La muerte del Estado-nación sería un hecho probado. Sólo quedarían los nombres, la
pompa y la circunstancia, pero su realidad se habría desvanecido gradualmente, disuelta
en el proceso conocido aquí como globalización y en otros lugares como mundialización.
Todo lo que nace merece perecer. El Estado-nación no siempre ha existido y es natural
pensar que un día u otro debe ser tragado por la eterna mutación de las cosas. Sin
embargo, la noticia de la muerte del Estado-nación es sin duda prematura. En una época
en que la construcción europea debía encarnar la superación del Estado-nación, en que las
diversas formas de “gobernanza” mundial (FMI, OMC, etc.) debían llevarnos a lo
“postnacional”, asistimos a los inicios de la desintegración de la Unión Europea, que
aparece cada vez más como una “prisión de los pueblos” y al desarrollo de reivindicaciones
de “identidad” que pulverizan incluso a las naciones antiguas o menos antiguas. Lejos de ir
hacia lo “posnacional” podríamos incluso ir hacia lo “prenacional”, hacia la explosión de las
comunidades étnicas, de las tribus como vemos en Libia y en otros lugares.
Para comprender lo que está en juego, proponemos en primer lugar volver a las cuestiones
teóricas más fundamentales planteadas por la tradición filosófica. A continuación,
trataremos de identificar la originalidad del modelo de Estado nacional inventado por
Europa. A continuación, mostraremos que la tradición internacionalista del movimiento
obrero está estrechamente vinculada al Estado-nación y cómo el globalismo de una cierta
izquierda es la negación del internacionalismo. Finalmente, intentaremos identificar
algunas perspectivas a corto plazo, algunas orientaciones generales para las luchas políticas que se llevarán a cabo.
Los derechos de las personas y el punto de vista cosmopolita.
Como suele ser el caso, los términos de nuestras discusiones actuales han sido establecidos
desde la Antigüedad griega, lo que sigue siendo para nosotros una fuente siempre vibrante
de reflexión. El ideal de la ciudad griega era el de una comunidad política cerrada. Los
griegos eran un pueblo que compartía una lengua ‒a diferencia de los bárbaros cuya
lengua era incomprensible. Pero no formaron una nación, aunque admitieron que las
reglas que se aplicaban a un griego extranjero no eran exactamente las mismas que las que debían aplicarse a los bárbaros. Más allá de la ley propia de cada ciudad (las leyes de
Atenas no eran las de Esparta), existía una especie de “common law”, un koinon nomos,
cuya extensión no estaba bien determinada, pero que era una especie de ley natural. Así
pues, las leyes de la hospitalidad formaban parte de este derecho común. Esto es también
lo que explica el estatus especial de los metecos en Atenas, por ejemplo. Y también es lo
que explica por qué estas ciudades griegas nunca formaron nada más que “ligas” o
federaciones. El término Estado-nación no puede aplicarse a estas ciudades, precisamente
porque todavía no pueden llamarse estados y la organización política no pretende
representar a la nación, es decir, a los que pueden reclamar un nacimiento común. Se
podría traducir educadamente como “comunidad política”. Pero de nuevo, es una
comunidad bien definida: polis se refiere a un verbo que significa “construir muros”. En
Platón y Aristóteles, esta limitación de la polis fluye de la naturaleza de las cosas. Debe ser
lo suficientemente grande como para ser autosuficiente, a través de la diversidad de oficios
que se pueden encontrar allí. Pero tampoco debe ser demasiado grande ‒el exceso es un
gran defecto de la ética griega‒ para preservar su unidad.
Con la decadencia de la ciudad ‒Atenas cae en manos de los macedonios antes de ser
conquistada por Roma‒ los filósofos quieren ofrecer un punto de vista cosmopolita. El
mundo formando una unidad, todos los seres están unidos a él por lazos orgánicos, y los
seres humanos son parte de este conjunto y tienen lazos naturales de simpatía entre ellos.
Forman una gran familia y tienen deberes entre ellos por el mero hecho de ser humanos.
Demasiado a menudo el pensamiento de los estoicos se ha querido ver reducido a una
moralidad de indiferencia a las pasiones y al culto de la libertad interior. Pero el estoicismo
griego ‒que a menudo es retomado por Cicerón‒ incluye una amplia y a menudo
subversiva concepción política. Algunos estoicos griegos llegaron a afirmar la ilegitimidad de la esclavitud, y uno de ellos fue a luchar junto a los esclavos en la revuelta. No es en
absoluto una coincidencia que esta concepción encontrara poderosos ecos en un romano
como Cicerón, un contemporáneo de la formación del imperio romano a lo largo de
territorios de tamaño prodigioso.
Después de la caída del mundo antiguo, la política se redujo a la monarquía, y en el mundo
cristiano la monarquía es universal, ya que el único monarca es Dios, cuyos reyes y
emperadores son los representantes en la Tierra. Dejo a un lado por el momento (para
volver a esto más tarde) todo lo que, con y contra el tomismo, se elaborará principalmente
en las repúblicas del norte de Italia. Pero es con la formación de Estados poderosos que
reclaman una base nacional: Inglaterra, España, Francia, que pronto tendrán que
oponerse a la ruptura del “Sacro Imperio Romano Germánico”.
Para decirlo sin rodeos, la gran agitación de los tiempos modernos en términos de filosofía
política es que la organización política ya no se entiende como un hecho natural ‒el
hombre ya no es la zoon politikon de Aristóteles‒ sino como el resultado de un contrato. El
pueblo se convierte en el pueblo, como Rousseau tan acertadamente dijo. Y se hace un
pueblo al darse un poder soberano común. Antes de que estas ideas pudieran ser
teorizadas políticamente, hubo grandes trastornos políticos que dieron lugar a un
sentimiento nacional o patriótico, que Duby señala que ya era evidente en el momento de
la Batalla de Bouvines. Los súbditos del Rey de Francia se convirtieron en franceses que
reconocieron el mismo poder político y se sintieron unidos por un destino común. Después
de Bodino, Hobbes construye la teoría del estado moderno, pero deja un problema sin
resolver. Si el pacto social y la institución del soberano aseguran la paz dentro de las
fronteras nacionales, entre las naciones sigue existiendo el estado de la naturaleza, es
decir, el estado de guerra de cada uno contra el otro. Obviamente no cree en algo como el
derecho de las naciones, teorizado por Grocio, una ley de paz y guerra que se impondría a
las naciones soberanas, o más bien que las naciones soberanas deberían imponerse
voluntariamente.
El Tratado de Paz de Westfalia, que puso fin a la Guerra de los Treinta Años, estableció
una especie de derecho internacional y creó una auténtica conciencia europea. Y es esta
conciencia europea, provocada por la Ilustración, la que está llevando a un reexamen, a
toda costa, de la cuestión de la ley cosmopolita.
Desde el punto de vista de la Ilustración, es decir, desde el punto de vista de un
racionalismo abstracto, de un racionalismo no dialéctico, el futuro no pertenece a estas
formas históricas de estados-nación o imperios, sino a un gobierno racional de toda la
humanidad. En La idea de una historia universal desde una perspectiva cosmopolita, Kant
esboza un cuadro del progreso humano que debe conducir a una forma de estado de
derecho a nivel de la comunidad humana. Para él, es imposible atenerse a este “concierto
de naciones” en el que la paz existe sólo a través del equilibrio de poder. Pero el
establecimiento de una especie de estado soberano a escala mundial parece una tarea utópica, pero también potencialmente tiránica. Por lo tanto, Kant se ha retractado de sus
propuestas iniciales. En la Paz Perpetua, devuelve a las naciones el lugar que les
corresponde. Su “proyecto de tratado de paz perpetua” se basa en tres pilares: la
constitución republicana de los Estados, el reconocimiento del “derecho del pueblo”, es
decir, el derecho de los pueblos a gobernarse a sí mismos sin la intrusión de poderes
externos, y finalmente una “sociedad de naciones”. Pero mientras que la tesis kantiana
puede y probablemente debería seguir inspirándonos, parece ser un proyecto normativo
fuera de la propia dinámica de la historia. Habiendo visto pasar el “espíritu del mundo a
caballo” cuando estaba en Jena y allí vio entrar a Napoleón I, Hegel ve en la vitalidad de los
pueblos aquello por lo que el progreso del espíritu se expresa. Lejos de cualquier pacifismo
abstracto, afirma que la guerra es precisamente lo que expresa la vitalidad de un pueblo.
Hay Estados porque siempre existe la posibilidad de una guerra. Un lector admirador de
Maquiavelo, rechaza la posición del “alma hermosa”. Esa filosofía siempre llega demasiado
tarde, como el pájaro de Minerva que no alza el vuelo hasta el atardecer, el pensamiento de Hegel también lo demuestra. Pero la dinámica de la vitalidad de los pueblos se convertirá en la dinámica de la carrera por la acumulación del poder, y pronto el imperialismo se convertirá en el modo de supervivencia de la sociedad burguesa, conduciendo a la guerra mundial, es decir, a la guerra total, que dos veces en el curso del siglo XX amenazó con engullir a la propia civilización humana.
Como podemos ver, los temas que estamos debatiendo hoy son viejos. Recorren toda la
historia de la filosofía y la historia misma. El “fin de la historia”, proclamado urbi et orbi
tras la caída del Muro de Berlín y la desintegración del bloque de países del “socialismo
real”, abrió el camino a una nueva ola de pensamiento cosmopolita. Las naciones habían
traído la guerra. Se suponía que la disolución de las naciones en el gran mercado mundial
traería la paz eterna ‒pero como Kant irónicamente señaló, el lugar de la paz eterna es el
cementerio.
Pero intentemos recordar el punto principal de esta historia. La paz entre los hombres es
obviamente un ideal a perseguir. Apenas se puede hablar de civilización mientras los
conflictos se resuelvan finalmente con sangre y masacres. Sin embargo, es perfectamente
legítimo defenderse de la agresión extranjera. Pero es ilegítimo querer imponer a otro
pueblo, a punta de bayoneta, una cierta concepción de la vida común, aunque esté animada por las mejores intenciones. En esta área es fácil ser un rousseauniano. Y entre los Girondinos que fueron partidarios de la guerra revolucionaria en Europa y Robespierre
que se apegó a la “línea Rousseau”, era Robespierre quien tenía razón. Aquí hay algunos
puntos que apenas sufren de discusión. Sin embargo, es demasiado general.
El punto de vista cosmopolita de Kant es demasiado amplio. Sabemos que, para él, incluso
un pueblo de demonios, siempre que tengan un entendimiento, terminaría gobernándose a
sí mismo según los principios de la ley. Los individuos abstractos, reducidos a la pura
comprensión, ciertamente aceptarían las reglas comunes del derecho en un mundo sin fronteras. Pero si se puede pensar en tales individuos en el “reino de los fines”, en nuestro
mundo trágicamente sensible y trágicamente humano, los individuos se rigen más por sus
pasiones que por su comprensión. Y el entendimiento en sí mismo, aunque es
indudablemente común a toda la humanidad, siempre se ha forjado en comunidades
particulares, con su propia herencia histórica, su propia forma de ver el mundo y su propio
idioma. Así pues, es bien sabido que el autogobierno de los ingleses no tiene el mismo
significado que el derecho a la libre determinación de los franceses. Por lo tanto, la
resolución 242 de la ONU no tiene el mismo significado en francés o en inglés. Lo universal
y lo particular se enfrentan como dos polos opuestos e irreconciliables.
El amor a la humanidad es sin duda un bello precepto que debemos tratar de hacer
nuestro tanto como sea posible. Pero, como señaló Rousseau, hay tantos cosmopolitas que
aman el Tártaro para no tener que amar a sus compatriotas, tantas almas hermosas que no hablan con el prójimo. “El patriota es duro en el extranjero”, comentó el autor de L’Émile, sin hacer ningún juicio de valor sobre esta afirmación. Sin este “amor”, sin esta filosofía querida por Aristóteles, que podríamos traducir como “hermandad”, no hay ninguna comunidad política concebible. Los procedimientos legales son ciertamente de gran
utilidad. Pero un procedimiento legal no crea un orden político, por mucho que les guste a
los liberales. Sólo puede resolver, cuando tiene éxito, las disputas entre individuos
preocupados sólo por su propio bien. Una comunidad política presupone que compartimos
mucho más que el reconocimiento de la supremacía de la ley: el sentido del bien común,
las redes de amistades, el orgullo de pertenecer a una cierta cultura y, a riesgo de emplear
palabras gruesas, los valores. Por lo tanto, para que exista una comunidad política
mundial, debemos estandarizar las culturas, la moral y las creencias, comunicarnos en un
idioma común y considerar nulos los vínculos con la familia, el país, los paisajes de la
infancia y las canciones que nos han acunado. Este ideal es bien conocido: es la utopía de
la globalización neoliberal, que presupone que todos los individuos llevan vidas separadas,
pero básicamente todos son idénticos y reducibles a autómatas racionales que maximizan
su utilidad. Individuos que venden la fuerza de trabajo (trabajo abstracto) y consumidores
deseosos de consumir siempre más. Pero la utopía se ha hecho añicos, con el auge del
terrorismo, con el retorno de las reivindicaciones de potencias que se creían
definitivamente subordinadas (Rusia o Turquía). El fin del fin de la historia. Volver a la
tragedia.
Hay otra razón que se opone a la idea de que el globalismo es el futuro de la humanidad. O
bien se está a favor de la anarquía -pero ésta es sólo otra forma de utopía neoliberal- o bien se mantiene la necesidad de orden político sustituyendo todos los sistemas de Estados por la “gobernanza mundial”. Sin embargo, la aspiración a la democracia va inevitablemente en contra de esta gobernanza mundial. Casi se puede establecer una ley: cuanto más grande es un estado, menos democrático es, es decir, menos puede el pueblo tener voz y voto en la conducción de los asuntos humanos. Los 20.000 ciudadanos de Atenas pudieron reunirse en el Ágora, y de hecho no todos acudían. Pero ya en las naciones modernas con varios millones y a menudo decenas de millones de ciudadanos, la democracia directa se ha vuelto imposible y la representación política implica un apilamiento de capas cada vez más complejas de toma de decisiones. El sentimiento de que nuestros compatriotas son completos desconocidos para nosotros ya se ha desarrollado mucho, y la decencia ordinaria y el sentido de pertenencia a una comunidad, cuyo cemento es el bien común, se debilitan singularmente ante el comportamiento antisocial que necesariamente existe en cualquier sociedad. Cuando la mirada de los demás ya no es suficiente para prevenir mil y una incivilidades, sólo queda la represión y la acción policial. Pasando al siguiente nivel, al globalismo, si queremos evitar el caos social (anarquía) necesitamos un gobierno tiránico.
Un gobierno mundial sería tiránico o inútil, como Kant debe constatar. Y no se puede
probar que esté equivocado.
Por el contrario, la nostalgia de las pequeñas comunidades “naturales” es, en el mejor de
los casos, un sueño vacío. Las familias, los clanes, las tribus no pueden ser organizaciones
sociales y políticas. El calor humano de la familia, por muy importante que sea como
refugio (véase C. Lasch, A Refuge in this Ruthless World, Un refugio en este mundo
despiadado) difícilmente conduce a la libertad. En la familia el individuo no es para sí
mismo, es para los demás y sólo se define en sus relaciones con los demás miembros de la
familia, que son para él padre, madre, hermana, hermano, etc. (véase C. Lasch,). Aunque la familia es indispensable como primer momento de la esfera ética, el joven debe romper su unidad basada en los sentimientos, para encontrarse como él mismo, igual a los demás en la esfera de la sociedad civil. Aquí no hay casi nada que añadir a los análisis de Hegel en las Líneas Básicas de la Filosofía del Derecho. Los clanes, las tribus y todas las formas de
organización basadas en “lazos de sangre” tienen todos los rasgos negativos de la familia,
sin tener ninguna ventaja sobre ella. Aristóteles ya lo señaló: la familia o el pueblo son los
dominios de la monarquía (en el mejor de los casos). El gobierno político debe tener al
menos la extensión de la ciudad.
Pero la libertad de la que goza el individuo en la sociedad es sólo una libertad parcial. La
libertad de elegir su ocupación, de establecerse donde quiera y de casarse con quien le
convenga. Es una libertad frágil, en primer lugar, porque en la sociedad civil las personas
están unas al lado de otras, pero no forman una comunidad ‒esta es la oposición
destacada por Tönnies entre Gesellschaft y Gemeinschaft. Sólo el estado racional, el estado
de derecho, puede garantizar la libertad individual y hacer de cada individuo un ciudadano
que forma parte de la formación de la voluntad general. El Estado que puede reducirse a
los órganos gubernamentales, administrativos y judiciales es la esfera que abarca todas las
demás esferas. Es estrictamente hablando la organización de la nación. Una nación no es
una comunidad de orígenes ‒no es un grupo étnico‒ ni una comunidad lingüística o
religiosa. Es la comunidad política actual. Es, para usar la excelente definición de Otto
Bauer, una “comunidad de vida y destino” que tiene su origen no en los lazos de sangre ‒
no hay un manual del ciudadano‒ sino en la acción política de los individuos que la
instituyen. La nación sigue siendo, al menos potencialmente, un Estado-nación. Tan pronto como un grupo humano posee una conciencia nacional, aspira a formar un estado.
¿Cómo se forma esta conciencia nacional? No hay una regla general. La historia, cada vez,
toma caminos diferentes. Los judíos han formado durante mucho tiempo comunidades que
guardan celosamente sus particularidades, incluyendo los rituales, el respeto a la ley y la
incansable repetición de los textos de la Torá y el Talmud. La idea misma de una nación
judía no tenía una formulación positiva. La entrada en la modernidad y la integración de
los judíos en las sociedades más avanzadas en términos de igualdad de derechos (Reino
Unido, Francia y luego Alemania) podría llevar a pensar que la “cuestión judía”
simplemente había desaparecido. Fue en la estela del movimiento de nacionalidades, cuya
gran explosión fue la “Primavera de los Pueblos” de 1848, que se planteó la cuestión de un
“hogar nacional judío” y dio lugar al sionismo. No fue hasta el estallido del antisemitismo
nazi, ayudado por antisemitas de toda Europa, que el proyecto sionista ganó finalmente el
apoyo de los judíos de Europa, muchos de los cuales se oponían al sionismo (por ejemplo,
el Bund, el partido obrero marxista de los judíos de Polonia). Ni la religión ni el idioma (en
este caso el Yiddish) eran suficientes para formar una nación judía. Los acontecimientos
históricos cristalizaron lo que era sólo una vaga posibilidad. El hecho de que todo este
proceso estuviera cubierto de ideología seudorreligiosa y mito trágico (“una tierra sin gente
para un pueblo sin tierra”) y resultara en un drama del que aún no hemos salido no cambia
la sustancia de la cuestión.
Entre el universalismo abstracto del cosmopolitismo y el particularismo de la tribu o la
etnia, la nación política, es decir, la nación organizada como un Estado soberano, aparece
así como una mediación necesaria. El “derecho de los pueblos” es el derecho de las
naciones a la autodeterminación, incluido el derecho a divorciarse de las naciones con las
que se han “casado” a la fuerza, sabiendo que al mismo tiempo el derecho al divorcio no es
obviamente la obligación de divorciarse. Una confederación de Estados soberanos que
decidan soberanamente poner en común su moneda, su defensa y algunas otras cosas
también podría aparecer como una posible forma de realizar las aspiraciones nacionales.
La historia de Europa es la historia del Estado-nación
Se nos puede criticar por establecer un modelo para algo que es esencialmente europeo. De hecho, es la historia de Europa y más particularmente de su parte occidental, primero
católica, luego católica y protestante, la que proporciona el arquetipo del estado nacional.
Lo que domina la historia del mundo son los imperios que luchan contra o que abarcan
pequeñas comunidades políticas, generalmente principados. El Imperio Romano, luego el
Imperio Romano de Oriente, China, Japón, el Imperio Mogol, los Incas, Rusia, el Imperio
Otomano, etc., son las formas imperiales que gobiernan a la gran mayoría de la
humanidad. Los romanos no crearon un Estado-nación: es la supremacía de la república
de Roma la que se afirma, incluso cuando Roma ya no está en Roma, cuando los emperadores se establecen en Milán, por ejemplo. Sin embargo, casi a su cuerpo defensor,
el Imperio Romano dejó los lineamientos de una nación, el regnum italicum, de la que
finalmente surgiría la unidad italiana en la segunda mitad del siglo XIX.
La peculiaridad de Europa occidental (¡hasta Polonia!) es la forma en que se derrumbó el
Imperio Romano y el fracaso de todos los intentos de mantener el régimen del imperio en
Europa. La caída del Imperio Romano – cuya fecha inicial es ciertamente el saqueo de
Roma por los Vándalos de Alarico – es un proceso extraño. Los territorios gobernados por
Roma están invadidos por los “bárbaros”, pero los bárbaros a menudo se instalan desde
hace mucho tiempo en el interior de los limes, bárbaros al menos parcialmente
romanizados, que establecerán su reino sólo prestando una lealtad, a menudo puramente
formal, al legado del Imperio Romano. Afirmaciones míticas de origen común: los francos
afirman ser descendientes de los troyanos, por un tal Francion, hermano de Eneas., o la
sumisión a Roma en la persona de la institución que dice ser la heredera del imperio, la
Iglesia Católica. El reino franco se estableció cuando Clodoveo renunció a su religión, el
arrianismo, y se convirtió a la religión oficial del imperio, el catolicismo, aunque este
imperio ya no existía. En 476, Odoacro depuso al último emperador romano de Occidente,
Rómulo Augusto, devolvió la insignia imperial a Constantinopla y así puso oficialmente fin
a este imperio, que tiene más de 1300 años de antigüedad según la cronología de los
historiadores romanos. Pero fue en 495 que Clovis fue bautizado. Y cuando los francos, con
Carlomagno, trataron de reconstruir un imperio, fue en Roma, con el obispo de Roma, que
buscaron la consagración. Sin embargo, la ilusión de la reconstrucción de un Imperio
Romano Germánico y Cristiano no dura mucho tiempo. La división del imperio entre los
hijos de Carlomagno, de acuerdo con la ley franca, comienza a delinear el esquema de lo
que será Europa.
La historia de Europa puede leerse como la lucha interminable entre los intentos del Papa
de Roma de seguir siendo el último señor de todos estos reinos y los sucesores del
“Imperio Romano Germánico”, pero también como esta lucha de formas políticas
anticuadas y en última instancia impotentes conducirá al surgimiento de la vida política
moderna y de las naciones. Aquí hay que destacar dos aspectos. La lucha del emperador y
del Papa tendrá como primera apuesta el norte de Italia, es decir, Italia que se ha
enriquecido y está a la vanguardia del desarrollo económico desde los siglos X y XI.
Génova, Venecia y Florencia no son pequeños principados, sino verdaderas capitales
económicas, aquellas de las que proceden las corrientes comerciales y las grandes
innovaciones económicas y financieras. Aprovecharon la neutralización recíproca de sus
llamados “suzerains” [señores feudales, NdT] para construirse y llevar la cultura, las artes
y las letras y las nuevas ideas políticas a nuevas alturas. Fue aquí, en este laboratorio
italiano de finales de la Edad Media y principios del Renacimiento, donde se inventó la
política moderna (ver sobre este tema a Quentin Skinner, Los fundamentos del
pensamiento político moderno, y a Denis Collin, Leyendo y comprendiendo a Maquiavelo).
Es así como las ideas republicanas y una nueva concepción de la política, una concepción
emancipada de las referencias religiosas, así como de todo el discurso étnico, son
retomadas y reelaboradas.
El segundo aspecto es que la lucha entre el poder pontificio y el imperial se une
rápidamente a la lucha de los reinos para ganar su independencia y evitar tener que
obedecer las órdenes de Roma. Tanto es así que, de hecho, los europeos muy pronto
comenzaron a alejarse de lo “teológico-político” para hablar como Spinoza. Los reyes de
Francia se aliaron con el Papa cuando les convenía y lucharon contra él cuando les
convenía. La Iglesia de Francia, de hecho, quedó bajo el control del reino. Varios reyes de
Francia fueron excomulgados: Luis VII, Felipe-Augusto por la bigamia, Felipe el Hermoso,
Luis XII, Enrique II, Enrique III, Enrique IV. El Rey de Inglaterra, Enrique VIII, no dudó
en romper definitivamente con Roma y los papistas y formar su propia iglesia, bajo su
control directo (nunca se sirve mejor a uno que haciéndolo a uno mismo). Carlos V, rey
muy católico de España, se encontrará a la cabeza de un “Sacro imperio” en el que los
protestantes darán voz y, cuando entre en Roma, la “ciudad santa” será saqueada por los
“nuevos bárbaros”, los soldados protestantes del ejército del rey muy católico. En resumen,
como dijo Marx, cuando toques el violín arriba, no te sorprendas si empiezas a bailar
abajo.
Si el norte de Italia apenas ha conocido el feudalismo en sentido estricto, en España,
Inglaterra y Francia, es el absolutismo y la construcción de poderosos Estados-nación los
que arruinarán el feudalismo a largo plazo y permitirán el surgimiento de las naciones
modernas. Buscando una solución a la desgracia de la “pobre Italia”, dividida entre
repúblicas y principados rivales, Maquiavelo vio en el modelo francés el modelo de un
estado unificado en el que el propio rey estaba sujeto a las leyes. Para comprender la
formación de los estados-nación europeos, es necesario por lo tanto volver al período de su
primera afirmación, que va de la mano de las primeras afirmaciones de sentimiento
patriótico. Ver el Estado-nación como una formación política posrevolucionaria, al menos
después de la revolución industrial, para vincularlo simplemente a la dominación
burguesa, como lo hacen a menudo los marxistas, no es entender lo profundamente
arraigado que está en los sentimientos de los pueblos, lo lejos que sus raíces, complicadas,
se hunden en nuestra historia. Probablemente se podría apoyar la tesis de que es
precisamente porque se formaron los estados nacionales que Europa fue el continente
revolucionario ‒penemos en las revoluciones inglesa y francesa de los siglos XVII y XVIII,
las revoluciones de los siglos XIX y XX‒ y también el continente donde la clase burguesa
pudo desarrollarse y revolucionar el mundo entero, para bien o para mal.
En toda Europa, el desarrollo del Estado nación es el corolario de un vasto movimiento de
emancipación de los pueblos. Emancipación del régimen del imperio en favor de la
inserción en una comunidad de vida y destino, es decir, una comunidad cuya historia se
quiere compartir y mediante la cual se puede esperar “hacer historia”. Esto es exactamente lo que surge a plena luz del día y como un eco de la revolución francesa en la “Primavera de los Pueblos” de 1848. Este movimiento incluía movimientos de naciones contra los
imperios ‒el más afectado fue el Imperio Austríaco, el último descendiente del “Sacro
Imperio Romano Germánico”, que trató de salvarse a sí mismo en la forma del Imperio
Austrohúngaro‒ y movimientos para la formación de la unidad nacional en Alemania e
Italia. En estos dos últimos países, el movimiento nacional sólo encontrará su
cumplimiento de forma “impura”, ya que la unidad nacional se forjará bajo la dirección de
una monarquía, la monarquía prusiana o la monarquía de Piamonte-Cerdeña imponiendo
la unión de las demás partes de la nación. Reescribiendo la historia de Italia, algunos
autores creen que la unidad italiana es de hecho la conquista del sur por el norte. Esto no
es del todo falso, pero es olvidar que esta conquista gozó de una amplia aprobación popular y que la monarquía se situó a horcajadas de un movimiento revolucionario (del que
Mazzini y Garibaldi son los protagonistas) para sofocarla mejor y “cambiarlo todo para que
nada cambie” según la famosa fórmula de Lampedusa en El Gatopardo.
Si, según las convicciones republicanas (véase Maquiavelo) no se es un ciudadano libre
más que en una república libre, entonces la emancipación nacional, la constitución de una
nación política parece ser la condición necesaria ‒aunque no suficiente‒ para la libertad
política. Y estamos tratando aquí con un “invento europeo” que luego se extendió por todo
el mundo. Las colonias españolas en América Latina se inspiraron en la Revolución
Francesa para sus revoluciones contra el colonizador. Contra el Imperio Otomano, que
había entrado en una profunda crisis, las naciones árabes, en primer lugar, Egipto y Túnez,
despertaron. Y sigue siendo este modelo de Estado-nación el que servirá de brújula para
las luchas revolucionarias contra los imperios coloniales establecidos por Gran Bretaña,
Francia o Alemania… Así pues, este invento europeo reveló su universalidad.
Una última palabra sobre este tema. Hannah Arendt argumenta, precisamente, que lo que
destruye el Estado-nación es la sumersión del bien común por intereses privados, proceso
que da lugar al imperialismo. La transformación de los Estados-nación europeos (y pronto
americanos) en potencias imperiales, garantizando los intereses de los grupos financieros e
industriales que viven de la explotación de las colonias, ha sido en efecto el principal factor
de erosión del Estado-nación y ha proporcionado a menudo motivos legítimos para odiarlo.
Pero el estado-nación no debe confundirse con la enfermedad que lo destruye.
Nación e internacionalismo.
La idea nacional es originalmente uno de los pilares del internacionalismo obrero, algo que
ya no entienden los “marxistas” o los llamados “marxistas” que pueblan lo que queda de la
extrema izquierda. Se les recordará que la reunión en el St. Martin Hall, donde se fundó la
Asociación Internacional de Trabajadores en 1864, tenía dos demandas principales en su
agenda: ¡apoyo a los irlandeses y a los polacos que luchan por la independencia nacional! Y
Marx, en este caso, fue uno de los más firmes partidarios de apoyar estas demandas
nacionales. Desde el punto de vista del marxista de mente estrecha, esto es bastante incomprensible. Ni Polonia ni Irlanda son grandes naciones industriales en las que se
podría esperar una revolución social en un futuro próximo. Son naciones muy católicas, y
por lo tanto pueden ser permeables a las “ideas marxistas”. Y, sin embargo, este interés de
Marx por la nación es fácilmente comprensible.
Por un lado, como ya se dijo en el Manifiesto del Partido Comunista de 1848, si la lucha de
clases es internacional en su contenido, es nacional en su forma. ¡Y la forma es esencial
para un aristotélico como Marx! La forma es lo que hace que las realidades sean al
informar la materia. Por supuesto que la lucha de clases es internacional en su contenido,
ya que el modo de producción capitalista es por definición “globalizado” (aunque Marx no
usara esta palabra) y la oposición capital/trabajo estructura las relaciones sociales – o más
exactamente porque el capital, que no es una cosa sino una relación social, es la relación
social dominante. Pero para que la lucha de clases exista, para que sea algo más que una
incesante guerrilla laboral para resistir las invasiones del capital, debe poder concentrarse
en la lucha política, es decir, en la lucha para imponer, incluso en segmentos, obstáculos
legales al libre juego del capital. Cuando queremos limitar la jornada laboral, necesitamos
una ley que limite la jornada laboral, y para que dicha ley exista, necesitamos un gobierno
que la adopte y organice su aplicación. Si la lucha de clases es política, si no convertimos a
Marx en una especie de anarquista, debemos admitir que el marco de la lucha de clases es
el de una comunidad política. Desde este punto de vista, la emancipación nacional es un
requisito previo, aunque sólo sea para que todos se enfrenten claramente a la realidad: no
es la sumisión al imperio el problema a resolver, sino la cuestión del capital. Verificación
mediante un contraejemplo: en la Unión Europea, es lo “supranacional” lo que organiza la
destrucción sistemática de las posiciones que el movimiento obrero había logrado
organizar en el marco nacional.
Por otro lado, como dijo Marx, “un pueblo que oprime a otro no puede ser libre”. Los
trabajadores ingleses no serán libres mientras el Reino Unido oprima a Irlanda o la India.
Mientras los oprimidos de una nación sean de facto, e incluso sin quererlo, cómplices de la
opresión de otra nación, no hacen más que reforzar las cadenas por las que el capital los
ata al mantenimiento del modo de producción capitalista. La dominación de unas pocas
grandes potencias es un factor esencial para el mantenimiento del orden capitalista a escala europea y mundial. Marx y los internacionalistas apoyan a Polonia contra Rusia, no sólo porque está en juego el derecho más elemental de los polacos, sino también porque la
autocracia zarista se considera el pilar de la reacción en Europa. Por la misma razón Marx
publicó, a partir de 1853, varios artículos contra la política prorrusa del Primer Ministro
Palmerston. Incluso apoyó al conservador Urquhart, un intransigente oponente de la
autocracia de Moscú.
La atención de Marx a la cuestión nacional nunca vaciló ‒¡incluso si, al final de su vida, se
volvió un poco menos antirruso! En la cuestión nacional, Lenin, partidario de la
independencia de Polonia, se opone a Rosa Luxemburgo que, según él, defiende un internacionalismo abstracto al negarse a hacer de la independencia de su país una cuestión
política central. Cuando los bolcheviques toman el poder en Rusia, sigue siendo la cuestión
nacional la que juega un papel principal. Según Lenin, el imperio zarista era una “prisión
de pueblos” y los bolcheviques tenían que defender el derecho a la autodeterminación. Las
intervenciones del Ejército Rojo en Polonia (fue una amarga derrota) y luego en Ucrania y
Georgia (donde Stalin era tan prominente que Lenin se alarmó) mostraron que lo que vale
la pena en teoría no siempre vale la pena en la práctica… Sin embargo, oficialmente, Rusia
se transformó en una unión de repúblicas socialistas y soviéticas (URSS) y no en un solo
estado. Así pues, la propia Rusia era sólo una de todas estas repúblicas formalmente
autónomas y aún así: Rusia es una “república federativa”, es decir, una federación de
repúblicas. La complejidad del edificio no impedirá que el aparato estalinista lo aplaste
todo y convierta todas estas garantías institucionales en tristes farsas. Pero a pesar de su
destino, la naciente URSS muestra que el internacionalismo no se opone al estado
nacional.
La palabra “internacionalismo” se explica por sí misma. ¡No significa la desaparición de las
naciones, ya que tiene que haber naciones para poder hablar de internacionalismo! El
llamado a la confraternización de los pueblos (“Paz entre nosotros, guerra contra los
tiranos”) no es la desaparición de los pueblos, sino la búsqueda, casi kantiana, de la paz
perpetua. Fue en nombre de un internacionalismo equivocado que Guy Mollet se opuso a
la independencia de Argelia, utilizando como pretexto la unidad de los proletarios francés
y argelino, a pesar de que el verdadero internacionalismo elogiaba el apoyo a los
luchadores por la independencia de Argelia. Si “la soberanía reside esencialmente en la
nación”, como dice la declaración de 1789, entonces, naturalmente, el pueblo argelino sólo
podría participar en la soberanía teniendo su propia nación, teniendo su propia
experiencia política.
Una gran parte de la extrema izquierda, que con frecuencia se declara “marxista”, no
defiende el internacionalismo sino el globalismo y expresa sin vacilar su odio a las
naciones. Durante la campaña para el referéndum sobre el Tratado Constitucional
Europeo, Toni Negri, uno de los maestros del nomadismo universal, gritó: “el Estadonación es una mierda” en una reunión pro-europea convocada en 2005 por el ex-trotskista
Julien Dray. Cohn-Bendit, otro acólito turiferario de la “cosa” de Bruselas, también
intervino en esta reunión. Los más antiguos recordaron que en 1968, los manifestantes que
protestaban contra la expulsión de Cohn-Bendit del territorio francés gritaban “¡las
fronteras! ¿a quién le importan?” Quizás hubieran estado mejor informados preguntando a
los vietnamitas, bombardeados por la fuerza aérea de los EE.UU., si a ellos también les
importaban las fronteras. Este globalismo exigido por los partidarios del nomadismo
universal, es decir, el exilio de los trabajadores y pueblos inmigrantes, no es más que una
de las figuras de la ideología dominante, que expresa la necesidad de que el capital
atraviese todas las barreras que podrían oponerse al desarrollo del capital, asolando la
Tierra y las culturas humanas en su diversidad. A las grandes compañías de refrescos, comida rápida y pesticidas no les gustan las fronteras. No les gusta la diversidad de los
seres humanos, ya que el hombre ideal sólo es una fuerza de trabajo empleable al menor
costo, junto con un consumidor ávido e intercambiable. Pero no llames
“internacionalismo” a esta propaganda de la dominación global del capital.
¿Y ahora qué?
Lejos de producir una humanidad comprensiva, iluminada por los comerciantes y bañada
en la cultura de la “nueva era”, la destrucción de las naciones, metódicamente organizada
por las grandes potencias y por unas pocas menores, ha producido monstruos. En lugar de
los nacionalismos árabes, no siempre muy simpáticos y mucho menos seculares de lo que a
veces se ha dicho, una ideología totalitaria profundamente regresiva se está extendiendo
hoy en día bajo el nombre de islamismo. En lugar de las antiguas naciones, todo tipo de
“comunitarismos” antipolíticos basados en la “raza”, la sangre, la religión, etc. están
empezando a manifestarse. El regreso de los reprimidos amenaza así a toda la civilización.
En el Canadá, el multiculturalismo “posnacional”, como afirma el Primer Ministro liberal
Justin Trudeau, que apoya sin reservas todas las formas de propaganda islamista, está
demostrando ser un arma de guerra contra la independencia de Quebec. ¿Y qué pasa con
Francia?
Al mismo tiempo, todo el mundo sabe que, en el colapso, lo único a lo que podemos
aferrarnos es al Estado nacional. En el Mediterráneo, son los guardacostas italianos, los
voluntarios de Lampedusa, todos esos italianos, puestos a dieta por la Unión Europea, los
que están rescatando a los miles de desafortunados que se están probando en balsas
improvisadas para huir de las masacres y la miseria. No las bellas almas posnacionales que
dispensan sus discursos santurrones y deseos piadosos. En Francia es nuestra vieja y
buena Seguridad Social que permite a todos ser atendidos y no morir en la puerta del
hospital por falta de una cuenta bancaria suficientemente abastecida… ¿Quién garantiza la
seguridad de los ciudadanos lo mejor posible? La policía nacional. ¿Quién paga la escuela?
Los Estados nacionales. Y así sucesivamente.
El fin de los Estados-nación abre el camino a la barbarie, por mucho que los lacayos de la
clase capitalista transnacional se disfracen de terribles revolucionarios mundialistas. Por el
contrario, la única forma que queda abierta si nos negamos a ser precipitados a la barbarie, como la que se está desarrollando en el Cercano y Medio Oriente, es revivir las naciones.
No se trata, por otra parte, de un deseo piadoso que sólo unos pocos conservadores
nostálgicos e indecisos podrían albergar, sino de un movimiento que está surgiendo en la
vieja Europa incluso en formas bastante desagradables. El Brexit británico no estaba libre
de cualquier motivo oculto de carácter racista, lo admitiremos fácilmente, pero
fundamentalmente marcaba el apego de un pueblo a su forma de gobernarse, a sus
tradiciones y a la soberanía del Parlamento, del que ya se decía en el siglo XVIII que podía
hacer cualquier cosa menos convertir a un hombre en una mujer. El auge de lo que la
prensa llama “euroescepticismo” es parte de este mismo movimiento. Si hubiera un
referéndum, sabemos que los italianos querrían dejar la zona euro y volver a la lira, y en
Francia ya nadie quiere celebrar un referéndum sobre la Unión Europea, tanto que los
políticos temen el resultado. Para tragar los sapos posnacionales, no debemos dejar de lado que la soberanía popular de la bella gente es algo de lo que desconfían como si fuera la peste.
La soberanía no es una palabra sucia. ¡Solo significa ser partidario del Artículo III de la
Declaración de Derechos Humanos de 1789! El soberanismo no es nacionalismo porque el
nacionalismo es una enfermedad de la nación. La soberanía sólo significa ser el amo de la
propia casa y no querer gobernar a los demás. Por el contrario, el que está celoso de su
propia independencia está dispuesto a acordar con sus vecinos el respeto mutuo de la
independencia. ¡No aceptas que tu vecino venga y te imponga el color de las pinturas de tu
cocina o la disposición de tus muebles, o que te prohíba comer vino tinto o esta o aquella
variedad de carne! Y por eso te abstendrías de hacer comentarios sobre su diseño interior,
incluso si piensas que su mal gusto es obvio. Este respeto mutuo no impide en absoluto que le preste sus llaves para que pueda regar sus plantas de interior cuando esté de vacaciones, y también está obligado a alimentar a sus peces de colores cuando le toque salir. La soberanía de las naciones no excluye de ninguna manera el buen entendimiento. Pero es una condición mínima para la libertad.
Defender una concepción razonable de la soberanía nacional, permitir que todos amen a su
país, sus tradiciones y su cultura sin cultivar la hostilidad hacia los extranjeros y reconocer
el deber de hospitalidad y de ayuda mutua hacia los desafortunados ‒principios morales
también consagrados en nuestra larga historia‒ es la única manera de oponerse a los
explotadores de la crisis, las llamadas “identidades” incultas y otros grupos violentos que
mañana se convertirán en el forraje para la destrucción de la civilización. Sabemos cómo la
caída de Alemania después de la Primera Guerra Mundial alimentó el nazismo, que, con el
pretexto de defender la identidad aria de los alemanes, hundió este faro de la cultura en el
abismo. ¿Se escuchará la lección?
Denis Collin