En un momento de euforia tras el bombardeo de B-2 a Fordow, Tel Aviv se llenó de carteles con mensajes dirigidos a Trump: Señor Presidente, termine el trabajo. Gracias, señor Presidente.

Mientras Netanyahu adulaba a Trump para que intensificara la guerra, Trump tenía otros planes. Su preferencia parece haber sido la consolidación: un alto el fuego que pudiera presentar como una victoria histórica y un camino hacia lo que realmente deseaba: la reanudación de los Acuerdos de Abraham.

Trump no perdió tiempo. Presentó el alto el fuego como un triunfo personal, afirmando haberlo negociado entre dos partes desesperadas por la mediación estadounidense.

La guerra de Israel no logró ninguno de sus objetivos, pero eso no impidió que Trump convirtiera ese fracaso en una oportunidad para normalizar aún más la ocupación israelí, aislar el eje de la resistencia y afianzar la primacía estadounidense en la región, sin desplegar tropas.

No hubo acuerdo formal, ni documento firmado, ni marco internacional; solo un tuit. Pero el tuit fue suficiente y sentó las bases para un renovado impulso de normalización.

Hoy, en Tel Aviv, las vallas publicitarias anuncian la “Alianza Abraham”, flanqueadas por los rostros de Trump, Netanyahu y Mohammed bin Salman. Detrás de ellos, líderes de Egipto, Jordania, Emiratos Árabes Unidos, Baréin, Marruecos, Omán e incluso la Autoridad Palestina. Algunos han normalizado sus relaciones con Israel, otros no; todos reducidos a meros decorados. La clave está en grabar a fuego la ilusión de este futuro en la mente.

Pero ¿cuál es el vínculo común de esta alianza y contra quién se dirige? La respuesta es clara: contra cualquiera que se resista al dominio y la ocupación israelíes.

La alianza tiene un plan, el Plan Escudo de Abraham, un proyecto para la Gaza de la posguerra desarrollado por más de 100 ex funcionarios israelíes.

Aunque nunca fue adoptado oficialmente por los firmantes de los Acuerdos de Abraham, articula la dirección estratégica evidente tanto en las declaraciones diplomáticas como en la acción militar.

Los carteles muestran el sitio web del proyectoabrahamshield.org , poniendo a la vista de todos el plan y su visión de una hegemonía israelí permanente en Palestina y en toda la región árabe.

Exige un gobierno de transición tecnocrático en Gaza, respaldado por actores regionales e internacionales. Incluye fuerzas policiales de estados árabes “moderados”, lideradas por Emiratos Árabes Unidos y Arabia Saudita, que mantendrían el orden. Israel, mientras tanto, conservaría el derecho —en virtud de un acuerdo con Estados Unidos— de realizar incursiones a discreción.

Se desarmaría a la población, se desmantelaría Hamás y se introduciría un sistema “ZeroCash” para reemplazar la moneda física por un mecanismo monitoreado digitalmente.

Bajo el lema de la “deshamasificación”, el plan contempla la reestructuración de la sociedad palestina mediante reformas impuestas desde el exterior. Se reescribiría la educación para eliminar la “incitación” y promover una narrativa de coexistencia.

Al igual que los proyectos coloniales anteriores, Israel entiende que una de las maneras más seguras de destruir la resistencia es mediante un sistema educativo colonial, un método para formar súbditos obedientes en lugar de liberadores. La «deshamasificación» significa implantar ideologías y visiones del mundo sionistas, suprimiendo el pensamiento crítico y rompiendo la continuidad cultural.

El proceso está diseñado para deshumanizar y desfigurar la conciencia palestina, transformando la educación en un arma psicológica para aislar a los palestinos de su historia y cultura. Si se desmantela el sistema educativo nativo, la memoria de una nación se desvanece.

La vida política se limitaría a facciones consideradas aceptables. En este marco, los ocupados se vuelven dependientes no solo de la ayuda externa, sino también de la autorización para organizarse, hablar y recordar.

Insidiosamente, el plan presenta a Hamás no como un movimiento palestino, sino como un agente externo, una extensión del llamado “anillo de fuego” de Irán. Las facciones de la resistencia son retratadas como mercenarios, agentes de Teherán, en lugar de actores locales que defienden a sus familias y sus tierras contra la ocupación.

Al etiquetar a Gaza como “Hamastán”, el plan transforma la resistencia en agresión externa. Gaza se convierte en territorio usurpado por extranjeros, no en un escenario de lucha local, lo que justifica el control internacional, la vigilancia y la reestructuración.

Esa lógica culmina en la visión del plan de una “transición de Hamastán a Abrahamstán”: una redefinición retórica de los territorios ocupados como una zona normalizada. La memoria y la resistencia son sustituidas por la obediencia controlada. Incluso el lenguaje se convierte en un arma: términos como “coalición moderada”, “gobernanza tecnocrática” y “estabilidad” desinfectan la dominación y hacen que el apartheid sea legible para Occidente.

La llamada “coalición regional moderada” funciona como una OTAN árabe, con Israel en su centro y Estados Unidos respaldándola.

Los Estados del Golfo tienen la tarea de normalizar las relaciones, coordinar la seguridad y apoyar un liderazgo palestino reestructurado. Si bien el plan deja en claro el papel de Egipto y Jordania, se espera que ambos participen, sujetos a la ayuda estadounidense y a su dependencia estratégica.

Así funciona la gestión soberana: represión externalizada a regímenes dispuestos a vigilar a su propio pueblo a cambio de capital y protección. Es colonialismo subcontratado.

Mientras tanto, la Autoridad Palestina se reposiciona, no como un órgano representativo, sino como un socio administrativo en la contención. El plan exige eliminar la “incitación”, expulsar a Hamás de la política e instalar un liderazgo comprometido con la “moderación”. Su función no es liberar Palestina, sino gobernar según los términos de Israel: administrar los fondos de los donantes, supervisar la “deshamasificación” y mantener el orden sin soberanía, autodeterminación ni resistencia.

Pero la lógica no se limita a Gaza. Los mecanismos implementados allí —vigilancia externa, control narrativo y cumplimiento controlado— forman parte de una doctrina regional. El Escudo de Abraham otorga a Israel no solo dominio sobre los palestinos, sino también libertad de acción en toda la región.

Israel ahora afirma su libertad de acción en múltiples países: una licencia sin restricciones para bombardear, asaltar o asesinar donde y cuando le plazca. La percepción de amenaza se convierte en justificación. Sin advertencia. Sin pruebas. Sin restricciones. Solo Israel decide cuándo comienza la guerra, quién debe morir y cuándo termina.

El peligro ahora no es sólo lo que está haciendo Israel, sino en lo que se le está permitiendo convertirse: una superpotencia regional con autoridad sin control, respaldada por Washington y protegida de toda consecuencia.

El enviado de Trump, Steve Witkoff, ha reforzado públicamente esta lógica, insinuando nuevos acuerdos de normalización, haciendo hincapié en la seguridad regional liderada por Israel y omitiendo cualquier mención a la soberanía palestina. Ha sugerido que los palestinos podrían ser “reasentados en un lugar mejor”, ha pedido controles biométricos en Gaza y ha apoyado una política de “cero violaciones” en el Líbano.

Este es el plan desarrollado por más de 100 figuras prominentes ex gubernamentales, incluidos ex oficiales del Mossad, asesores del Consejo de Seguridad Nacional y el embajador ante la ONU, Danny Danon, que describe claramente la visión estadounidense-israelí del futuro.

Por Saruman