos muestran más familiares: déspotas, arbitrarios, cortesanos, decadentes. Pero en la Alta Edad Media, cuando la Europa fáustica, o mejor, la Europa por antonomasia, en los tiempos en que estos pueblos (Müller alude a los pueblos que toma como canónicos: Alemania, Inglaterra, Francia, Italia y España) salían de sus penumbras hacia un nuevo día, fue la nobleza la que instauró el principio de la perdurabilidad, del linaje, la dinastía, el mayorazgo, y de la familia como algo más que un ayuntamiento animal sometido al instinto de la reproducción. Como sucede con otros pensadores románticos, Müller se enfrenta a la chata visión ilustrada acerca del Medievo: no fueron tiempos de oscuridad y barbarie. Fueron tiempos, los medievales, que nos hicieron ser lo que ahora somos. Todo el tejido de instituciones medianeras entre el individuo y Estado.

 

“En la Edad Media, la teoría del Estado era más bien sentimiento que ciencia, pero toda comunidad giraba alrededor de dos sentimientos muy distintos: 1) el respeto por la palabra dada; 2) el respeto, no menos profundo, por las palabras, por las leyes que los antepasados habían legado. Estos bárbaros de la Edad Media sentían muy bien que la obligación del ciudadano es de una dualidad igualmente digna; mientras que nosotros hacemos celebrar el contrato social por solo los coetáneos y no comprendemos, ni reconocemos, y hasta rompemos los contratos sociales entre las generaciones precedentes y las que les siguen” (7).

 

Adam Müller critica la idea moderna de un Contrato Social único, formal y mecánico, entre los coetáneos de la sociedad. La sociedad es, más bien, Comunidad en la medida en que sus miembros han establecido y respetado un sinfín de contratos sociales, no ya solo en un mismo espacio o territorio, sino con el Pasado y con el Porvenir. En todo contrato se da una reciprocidad. Lo que nuestros mayores nos legaron es un patrimonio y una tradición que nos compromete. Estamos comprometidos con ellos, con “los padres”, y de no otra parte procede la palabra Patria. Los muertos forman parte de esta relación contractual, es el peso de la Historia. Pero también pesa sobre nuestros hombros la idea de un Porvenir: somos nosotros también los padres de generaciones futuras, a los que hay que dar entrega de nuestros bienes, de nuestras conquistas, de nuestra porfía.

 

Que en nuestros días haya individualistas sólo podría explicarse por nuestro adoctrinamiento en la teoría del (único y puntual) Contrato Social. Se rompió con la más inmediata realidad y evidencia del hombre: que vivimos en medio de vínculos que nos hacen personas, que somos parte de innumerables mediaciones y que el conjunto comunitario de ellas recibe el nombre de Estado. La imagen fantástica del burgués, átomo aislado que se vincula con el Todo social por medio de la Propiedad (en el plano jurídico) o el Mercado (en el económico), es el individuo desvinculado, supuestamente libre y autosuficiente, ya fuera entendido en sentido liberal o anarquizante.

 

Toda reflexión sobre la sociedad como Totalidad (vale decir, toda reflexión sobre el Estado) implica una filosofía de la Libertad. El liberalismo, el individualismo, suponen una noción puramente formal de libertad. Como concepto formal, esto es, muerto y abstracto, se supone distribuido en cada miembro individual del Todo, y de este Todo (el Estado) así amalgamado sólo puede brotar una noción mecánica de Estado. Pero en el pensamiento de Müller existe, más bien, una teoría de “las libertades”, en plural. Hay diversas clases de libertades, atribuibles no solo a las personas físicas sino también a las morales:

 

“La libertad, empero, es una cualidad que debe atribuirse a todos y cada uno de los diversísimos elementos constitutivos del Estado, no solo a las personas físicas, sino también a las morales. En el caso de Inglaterra, vemos claro cómo cada ley, cada clase, cada institución nacional, cada interés y cada oficio posee su libertad propia, cómo cada una de estas personas morales tiende no menos que el individuo a hacer valer su peculiaridad. Prevalece allí un espíritu general de vida política en todos los elementos del Estado, y como las leyes son también personas libres animadas por el espíritu del todo, el ciudadano se encuentra en cualquier parte que mire con entes iguales a sí, y todos los elementos constitutivos del Estado constituyen, a su vez, objetos perpetuos de su oposición y de su amor” (8).

En esta concepción de la Libertad rige, soberanamente, el principio de la Reciprocidad. Recuérdese: a una Libertad, se le enfrenta siempre una Contra-Libertad. De esa pugna surge la Ley. Hay una lucha de opuestos universal: masculino y femenino, guerra y paz, los muertos y los vivos, la fuerza centrífuga y la fuerza centrípeta… El viejo Heráclito parece resucitar, con Hegel o con Müller, en el siglo XIX. La Libertad no puede entenderse como una sustancia estable, presente o ausente en los individuos, ni tampoco en una propiedad formal. Nada de eso: la Libertad es el resultado de la lucha.

 

“La libertad, en ninguna forma más digna y adecuada puede ser presentada que en la que yo lo hice: es la genetriz, la madre de la ley. En las miles luchas de la libertad de un ciudadano con la contralibertad de los restantes se desarrolla la ley; en la lucha de la ley en vigor, en la que se manifiesta la libertad de las generaciones pasadas, con la libertad de las generaciones presentes, se depura y crece la idea de la ley. La idea de la libertad constituye la fuerza centrífuga incansable y magna de la sociedad civil, en cuya virtud la fuerza centrípeta, que le es eternamente contraria, la idea del derecho, se hace fecunda” (9).

 

La guerra, nuevamente, aparece como la madre de todas las cosas. Nada parece más cierto, en contra de los doctrinarios, que la idea de una Libertad que se conquista y se defiende a cada paso del tiempo. Al menos en cada generación de hombres está la Libertad amenazada, y todo declinar en las ganas de luchar supone entregar el propio cuello a las cadenas del enemigo. Las kantianas fantasías de una “paz perpetua” ceden su paso ante una idea beligerante de la Libertad. Idea –en cuanto expresa la vida y el movimiento de lo real, y no concepto– en cuanto indica lo muerto, la letra exánime.

 

Tampoco es válida, para Adam Müller, la distinción romanista –y consagrada por Kant- entre personas y cosas. El Derecho romano había dejado asentada esta ruptura. Se creó el dogma precristiano basado en una diferenciación entre dos ámbitos radicalmente distintos. El posesor, en el sentido del Derecho romano, aparece como un déspota que –sólo corregida la idea con enmiendas posteriores- detenta el derecho de uso y abuso de sus propiedades, ya fueran estas de naturaleza humana (los esclavos) o no. En principio, la propiedad privada sobre una cosa suponía la sujeción y la humillación plenas de esta a su amo y señor. Pero la Edad Media cristiana abrió paso a otros conceptos de propiedad. Todo el complejo enjambre de figuras jurídicas medievales que, desdeñosamente, el pensamiento ilustrado aglutina bajo el nombre de “feudalismo”, suponen un hermoso ejemplo, según Müller, de propiedades compartidas y de intermediaciones.

 

Del pensamiento jurídico medieval y cristiano, Müller rescata una idea que hoy, ya bajo el inevitable prisma del capitalismo, se nos vuelve un tanto extraña: Todo ser humano es persona y cosa simultáneamente. Y, recíprocamente: toda propiedad es también persona y cosa.

 

Por ejemplo yo, como ciudadano de mi Estado, me considero persona investida de derechos, de entre ellos el derecho de propiedad sobre objetos legítimamente adquiridos, por ejemplo una casa o unas tierras. Pero estos objetos son también personas, personas morales que engendran reciprocidad, y dentro de la reciprocidad, obligaciones. Esta casa o estas tierras poseen una continuidad en el tiempo que rebasa la contingencia de quién sea actualmente su amo. Es por ello que en las casas campesinas (especialmente es perceptible en el norte de España), igual que en los feudos nobles, la heredad posee nombre propio –diferente al de su dueño, pues le trasciende- y hasta unas reglas de transmisión propias, que envuelven y sobrepasan a las del propietario coyuntural de la misma. La casería asturiana tradicional, p.e., y todo sistema de mayorazgo, poseen notables parangones con la vida de un reino y de un feudo. El concepto que de lo patrimonial se tenía en tiempos precapitalistas ilustra esta teoría de Müller. La casa tradicional era persona moral.

 

De igual manera, un ser humano, además de persona será considerado cosa, simultáneamente, lo que implica vínculos de dependencia, de obligación, de cumplimiento de la reciprocidad (ligámenes que están en el Todo social). Toda la distinción entre persona y cosa, romanista o kantiana, se encuentra presente también en la filosofía marxista.

 

La preocupación de Marx por la alienación, cuando esta es interpretada como cosificación (como conversión del hombre en cosa), es un producto del mismo capitalismo que se critica. El trabajador, al verse obligado a vender –por unidades de tiempo- su fuerza de trabajo, y al no ser poseedor del producto que brota de sus manos, pues no es dueño de los medios de producción ni tampoco de la riqueza (del valor) producido durante estos intervalos de tiempo ya adquiridos por el patrón, se aliena. Las personas, al venderse como mercancía (como fuente de fuerza de trabajo) se vuelven cosas. En el límite, todo ciudadano pertenece al Todo, porque en él se concentra toda una trama de vínculos y de dependencias. Dice Müller: “odos los individuos en el Estado, lo mismo personas que cosas, poseen un doble carácter: el real o privado, y el personal o civil” (10). El liberalismo y el modo de producción capitalista nos han traído una inflación del aspecto privado tanto de las personas como de las cosas. El burgués como ciudadano privado (o particular), la empresa como entidad privada, absolutamente desvinculada del Estado como no sea en la más elemental relación comercial: pagar impuestos (a modo de compra obligatoria) a cambio de unos servicios prestados. De otra parte, toma la cosa privada, como objeto de exclusivo uso y disfrute del ciudadano particular, desvinculada de toda la red que la constituye y le rodea. Frente a la propiedad privada absoluta, anclada en el Derecho romano, se destaca aquí la propiedad corporativa:

 

“La propiedad corporativa o propiedad en común de coetáneos en convivencia, y la propiedad familiar o lo común de varias generaciones que se suceden –o coterráneos- constituirían la verdadera piedra de toque de una verdadera unión política, pues cuando se establece como principio la extinción de toda propiedad corporativa y familiar, no se demuestra otra cosa, […] sino que los individuos nada pueden poseer en común con los demás, y que, por lo tanto, les falta la primera cualidad de ciudadanos. Porque el Estado o totalidad civil es al mismo tiempo, […] propiedad corporativa y familiar; el verdadero ciudadano tiene que pensar incesantemente que no es sino usufructuario pasajero, es decir, miembro de la gran familia y partícipe de la gran comunidad, esto es, miembro corporativo” (11).

En la Edad Moderna, con el triunfo del espíritu burgués por encima del corporativo, se elabora toda una “doctrina de la descomposición, disolución y desmembración gradual y radical del Estado y de toda la vida pública” (12). En realidad, se trató de una serie de graves transformaciones espirituales –religiosas, metafísicas, jurídicas- que posibilitaron la invención de la Economía Política, como saber que venía demandado por las propias condiciones del modo de producción del capitalismo junto a las técnicas inherentes de contabilidad, previsión, etc. Los tres momentos de esta transformación fueron:

 

”1.º, el concepto del derecho privado romano y de la propiedad privada; 2.º, el concepto de utilidad privada, de la mera renta, del reparto absoluto de la renta neta y de la conversión en actividad particular de toda ocupación en la vida, y la adoración subsiguiente de la paz absoluta y mortal; finalmente, 3.º, mediante el concepto, extendido especialmente en Alemania, gracias a la Reforma y a sus derivaciones, de una religión privada, y de aquí una particularización de todos los sentimientos de la vida” (13).

 

Los países que no participaron de la Reforma, la Europa Católica, habrían mantenido un mayor sentido corporativo, según estas apreciaciones de Müller. Pero quizá el universalismo de la Iglesia también fue un freno del proceso nacional. Una Comunidad Universal, como en el fondo es la Iglesia (eso significa la “catolicidad”), supone la oposición a todo particularismo, la negación de toda separación. Y nuestro pensador considera, no obstante, que la diferencia es parte de la vida. Lo es en la vida humana. La diferencia entre pueblos y tradiciones, la diferencia entre hombre y mujer, la diferencia entre viejos y jóvenes. La existencia de diferencias permite al hombre afrontar retos, superar toda nivelación, homogeneidad, y, en el límite, toda muerte.

 

“La desigualdad vejez y juventud es desigualdad en el tiempo o entre coterráneos: las desigualdades no tienen otra razón de existencia en la tierra, sino que el hombre las armonice en una forma natural y bella a la vez, como disonancia que le corresponde armonizar. La naturaleza pone sin cesar al alcance de los hombres cosas desiguales para que tengan infinita faena de nivelación, y toda la vida del verdadero hombre no consiste en otra cosa que en un igualar lo desigual y unir lo separado. Por eso la desigualdad entre las edades estimula incesantemente al hombre para que haga de mediador de épocas diferentes y de las exigencias diferentes de los tiempos; existe por razón de aquella ineludible alianza de las generaciones o de los coterráneos necesaria a toda vida política” (14).

 

La Totalidad social es un cuerpo poblado por desigualdades. Toda homogeneidad buscada tiende a degradar las partes más desarrolladas y excelsas del organismo. El Todo social es alianza de coterráneos y de coetáneos: en esa alianza está incluida la diversidad que por diversa índole conforman un Estado, a saber, por edad, sexo, oficio o estamento. Incluso los muertos, los “padres”, en la visión mülleriana, son miembros del Todo y su legado y su voz merecen algo más que respeto y homenajes. Los antepasados forman parte de la sociedad y su fuerza es parte del patrimonio. Los antepasados se encuentran en el patrimonio con el que ahora, los vivos, debemos poner en marcha la fuerza nacional. Y nunca hemos de olvidar que nosotros seremos, algún día, antepasados de las generaciones venideras.

 

Debe repararse en este concepto de fuerza nacional. El Todo social no es una máquina que aguarda la llegada de un estímulo exterior para su puesta en marcha. El Todo, el Estado, es más bien un organismo dotado de fuerzas propias. Es productor, y de alguna manera cabe decir que es productor de la producción misma.

 

Ahora bien, ¿qué es producir?

 

“Producir no es otra cosa que sacar un tercer elemento de otros dos, mediar entre dos cosas antagónicas y forzarlas a que de su lucha salga una tercera. El hombre emplea sus fuerzas corporales en una lucha con una materia bruta cualquiera, lucha condicionada por las leyes de sus fuerzas y por la naturaleza y propiedades de esa materia, y que él mismo dirige con sagacidad, y de la cual se origina o produce un tercer elemento que llamamos producto” (p. 237) (15).

 

De nuevo encontramos aquí, como en Hegel, la importante categoría de la mediación. El “metabolismo entre el hombre y la naturaleza”, de que hablaba Marx para referirse al proceso de la Producción, es algo más que un intercambio bilateral, ciertamente. Es un proceso dialéctico en el que entran en juego materias primas, herramientas, fuerzas corporales y espirituales del hombre, etc. Desde la agricultura, donde cabe atribuir a la naturaleza un grado máximo de fuerza, hasta la industria y demás trabajos urbanos, vemos de forma omnipresente la existencia en acción de una fuerza vital del hombre, verdadero principio productivo que no puede ser comprendido sin tomar en cuenta el Todo social del que dimana. El hombre, como ser social, es algo más, y es algo mucho más importante, que un simple quantum de la suma agregada de un Todo social. La producción nacional no viene representada por la suma de las producciones individuales, según Müller. De nuevo se observa la gran verdad de la filosofía germana: el Todo es algo más y algo diferente de la suma de las partes. La propia política, la existencia misma del Estado, es algo que puede aclararse bajo el prisma económico de la Producción. La misión del estadista

 

“…será producir el Estado. Su material no es otro que un pueblo constituido por individuos más o menos egoístas; sus herramientas son las leyes, la policía, los funcionarios de toda especie, y sobre todo, la necesidad misma de este pueblo de la unión social y de la paz. El Estado no consiste ni en estas herramientas (como creen los practicones), ni el material solo, en el pueblo (como suponían los teorizantes, los jusnaturalistas y los fisiócratas, al convertir al mismo pueblo en la finalidad del Estado)” (16).

 

El determinismo tecnológico, el marxismo, la economía burguesa o liberal… todos estos enfoques han señalado los aspectos instrumentales de la vida política, y los toman como motor. Por su parte, las teorías románticas han puesto en el Pueblo el foco de todo protagonismo de la vida histórica y social. Pero entre medias de la vida pacífica (siempre excepcional entre dos periodos guerreros) y laboriosa de los Pueblos, y entre medias de la acción del Hombre contra la Tierra (que Müller calificó de lucha), se alza el Estado. El Estado como tercero salta al primer plano en la guerra: en la guerra exterior, cuando la patria se ve amenazada o necesita espacio, y en la guerra interior, cuando las disensiones sociales se salen de los cauces normales y legales. Entonces el Estado se presenta con todos sus rasgos ostensibles como fuerza y como monopolio de la violencia. Y siendo fuerza como es, en ocasiones se presenta absolutamente como una fuerza bruta. Pero el Estado, tanto en la guerra como en la paz, tanto en la labor humana como en la relación de esta con las fuerzas de la naturaleza, siempre es presentado como la instancia mediadora. Entre el egoísmo de cada individuo, y la dependencia universal que este tiene de todos los demás, el Estado produce los vínculos y sella la mediación entre egoísmo y solidaridad, mediación que conforma la vida civilizada.

 

  1. El olvido y la condena de Müller.

Un lector inteligente sabe que las condenas retroactivas son estériles intelectualmente. Tan absurdo es defender que Müller es el precedente culpable del III Reich, como que Marx lo fue del gulag y del stalinismo.

 

En realidad, a Müller no se le hizo caso. Para el desarrollo de las potencias capitalistas resultó útil y hasta necesaria la concepción mecanicista de la Economía Política. El capitalismo liberó fuerzas productivas siempre de la mano de una teoría individualista del ser humano. La sociedad toda, entendida como un gigantesco sistema mecánico de producción, requería de individuos formalmente considerados como islas y como átomos. El Derecho romano garantizó el concepto absolutista de la propiedad. La propiedad sobre personas (esclavismo) pasó a ser propiedad sobre la fuerza de trabajo de las personas, así como la propiedad (compartida y usufructuaria) sobre la tierra pasó a ser la propiedad absoluta de la tierra. El socialismo, que habría de surgir en un tiempo posterior, contrapuso unilateralmente el concepto romanista (interesadamente defendido por la burguesía liberal) de propiedad a una contrafigura suya: la propiedad social de los medios de producción, que pasa por su colectivización: lo que antes era de uno ahora es de todos. Pero se mantiene, en el fondo, el mismo concepto absolutista de propiedad. Que en el fondo se traslade del ciudadano particular al Estado la titularidad del objeto, no es obstáculo para que liberalismo y socialismo sean dos ideologías muy próximas, que parten del mismo mecanicismo y absolutismo. La teoría del pacto social, como acto único que implica una unívoca relación entre los ciudadanos y la máquina estatal es congruente con la misma univocidad de relaciones entre el individuo y la propiedad.

 

La vida económica, como todo proceso de la vida social, es un gran cuerpo de reciprocidades, de contratos que constantemente se renuevan. La voluntad de las partes por cumplir con ese régimen múltiple contractual, su anhelo por vivir y satisfacer las necesidades, que son tanto materiales como espirituales, define el todo de una economía orgánica. La economía orgánica mülleriana significa la subordinación de la ciencia económica, y de cualquiera de sus conceptos (p.e. el mercado) al Todo social. La economía debe quedar subordinada a la política. La vida del Estado se entenderá, a diferencia de cómo la conciben los liberales y los economistas burgueses, como una subordinación del interés hedonista, utilitario, individual, al interés o los fines generales. El Bien Común, la Justicia Social, u otra Idea que encarne el fin del Estado, deben encauzar orgánicamente los fines particulares, pero lo social siempre es una Totalidad que va más allá de la suma de los logros particulares. La economía orgánica aparece como una crítica rotunda al liberalismo. Pero no porque se predique un totalitarismo colectivista, esto es, un Todo dirigista y planificador que ahogue las iniciativas de los individuos y de las corporaciones. Al contrario: se recogerá de la savia vivificante de la filosofía liberal el deber de respetar y auspiciar esas iniciativas individuales, pero debidamente subordinadas en una jerarquía, donde prime el interés social y nacional.

 

El romanticismo de Adam Müller está muy lejos de la prédica roussoniana a favor de un retorno a la Naturaleza, de un individualismo rebelde y destructor, de cualquier propensión anarquista o utópica, actitudes que también se encuentran in nuce entre los primeros románticos. Por el contrario, es la Historia (y dentro de ella, la nostalgia por el Medievo) la fuente de inspiración para poder recuperar todo aquello que, con las Luces y las guillotinas, a partir de 1789, hemos ido perdiendo. Pero el romanticismo mülleriano no es, sin más, un pensamiento contrarrevolucionario, que denuncie y sobrevuele la Revolución Francesa como origen de numerosos errores. Es una denuncia de la Modernidad. Ya en el Renacimiento se desvirtuó el curso de Europa:

 

“No necesito insistir sobre la gran parte que corresponde al enorme incremento que registra el mercado europeo a fines del siglo XV y principios del XVI, y al descubrimiento de las antigüedades griegas y romanas, y al de las dos Indias, la que corresponde al aumento de los signos del capital físico representado por los metales preciosos, primero en la disgregación del capital físico y espiritual, y en los tiempos que siguen, en la supremacía que se arroga el capital físico sobre la vida civil, en el carácter manufacturero, dinerario-capitalista, que rebaja todo trabajo a la categoría de mecánica función; en el espíritu desmembrador, que considera la propiedad de la tierra como un mero capital y trata de dividirlo como divide el capital, siendo así que el laboreo de la tierra no permite la división corriente del trabajo ni la progresión ascendente del lucro; tampoco tengo que subrayar la parte que a todas estas circunstancias corresponde en el espíritu conceptualista que se apodera de todas las ciencias y disgrega el magnífico imperio universal de las ideas en un sinfín de minúsculas ciencias útiles y de provechosos capitalitos de conocimientos” (17).

 

La clerecía medieval fue el estamento encargado de llevar a cabo las funciones del Capital cuando todavía no se había escindido el capital físico y el capital espiritual.

 

Tras los cambios del Renacimiento, las escisiones de la vida europea no cesaron, y llegaron hasta el desarraigo. La propia ciencia (capital espiritual, según Müller) es víctima de la especialización y mezquindad. El afán de lucro, la no conciencia de los límites de la naturaleza, se extienden hasta la propia economía agrícola, lo que causará un desastre.

 

Que la Economía y la Política tomen elementos de ese fundamento romántico, y de ese romanticismo organicista e historicista en concreto, no invalida per se el propio proyecto de actuación en el presente y en futuro. Son los elementos simbólicos de ese romanticismo (más que los nostálgicos o simplemente los reaccionarios) los que deben recuperarse. El romanticismo fue un intento de superación de las escisiones, del desarraigo (18).

 

El romanticismo y la Economía Orgánica de Müller son elementos importantes de una visión nacionalista de la Totalidad social. Conviene resaltar que, en estos tiempos de exaltación del cosmopolitismo y del multiculturalismo, trasunto, en realidad de una Economía Mundial y de una acción destructiva de las empresas trasnacionales, Müller acabó regresando hacia ciertos presupuestos del Estado Comercial Cerrado, obra del gran filósofo idealista Fichte, que también fue precursor del nacionalismo germánico y al que tanto criticara Müller en un principio. La crítica que Fichte hace del liberalismo de Adam Smith, la defensa de la Autarquía, el cariz nacional que ha de revestir la Economía, en tanto subordinada a la Política (como parte del Todo), son posiciones que Müller acabará adoptando.

 

En la actualidad, pretender apoyar una Economía nacional (ya que no nacionalista), supone atentar contra los dogmas más sagrados de la actual ortodoxia. Todo proteccionismo, todo apoyo decidido a una educación patriótica, que sirva para formar ciudadanos patrióticos en su faceta de productores tanto como en la faceta de consumidores, es un discurso que resulta desagradable a los oídos de los neoliberales. Ellos desearían una ciudadanía mundial perfectamente homogénea, o dotada de un mínimo de acentos y peculiaridades locales y regionales, en aras de una división internacional del trabajo sin trabas de ninguna índole, promoviendo e imponiendo –incluso a sangre y fuego- un Mercado Global Planetario. El Cosmopolitismo y el Universalismo serían consideradas –desde el punto de vista racional- unas ideologías destructivas y genocidas de no ser porque sirven como coartada ideológica al proceso capitalista, que, en esta última fase, tras las dos guerras mundiales, cuenta con el mundo entero como campo sin fronteras para su entero saqueo. Las corporaciones trasnacionales promueven el cosmopolitismo porque el propio Capital que las identifica y con el que actúan es cosmopolita. Recíprocamente, y haciéndole el juego a un sistema tan genocida, la supuesta “izquierda”, esto es, la ideología marxista nacida en teoría para hacer frente a esas fuerzas del capital también predica un Cosmopolitismo y un Universalismo, afirmando –cual dogma de fe- que el proletariado no tiene patria. Capital y Proletariado, ambos tomados como abstracciones, pero abstracciones producidas, elaboradas artificiosamente por un modo de producción que, nacido en Europa bajo determinadas circunstancias, pretende imponerse a escala planetaria e imponer a todas las culturas y pueblos un seco y artificial modelo de hombre, un esclavo del Capital. No es una imposición del “europeo”, del “occidental” lo que se difunde por el Globo. Es una abstracción de hombre, asalariado-consumidor, arrasando con los múltiples arraigos que el hombre, el “indígena”, mantiene con su Tierra y su Tradición. En este sentido, no es de extrañar que la ideología marxista cuente con alguna efectividad justamente allí donde se liga a movimientos nacionalistas e indigenistas, donde arropa el verdadero instinto proteccionista y autárquico, que es el instinto de autodefensa ante la agresión del Capital.

Lo fácil sería despachar con cajas destempladas a Adam Müller, como hacen tantos, tildándole de reaccionario y romántico. Estos dos calificativos, sin embargo, solo adquieren carga negativa desde determinada ideología. A una acción sigue una reacción. Para el historiador resulta enteramente natural que un fenómeno con luces y con sombras, como fue la Revolución Francesa, provocara espanto y rearmes ideológicos en su contra, y más en países que, siendo vecinos de Francia, en modo alguno participaran de unas condiciones sociales propicias para la incorporación de los valores revolucionarios. Esa fue el caso de los estados alemanes y de España y, por razones distintas (que el propio Müller explica en sus Elemente der Staatskunst), en Inglaterra. En cuanto al epíteto de “romántico”, a su vez, tomado como sinónimo de reaccionario, es un lugar común en el que no merece la pena entrar a fondo. Baste decir ahora que del movimiento romántico surgen pensadores contrarrevolucionarios, es cierto, pero también ardientes defensores de los ideales de la Revolución. De él brotaron los nacionalismos europeos (¿de él o de las guerras napoleónicas?), pero hay que rechazar enérgicamente la equiparación entre nacionalismo y reacción. En el propio Herder (romántico y precursor del nacionalismo) hay abundantísimos elementos de la Ilustración, y en absoluto hay que ver en el despertar de las nacionalidades europeas y en el concepto de Pueblo (das Volk) un retroceso o una semilla del diablo.

 

Para un Economista, pero al mismo tiempo, para un romántico como Müller, la Historia, el Pasado, tenía por fuerza que contar como Capital. El proceso de la Producción no es, como ya indicábamos más arriba, una mera transacción o “metabolismo” entre el hombre y la naturaleza. La reciprocidad entre estos dos factores no se puede entender si no es por medio de un tercero. Estamos, en contra del mecanicismo (acción-reacción, causa-efecto), más bien ante un planteamiento dialéctico. Los opuestos piden mediación, y el tercero la resuelve. Esta es la alternativa a Smith:

 

“[…] el hombre acusa tres relaciones principales que deben ser tenidas en cuenta, gobernadas, fomentadas y reanimadas constantemente: 1, relación con la naturaleza exterior, que hay que incrementar mediante mejoras, esto es, aplicando adecuadamente capitales y fuerzas humanas; 2, relación con sus propias fuerzas personales, que necesitan de la colaboración de la naturaleza exterior y del capital para ejercitarse y realizarse; finalmente, 3, relación con el pasado o con el capital, que también es menester aplicar a los dos anteriores, al trabajo y a la naturaleza para actualizarlos. El suelo, el capital y el trabajo no son fuentes de riqueza en sí, sino elementos de ella; su acción recíproca vivaz constituye la única fuente de riqueza. Tan pronto como el trabajo y la naturaleza –cualquiera sea el lugar o la época en que haya ocurrido- entran en recíproca acción, se origina un capital, ya sean los aperos de labranza, la cabaña, las semillas. Este capital colabora en el aumento de la producción siguiente; potencia las fuerzas del suelo y del trabajador y, entre tanto, se reproduce, se duplica y triplica también el capital mismo” (19).

 

Esta disposición trimembre de los factores de la producción, alternativa a la de Adam Smith, implica una distribución de funciones de tres clases sociales: 1) terratenientes, 2) trabajadores, 3) capitalistas (en el medievo, el clero). Significativamente, los terratenientes en la medida en que cuidan, mantienen y mejoran sus fincas hacen las veces de trabajadores. Müller no los equipara, como hace el liberalismo y el marxismo, con los capitalistas. Por su parte, la categoría de los trabajadores en Müller difumina la existencia incipiente del proletariado: más bien alude al burgués que, privado de la fortuna, de los dones recibidos por herencia, adquiere en cambio su posición por medio del mérito propio. El Capital, en cambio, aparece como una especie de potenciador, de abono en la interacción entre el hombre y la naturaleza. En el factor “Tierra” encontramos una gran productividad intrínseca y el factor “Trabajo” aparece en una posición subsidiaria. Por el contrario, en la industria (que Müller comprende en un sentido genérico de trabajo en la urbe) se observa que la naturaleza (el conjunto de las propiedades intrínsecas de los objetos) es la que pasa a segundo término frente al esfuerzo humano. En la industria, es el hombre el que produce mucho más que la naturaleza. En el campo, es la naturaleza la que lleva la voz cantante. Renta, lucro y salario serán las tres manifestaciones del valor de cualquier objeto producido.

 

“De la generosidad del suelo, que es sobre lo que menos poder posee la energía humana, depende en definitiva la medida disponible de fuerzas humanas libres y cuántos trabajadores se pueden entregar a la industria urbana. Por otra parte, la aceleración que la industria humana se imprime a sí misma por la división del trabajo y el acabado supino de cada empresa, y la independencia en que se halla de las estaciones, influye sobre el suelo, aligera su inercia, ensancha y fomenta su cultivo. El capital, finalmente, repite ambas funciones: las acelera o las refrena, ya que posee las propiedades de las dos, lo mismo de la tierra como del trabajo” (p. 286).

 

En definitiva, hay un continuum de diversos grados de operatoriedad humana. El grado en que el hombre puede volcar su fuerza de trabajo, que en la tradición de Ricardo y Marx es un quantum medible en horas, sobre los objetos es de lo más diverso. Para Marx, ciertamente hay una inversión de capital en las distintas clases de fuerza de trabajo: no aporta tanto valor una hora de trabajo del obrero sin cualificación que una hora del obrero formado, pero estas diferencias ya vendrían incluidas en el valor comprado por el capitalista. El patrono compra la mercancía llamada “Trabajo” y, en condiciones normales, tendrá que pagar más por las mercancías de más calidad. Desde ese momento, la fuerza de trabajo entendida como mercancía queda homogeneizada. Pero en Müller hay una reflexión desde el otro ángulo: las diversas actividades productivas entrañan distintos grados de maleabilidad, de transformabilidad a cargo del hombre. La posibilidad de “dejarse transformar” de la Tierra no es la misma que la del objeto en la fábrica. Nuevamente vemos que Müller es un pensador pre-ecologista y que no pudo llegar a ver que el propio agro es hoy un sector intensamente industrializado, y que el poder operativo del hombre – en este capitalismo tan tecnológico- impera sobre las relaciones envolventes (las que vienen determinadas por el clima, los meteoros, los ciclos estacionales, sequías, etc.). Pero, admitiendo esto, no está exento de interés que nuestro pensador conceda diversa contribución a cada uno de los factores, y que en todo caso haya una dialéctica, esto es, que según dónde y cómo, uno de los factores relegue los esfuerzos humanos a segundo término (en el campo) o los eleve a primer plano (ciudad, industria).

 

Notas

 

(1) Vamos a citar repetidas veces la obra de Adam Müller, Elementos de Política, editada por Doncel, Madrid, 1977 (no figura traductor).

 

(2) Como señalaba Mario Góngora (“Romanticismo y Tradicionalismo”, Revista de Ciencia Política, Vol. VIII, Ns. 1-2, 1986, pps. 138-147), en el ámbito hispano este Romanticismo fue muy tenue (en la Península Ibérica y en América española). Los jacobinismos de toda laya, la ideología doctrinaria y formalista, frente al organicismo del Volkgeist, gozaron de un predominio absoluto. Y ya hemos señalado que el Romanticismo tardío hispano fue una especie de Providencialismo, de agustinismo político, que no dejaba a un lado un cierto universalismo. Lo católico significa “lo universal” y una Iglesia Universal comprende, en el límite, una negación del nacionalismo. Sólo de manera tardía, en nuestra península, el carlismo vasconavarro evolucionará hacia el nacionalismo, combinando la influencia del clero con el concepto del Volkgeist germano.

 

(3) Müller, pps. 66-67.

 

(4) Müller fue un hombre religioso y que otorgó a Dios y a la Religión un papel importante en la Economía Política: “Sin la religión, la actividad económica pierde su objetivo final […] La dificultades económicas surgen, sobre todo, porque los hombre se olvidan del poder divino. El trabajo no es la única fuente de producción. Solo es el instrumento al que hay que añadir el poder (que viene de Dios) y los apoyos materiales de la propiedad de la tierra y el capital ya existente” [Eric Roll, Historia de las Doctrinas Económicas, FCE, México, 2004, p. 204].

 

(5) En lugar de postular los tres conocidos factores de producción de los economistas clásicos, a saber, Tierra, Trabajo y Capital, Müller defiende como factores la Naturaleza, el Hombre y el Pasado. La Naturaleza, en la medida en que es trabajada o civilizada, conduce a la propiedad de la Tierra (la nobleza). El Hombre, en la medida que aporta trabajo, se vuelve burgués. El Capital, antaño factor reservado al clero, como fruto de la descomposición del feudalismo, se disoció en Capital espiritual y Capital material. (Roll, pps. 204-205). Eric Roll lamenta la ausencia del campesinado en el pensamiento de Müller, y en un tono acre tiende a vincular esta ausencia al encomio de la clase terrateniente y a la idealización que hizo de la Edad Media. Una idealización incoherente, puesto que Müller defendía un tipo de Monarquía y de Estado totalistas que no se correspondían con las realidades históricas del feudalismo, donde primaba un Estado más bien débil.

 

(6) Müller, p. 67.

 

(7) Ibíd.

 

(8) Müller, p. 123.

 

(9) Müller, p. 122.

 

(10) Müller, p.215.

 

(11) Müller, p. 180.

 

(12) Müller, p. 181.

 

(13) Ibíd.

 

(14) Müller, p. 93.

 

(15) Müller, p. 237.

 

(16) Müller, p. 238.

 

(17) Müller, p.307.

 

(18) José Luis Villacañas, confrontando a Müller con Schmitt, escribe (p. 73): “[…] el romanticismo, en la medida en que fue consciente del enemigo contra el que luchaba, propuso una teoría alternativa de totalidad orgánica de la vida social y política, alrededor de un Estado entendido como obra de arte capaz de una integración total y sentimental, afectiva e irracional. Conforme más avanzada estuviera esa misma fragmentación moderna, tanta más base social obtendría la oferta romántica. El romanticismo pensaba responder a los dolores de la escisión moderna con un abundante repertorio de interpretaciones simbólicas capaces de dotar de unidad a la representación de una vida social objetivamente escindida. La fantasía y su creatividad encontraron ahí su campo de juego, que ocultó las realidades de la vida histórica, que mientras tanto crecían sin ser conocidas.” [Poder y Conflicto: Ensayos sobre Carl Schmitt, Biblioteca Saavedra Fajardo de Pensamiento Político, Biblioteca Nueva, Madrid, 2008]

 

(19) Müller, p. 282.

By Saruman