Llegó el día en el que una auténtica tormenta de fuego barrió el globo, desde Beirut hasta Santiago, de Ushuaia a Pekín, de Madrid a Portland.

 

Como erupciones purulentas en la carne podrida e infecta, como bubones inflamados dispuestos a reventar y propagarse, aparecieron casos positivos de las entrañas de la tierra, emergiendo por las alcantarillas y sumideros de las ciudades, vomitados por las fallas y simas del mundo. Aquellos hombres de mirada baja y gesto de resignación, colocados en fila como los protagonistas de un antiguo friso, arrugaban con manos temblorosas el papel que sellaba su más inmediato destino. La prueba que determinaba si estaban o no poseídos por el Virus había dado positivo. Enfermos por decreto, más bien parecían particulares héroes trágicos regresando del Hades, marcados por la gélida garra de un demonio sin nombre ni apellidos.

Los hospitales se erigieron como grandes templos modernos consagrados al culto mistérico de la Salud. Entre efluvios hidroalcohólicos, se trataba a los poseídos y se oficiaban misas y bailes en honor a la Diosa. Se habilitaron dependencias especiales y se inauguraron flamantes nuevas alas. Siempre en constante crecimiento y remodelación, aquellos emplazamientos de aspecto mortecino empezaron a ser tan reverenciados como temidos. Se cerraron al mundo, cortaron sus canales de comunicaciones y destruyeron sus registros, aislándose como antes hicieran los monasterios y las lauras de la Tardoantigüedad. Pronto, la esporádica llamada a la iniciación, la convocatoria para participar en aquel horrible rito de paso, comenzó a ser vista como un ineludible trance, como una más de las etapas por las que pasa el ser humano civilizado a lo largo de su vida. La obligatoriedad de rendir tributo, unirse a las ingestas mórficas y bailar al son de las flautas mecánico-ventiladoras era vista como un deber universal. Los funcionarios de la Salud Impositiva arrastraban a aquellos que no querían participar en las hecatombes de poseídos. Aquellos hospitales, tan lejanos y al mismo tiempo tan terriblemente cerca, tan necesarios y a la vez tan evitados, se convirtieron en símbolo y cúspide de la civilización; a la vez nodos tecnológicos y lugares de veneración, sombrías representaciones arquitectónicas del poder supremo de la técnica y de la total rendición del hombre ante la Diosa.

Los arúspices, quirujanos y adivinos, de largas barbas, dentadura amarillenta y mirada crispada, comenzaron a copar los puestos de relevancia en la estructura política de los estados. La población demandaba que así lo fuera, ya que nadie más que los tocados por la Diosa podían garantizar el tratamiento necesario para los enfermos y alentar la futura victoria en la larga batalla contra la demoníaca posesión del Virus. Más aún, aquellos mandos que hasta entonces se habían mostrado escépticos o al menos indolentes, protagonizaron una rápida conversión a la nueva fe. En lugar de abrir animales en canal y analizar sus entrañas, estos modernos sacerdotes agitaban fardos de paperse informes, repletos de un ininteligible maremágnum de datos, al mismo tiempo que lanzaban agrias diatribas aleccionadoras y moralizantes con esas bocas desenmascaradas, siempre prestas al esputo involuntario.

Aquellos textos sagrados provenían de una casta especializada en numerología, criptografía y lenguaje abstruso. Dictaduras religiosas de medio mundo habían confeccionado a medida las cifras y pruebas que los técnico-sacerdotes pasaban a plasmar en sus escritos divulgativos. No era en modo alguno una tarea artística, sino del todo funcional: la Sagrada Biblia Axiomática era una herramienta imprescindible para justificar y legitimar la unión forzosa del hombre con la Diosa. Con inconmensurable paciencia y deleite, los técnico-sacerdotes redactaban y miniaban papertras paper, hasta conformar una literatura tan ingente y esotérica que ningún ser humano, por versado que estuviera, podía aspirar a descifrar. Por tanto, las conclusiones de esos vastos textos eran tomadas como axioma hasta que aparecía un nuevo volúmen que venía a contradecir todo lo anteriormente escrito. Montañas y montañas de textos, petabytespetabytesde datos, eran destruidos con frecuencia y sustituidos por nuevas toneladas de información, las cuales se acumulaban en la cuna de la sabiduría universal como el polvo de las eras geológicas. A menudo, eruditos de cualquier parte del mundo se enzarzaban en largas e infructuosas discusiones teológicas, que invariablemente acababan en tablas. A través del empirismo y la experimentación, la Ciencia Sagrada avanzaba en los misterios de la Diosa; sí, pero nadie sabía en qué dirección ni con qué propósito. La Serpiente había fagocitado el báculo de Esculapio.

Los aulas de los colegios se convirtieron en fábricas de nuevos posesos y en cámaras de sacrificio ritualístico en honor a la Diosa Covid, con el símbolo fálico del hisopo penetrando las inmaculadas fosas nasales de los niños —aquellos niños que pronto dejaron de pertenecer a los padres y pasaron a permanecer bajo la amable tutela del Estado del Divino Bienestar— y la omnipresente impartición de la única asignatura validada por el Culto: Higiene Aliada. La educación, el ocio, el desarrollo individual, los placeres de la juventud y la felicidad pasaron a un segundo plano. ¿Acaso no palidecían todos aquellos vergonzantes conceptos cuando se colocaban bajo la radiante luz de la Diosa?

La masa humana, amorfa y abigarrada, distribuida por caótico mandato en falansterios y lazaretos alrededor de todo el globo, se convirtió en el último y definitivo reservorio del Virus: una fuente constante, inagotable, infinita de sujetos de toda raza y clase que temporada tras temporada eran vacunados de forma sistemática para prevenir su posesión. Con la llegada de cada otoño, nuevas versiones de la costosa vacuna acudían puntuales a llenar las reservas de los templos sanitarios. Aquellas en apariencia eran cada vez más perfectas, o eso clamaban los clérigos, pero por algún motivo jamás eran incapaces de detener el flujo de positivos. Cada temporada, el número de posesos se revitalizaba, lo cual requería de más papers, más templos, más sacrificios a la Diosa, más vacunaciones y más recursos destinados al culto; que eran recaudados mediante la fuerza por exactores al servicio de la élite sacerdotal.

No es que los exactores necesitasen del arcaico dinero. Aquellas anacrónicas y viejas empresas financieras hacía mucho tiempo que habían mutado en Sociedades Esotéricas consagradas a acaparar y gestionar recursos que en el futuro iban a ser destinados a paliar pandemias venideras. Con el convenio de los sacerdotes, mediante hechicería, los Magos Banqueros emitían e imprimían bonos sanitarios en base a un complejo plan del que se desconocían sus pormenores y objetivos últimos. Los Bonos permitían a la masa una subsistencia básica y el derecho a ser tratada y marcada en los templos hospitalarios. La productividad, la eficiencia y el valor de bienes y servicios se definían mediante complejas cábalas basadas en el número de poseídos y de potenciales enfermos. La oferta y la demanda se adaptaban flexible y convenientemente a los ciclos de enfermedad. Los desequlibrios y el descontento se regulaban a través del miedo y la disponibilidad de vacunas. El titánico esfuerzo que requería la planificación global de la producción se justificaba mediante motivaciones sanitarias, y se organizaba a través de los recursos técnicos que habían sido preservados en el pasado, antes de que el Progreso y la Historia se ralentizaran: mecanismos de videovigilancia, control digital, biometría, sistemas de datos distribuidos, modificaciones genéticas, ingeniería psicosocial… toda aquella magia traída del siglo XX y comienzos del XXI estaba siendo utilizada para gloria y dicha de la Diosa. Covid era una deidad de extraordinaria avidez. Constantemente requería de la fuerza y del ingenio de los hombres. Todo el capital humano, todos sus recursos e ingenio, todo su espíritu y voluntad, eran dedicados sin excepción a contentar los caprichos de la Diosa, y la exigua vida económica que quedaba sobre la Tierra se fundamentaba en base a criterios sanitario-religiosos destinados a controlar los positivos por posesión de Covid.

Siempre habría positivos, siempre. El Positivismo Covidiano había llegado para aplastar cualquier ideología, cualquier movimiento civil, cualquier iniciativa, cualquier empresa humana, cualquier atisbo de heterodoxia o de espiritualidad díscola. La sociedad iba a quedar estructurada en torno a la dicotomía que formaban la Amenaza Eviterna de la Covid y su Infinito y Omnipresente Amor. Todos los sueños, aficiones e intereses eran rendidos ante la Gran Hidra Farmacéutica de mil cabezas, quedando para siempre postergados y aplazados. Todos los esfuerzos y anhelos eran destinados al Culto Sanitario, a pagar las admoniciones de los sacerdotes de bata blanca y las fábulas de los oradores que gritaban desde los minaretes de los templos hospitalarios, a financiar los conjuros y encantamientos para disipar el virus, para traer la Salud, para conservar a las personas eternamente vivas, siempre jóvenes, condenadamente sanas, vampírica y transhumanamente posmodernas; para intentar apaciguar sus dolencias y tratar de alejar el fantasma de las afecciones físicas.

En algún momento, la Historia se detuvo, terminó. El tiempo pasó a contabilizarse en ciclos epidémicos, sin mayor divergencia entre unos y otros que el número final de poseídos. Bajo un permanente estado dual de inmisericorde terror y amor comunal, no tenía cabida ningún evento o acaecimiento capaz de perturbar el Flujo Constante de Positivismo. Todo dejó de importar, y todo fue Todo. Con el paso de las centurias, a través del mar de las pandemias, el Nuevo Hombre Normal fue moldeado, esculpido y desbastado por la Diosa. Toda volición humana se integró en el Todo, y el Todo era la Diosa y la Enfermedad, hasta el punto en que nacidos y no nacidos pasaron a formar parte de la misma entidad doliente y a la vez sana. Como un sargazo de dimensiones colosales, la Humanidad que poblaba la Tierra mudó a poco más que una estática entidad vegetal de escala planetaria, una compleja trabazón de mimbres entretejidos por las manos de la religión de la Salud, incapaz de desplazarse tanto en el espacio como en el tiempo, condenada a flotar a la deriva y a permanecer en un estado de semi-vida, con nodos y sarmientos podridos que de forma esporádica se desprendían mientras otros brotaban, constantemente azotada y conmovida por la Enfermedad y por el Amor puro y sincero hacia esa crónica desgracia.

FUENTE: Kategorie C

By Saruman