Rompehielo peruano en el Puerto de Punta Arenas.
En vigor desde 1961, el Tratado Antártico fue inicialmente concebido para durar 30 años. Pasado ese plazo, los países que conforman su sistema aprobaron un Protocolo Ambiental (Protocolo de Madrid) para extender la “Pax Antarctica” por otros 50 años (en vigor después de 1998). Así, en 2048 se iniciará un período durante el cual el Tratado Antártico (con todo su sistema normativo) podría, a solicitud de cualquiera de sus Partes Consultivas, ser objeto de revisión.
En la medida que progresa el verano austral, la bahía de Punta Arenas vuelve a recibir a un grupo de naves polares ocupadas en abastecer bases y proyectos científicos, todos instrumentales para fortalecer la “presencia” de aquellos países que operan en la Antártica. Entre las naves que recurrentemente utilizan el estrecho de Magallanes como punto de logística se hallan un rompehielos y un navío oceanográfico de apoyo de la marina del Brasil, y un rompehielos de reciente construcción de la armada del Perú.
Desde una perspectiva estrictamente política, la presencia de esas naves en aguas australes chilenas debe entenderse como manifestación de la voluntad de ambos países de ser parte del “grupo de Estados que gobierna la Antártica” y, en un escenario catastrófico para la cooperación polar, un “antecedente” para participar de la repartición de la Región Polar Austral. Así de simple.
En el caso del Brasil (y luego también del Perú y Ecuador), el principio inspirador de tales ambiciones se haya en la llamada “teoría de la defrontación”, una invención geopolítica brasilera de la década de 1950, concebida en el marco de la rivalidad generada por los “reclamos antárticos” del Reino Unido, Argentina y Chile –que incluso motivó una “invitación” británica para someter el asunto a la jurisdicción de la Corte Internacional de Justicia (1947-1956). Como se sabe, esa circunstancia quedó luego superada por la cooperación política y científica del Año Geofísico Internacional (1957-1958) y, enseguida, por la negociación y puesta en aplicación del Tratado Antártico (en la cual ni Brasil, ni Perú, ni Ecuador participaron).
Solo en 1975, 1981 y 1987, respectivamente, dichos países sudamericanos adhirieron al Tratado Antártico (y a su “Sistema” normativo), en el cual –otra vez respectivamente– solo desde 1983, 1989 y 1990 tienen estatus de “Parte Consultiva” (voz y voto en el sistema de decisiones).
De interés es que en 1987, seis años después de haber adquirido estatus Consultivo, con un Decreto que estableció su Política Antártica, el Gobierno del Brasil formalizó su voluntad de “proteger sus derechos directos y sustanciales en la Antártica”, dejando entrever que tales “derechos” podrían “ejercerse” en el caso de que el Tratado Antártico no estuviera vigente. De idéntico interés es que la actual Política Nacional de Defensa del Brasil estipula que, mientras uno de sus objetivos es acceder a todos los mecanismos de decisión del sistema internacional, los intereses brasileros en la Antártica tienen carácter especial, toda vez que, junto con el Atlántico Sur, se trata de una región con “significativas reservas” de recursos naturales.
Un enfoque algo distinto ocurre en el caso del Perú, país “del hemisferio sur” que, por factores “ecológicos e históricos”, se considera a sí mismo con proyección hacia el Antártico. Por ahora, el enfoque peruano parece concentrado en la cooperación polar, al menos mientras el Tratado Antártico esté vigente.
Además de Brasil, Perú y Ecuador, en distintos momentos y con distinta “intensidad”, Uruguay e, incluso, Colombia, han “sobrevolado” la utilidad de la “teoría de la defrontración”, una suerte de extrapolación del llamado “principio del sector”.
Originalmente ideado a comienzos del siglo XX para resolver la cuestión de las fronteras de Canadá en el Ártico, entre 1908-1933 el “principio del sector” fue empleado por el Gobierno británico para fijar los límites de sus “territorios” en la Antártica Occidental y en el sector australiano y neozelandés de la Región Polar Austral. Invocando distintos títulos y –también– aplicando el llamado “principio hinterland” (en el siglo XIX utilizado por las potencias europeas para fijar los límites de sus colonias africanas), los “reclamos” británicos tuvieron como referentes determinadas longitudes sobre la costa circumpolar, al interior de las cuales los espacios de tierra firme se prolongan hacia el “hinterland”, ergo, hacia el Polo Sur.
Con ese antecedente, ya en 1926 la Unión Soviética estableció los límites de su territorios árticos entre la Península de Kola y el Mar de Barents, y el extremo noreste de Siberia sobre el estrecho de Bering. Adicionando lo que la geopolítica soviética denominó el “principio de gravitación de los espacios terrestres” (plataforma continental incluida) y el concepto de “área de atracción”, desde entonces el reclamo territorial soviético se extendió hasta el propio Polo Norte. Es con ese antecedente que, en diciembre de 2001, Rusia se convirtió en el primer país en utilizar la normativa de la Convención sobre el Derecho del Mar para “reclamar” millones de kilómetros cuadrados de territorios submarinos, Polo Ártico incluido.
En el Antártico el principio del sector ha sido utilizado no solo por el Reino Unido y sus otrora colonias Australia, Nueva Zelanda y África del Sur, sino también por Noruega, Francia y Argentina. Igualmente, y como queda dicho, vía una extrapolación de ese concepto (la “teoría de la defrontación”), Brasil y otros países sudamericanos pretenden “reservarse” derechos en la Antártica.
El caso chileno es distinto y, sobre todo en idiomas distintos al castellano, casi desconocido. Sobre todo la literatura anglosajona tiende a reducir el argumento chileno al estereotipo de las Bulas Alejandrinas (1493), el Tratado de Tordesillas (1494) y el principio del “uti possidetis” (1810). Error craso. Si bien el Decreto Antártico de 1940 guarda cierta similitud con el Decreto soviético de 1926, en la práctica dicho acto del Estado chileno fijó –únicamente– los límites exteriores de un territorio polar geográfica y ambientalmente vinculado al resto del país, en el cual, además, la presencia permanente de sus naturales y sus empresas antecede a los primeros científicos y al más antiguo de los “reclamos antárticos”.
Desde un punto de vista general, el enfoque esencialmente geopolítico que Brasil dispensa a la situación antártica (con énfasis en los escenarios post-2048), resulta útil para comprobar –una vez más– que mientras la cooperación política y científica polar continúa cada año, diversos Estados han comenzado a prepararse para una circunstancia en la que el Tratado Antártico ya no esté vigente.
En vigor desde 1961, el Tratado Antártico fue inicialmente concebido para durar 30 años. Pasado ese plazo, los países que conforman su sistema aprobaron un Protocolo Ambiental (Protocolo de Madrid) para extender la “Pax Antarctica” por otros 50 años (en vigor después de 1998). Así, en 2048 se iniciará un período durante el cual el Tratado Antártico (con todo su sistema normativo) podría, a solicitud de cualquiera de sus Partes Consultivas, ser objeto de revisión.
Después de esa fecha cualquier revisión deberá ser aprobada por la mayoría simple de las Partes, entre las cuales, sin embargo, deberán incluirse ¾ de las Partes Consultivas del Tratado al momento de la aprobación del Protocolo (28 países). Si este quorum no es alcanzado, pasados tres años sin que el Tratado enmendado sea ratificado por al menos 22 de los países que en 1998 tenían estatus consultivo, cualquier país podrá retirarse del Protocolo (y en definitiva del Sistema del Tratado Antártico). En un escenario tal –y toda vez que la prohibición para las actividades mineras deberá para entonces estar incluida en un “régimen jurídicamente obligatorio”–, transcurridos otros dos años, dicho país podría, al menos hipotéticamente, iniciar actividades mineras en la Antártica (2053). Dicho de otra forma, a partir de 2048 bastará la iniciativa de un solo país y una minoría de 7 gobiernos para que, a partir de una teórica fallida revisión del Tratado, la “Pax Antarctica” –tal como la conocemos desde 1959-61– deje de regir. Un escenario catastrófico.
Además de que es sabido que Rusia, China y la India (y probablemente otras Partes Consultivas) siguen mostrando interés por la explotación de los recursos naturales antárticos (además de la conocida riqueza pesquera del océano Austral, ciertos estudios afirman que al sur de la latitud 60º sur existen no menos que 203 billones de barriles de hidrocarburos), la inclusión de la Antártica en el tablero de la “nueva Guerra Fría” y la reafirmación de reclamos territoriales vía la implementación de la normativa del Derecho Internacional sobre plataforma continental más allá de las 200 millas, hacen que la preocupación por el futuro de la cooperación polar después de 2048 sea un asunto de creciente importancia para el interés nacional.
En la parte final del actual Gobierno, Chile ha logrado reaccionar ante este escenario en desarrollo precisando los límites de su plataforma continental en algunos espacios al sur del Cabo de Hornos. Para que en un escenario catastrófico (e indeseado) nuestro país esté no solo en condición de hacer valer sus derechos soberanos, sino que cuente con capacidad de gestión para disuadir a otros países menos comprometidos o con un doble discurso, es imprescindible que los derechos chilenos sigan reforzándose vía la implementación del Estatuto Antártico y los trabajos geocientíficos que deben demostrar que, conforme con el Derecho Internacional, Chile es efectivamente una continuidad desde y hacia la Antártica.
No hacerlo (e informarlo urbi et orbi) constituiría una renuncia a la iniciativa que siempre caracterizó a la contribución chilena a la gobernanza de la Antártica. Ningún principio, concepto o ambición geopolítica o económica, antigua o nueva, deben impedir que décadas invertidas en construir y fortalecer la cooperación antártica den paso a un período de incertidumbre e inestabilidad de consecuencias difíciles de imaginar.
La misma aprensión debería ser válida para las iniciativas que –teniendo como referentes los regímenes para los fondos marinos, la luna o el espacio exterior– desean convertir a la Región Polar Austral en “patrimonio común de la humanidad”, reemplazando el actual sistema de gobernanza por uno que –a diferencia de este– no está probado y, por lo mismo, no pueden suponérsele la experiencia ni las capacidades de aquel que por siete décadas ha asegurado que la Antártica no solo sea una región desmilitarizada y desnuclearizada, sino que “un nuevo mundo austral” abierto a la investigación y a la cooperación política.
Desde ya en necesario y conveniente pensar en qué podría ocurrir en la Antártica a partir de 2048.
El Mostrador 20-01-2022