Unos tiempos como los actuales invitan a la desesperanza: La Posmodernidad es, por definición, una época sin destino, ni objetivos, ni ideales elevados más allá, quizá, del de acumular bienes materiales que satisfagan nuestro insaciable deseo de satisfacción inmediata. Esta crisis espiritual que vive Occidente, insostenible en el largo plazo, está teniendo su respuesta en forma de movimientos políticos y culturales que pueden ser de profundo calado si se perpetúan en el tiempo. Sin embargo, tal rayo de esperanza no ha alcanzado más que superficialmente a las tierras de España, lo que en nuestro caso intensifica aún más esa desazón vital.

No va a ser este texto una nueva recopilación de esas paradojas descorazonadoras que ilustran nuestro mundo posmoderno, sino que, más bien al contrario, vengo a tratar de reconfortar y animar a los lectores planteando la posibilidad de un futuro diferente.

¿Cuántas “revoluciones” y cambios se producen durante la vida de un ser humano? Pongámonos en la deteriorada piel de una anciana alemana que, habiendo nacido en 1900, hubiese logrado alcanzar la edad de cien años. Nuestra abuelita germánica habría conocido la salida de Bismarck del gobierno del II Reich, habría sufrido la Primera guerra mundial, la constitución de Weimar, el ascenso de Hitler, una nueva guerra mundial, la partición de su país, habría experimentado el Socialismo real para después contemplar el hundimiento de ese paradigma y finalmente habría disfrutado los últimos años de su vida en una Alemania nuevamente reunificada. Este mismo esquema podría repetirse en otros países del mundo con una historia menos convulsa que la de Alemania.
Y también en nuestro tiempo, que, aunque nosotros percibimos como estancado debido a esa falta de destino y de misión colectivas, las revoluciones y cambios se producen incluso con mayor rapidez: Una de las notas características de la Posmodernidad es la de ser una etapa histórica en la que la “historia está acelerada”, en gran medida debido a las impredecibles consecuencias que tienen los avances técnicos (Pensemos simplemente en las alteraciones culturales surgidas al calor de Internet)

Dada la desazón generalizada provocada por el modelo globalizador, nos vemos en la tesitura de tratar no ya de cambiar de gobierno, sino de cambiar de mundo. Emprender semejante obra en un espacio corto de tiempo es una garantía de fracaso, y junto a éste suelen llegar las frustraciones y el deseo de abandonar: Yo mismo aspiro a contribuir a traer cambios de profundo calado, pero soy consciente de que éstos tardarán en llegar décadas, y más teniendo en cuenta que tratamos de implementarlos en España. No hay que pensar en las próximas elecciones, sino en las próximas generaciones, y tal condición obliga a organizarse y trabajar en el largo plazo.

Para ilustrar esta llamada a la paciencia, al trabajo constante y al tesón, no voy a ampliar la biografía de la centenaria abuela alemana, sino que hablaremos un poco de esa categoría genérica y muchas veces poco definida que llamamos Izquierda. En esta misma página tenemos un artículo escrito por un colaborador en el que nos relata de manera certera la relación histórica de las fuerzas que comúnmente llamamos de Izquierda con la idea de España a lo largo de la contemporaneidad hispánica.

En mi caso circunscribiré el concepto de Izquierda a los movimientos que nacen a partir del movimiento obrero en el siglo XIX y que se caracterizan por ofrecer la Promesa de un Paraíso terrenal cimentada sobre principios ilustrados como el de la Igualdad.

La brevísima genealogía que voy a desarrollar pretende que comprobemos hasta qué punto movimientos de izquierdas que parecían capaces de explicarlo todo, que presentaban doctrinas llamadas a ser científicas y que estaban dotadas también de un fortísimo componente moral, al ponerse del lado de los pobres o explotados, fueron hundiéndose, una tras otra, por el sumidero de la historia.
Nada nos invita a pensar que los rescoldos de aquellos movimientos que aún perduran en nuestro tiempo y que llamamos Nueva izquierda no vayan a experimentar un proceso análogo al de sus ancestros.

Una primera reflexión en torno a la idea de Igualdad

La idea de la igualdad, piedra angular de todos los movimientos de Izquierda, no nace con el movimiento obrero, sino que es uno de los buques insignia de la Ilustración, y por extensión, del Liberalismo. En virtud de tal principio se destruyó la sociedad jerarquizada típica del Antiguo régimen.

Este concepto filosófico e ideológico es muy polémico y está cargado de una enorme cantidad de matices que no pueden ser analizamos en este artículo debido a su extensión. Aun así, podemos apuntar una ley evidente, inamovible y eterna: En la naturaleza no existe la igualdad. No hay dos seres iguales. Ni siquiera en los gemelos genéticamente idénticos, se produce tal igualación: Los hermanos presentarán personalidades particulares, intereses propios, etcétera (A pesar de que es cierto que también aparecerán en ellos patrones de comportamiento comunes como parecen demostrar algunos estudios)

Es por esto que la idea de igualdad debe considerarse siempre un concepto ideológico, es decir, una construcción mental, que no tiene por qué representar un principio natural como vendría a decir Rousseau con su Paraíso primitivo. Desde luego, los estudios antropológicos modernos han demostrado de manera definitiva que en las primitivas comunidades humanas no se vivía en una arcadia prehistórica.

Si se me permite un excursus propio sobre el concepto de igualdad, diría que debe haber una igualdad de condiciones a la hora de competir para, partiendo de una misma línea de salida, llegar a muy diferentes metas en función de los esfuerzos, las capacidades, las aptitudes y demás virtudes que hacen diferentes a los hombres.

En ese sentido, al menos el Liberalismo sí que aceptaba esa competencia, aunque la redujese únicamente a una lucha económica. Los movimientos de izquierda, sin embargo, lo que han tratado siempre es de igualar a la fuerza a los seres humanos, tratando de imponer contra natura la idea de que todos somos iguales. Y hemos de serlo, aunque el más mínimo vistazo sobre la realidad nos grite lo contrario.

En ese sentido, el marxismo no era únicamente terrorífico por los medios empleados, sino también los fines a alcanzar, que ellos planteaban como ideales: Una sociedad uniforme sin la más mínima diferencia entre sus integrantes. Una sociedad netamente anti-humana. Una suerte de colmena en la que los individuos pasarían a ser abejas idénticas, como si hubiesen sido producidas en serie.

La apelación a la igualdad, y el colocar ésta como piedra angular de todos los proyectos que aquí llamamos de Izquierda ya explica en parte sus reiterados fracasos: La realidad es la guillotina de la teoría.

Hecha esta pequeña introducción sobre el concepto de igualdad, en el que se basan todos los movimientos encuadrados dentro de eso que llamamos Las Izquierdas, vayamos con esa genealogía prometida.

El anarquismo

Una sociedad sin jerarquías, sin autoridad, en la que las personas viven de manera totalmente libre y autónoma al no existir ningún poder ante el que tener que responder, y al poder vivir de acuerdo a unos principios propios.

Es curioso como existe una relación directamente proporcional entre el contenido
utópico de un movimiento y la violencia provocada por éste: Cuanto más irreal es la utopía propuesta, más violencia emplearán sus partidarios para alcanzarla. Este principio parece evidente en el movimiento anarquista, una de las grandes plagas que España sufrió durante los siglos XIX y XX.

Con el anarquismo podemos señalar una de esas paradojas de política española que parece repetirse hoy: Para el siglo XX este movimiento estaba ya prácticamente desaparecido de Europa, mientras que en España continuaría plenamente vigente, y con más capacidad de movilización incluso que el marxismo, al menos hasta la Guerra civil.

A día de hoy lo percibimos como un movimiento obsoleto y muy lejano en el tiempo, sin embargo, hay que tener en cuenta que sus partidarios fueron capaces de asesinar a
varios presidentes del gobierno y casi hacen lo propio con el rey Alfonso XIII durante su boda. En otras palabras, nos encontramos con un movimiento de corte claramente utópico que, presentando una serie de propuestas irrealizables y que, a pesar de no resistir la más mínima crítica objetiva, fue capaz de embaucar y movilizar a millones de personas, llegando a engendrar, entre otros muchos males, el terrorismo moderno.

Si fuésemos un barcelonés de los años veinte, contemplaríamos con estupor como los anarquistas convertían el clima de la ciudad condal en un infierno irrespirable, con pistolerismo y violencias callejeras que tan solo detendría momentáneamente la dictadura de Primo de Rivera. Si estuviésemos inmersos en tal escenario, puede que nos alcanzase un fuerte pesimismo similar al nuestro.

Pero, si lo analizamos con perspectiva, ¿Qué queda hoy del anarquismo? Estamos ante un movimiento marginal, tan solo defendido por unos pocos en una posición meramente estética. Un movimiento que llegó a desestabilizar un país como España, logrando ejecutar a varios presidentes del gobierno, desaparecido de la historia sin dejar rastro. Y de hecho se puede decir que su desaparición, frente a lo que podría pensarse dada su importancia, fue súbita: La Guerra civil fulminó a este movimiento para siempre. Primero, con la hegemonía comunista del Ejército popular que aplastó a toda disidencia dentro del Frente popular; y después con la victoria nacional que impediría cualquier tipo de desarrollo ulterior a la guerra.

El marxismo

El caso del marxismo es quizá el más sorprendente en todo este relato. Si bien el anarquismo gozó también del apoyo de importantes intelectuales, lo cierto es que el marxismo creó un auténtico imperio, no solo político, sino cultural: No era únicamente la promesa del Paraíso comunista, era una doctrina capaz de explicarlo todo y que se presentaba a sí misma como teoría científica.

Así, se comenzó a interpretar en clave marxista la historia del hombre, la antropología, la sociología, el arte, … El edificio levantado por Marx sobre los cimientos colocados por Hegel era capaz de explicarlo todo. Esta Piedra filosofal de la historia y de la naturaleza del hombre era tan sugerente y deseada que llevó a que la mayoría de los estudios desarrollados durante los años de la hegemonía marxista tuviesen, al menos en parte, una impronta de este movimiento, tal era su potencia.

Cuentan una anécdota del entierro de Marx en la que Engels comparó al fallecido con Darwin, aludiendo a que igual que el biólogo, su compañero había sido capaz de descubrir y plasmar el mecanismo a través del cual evolucionan las sociedades y la historia.

Pero es que además este gigantesco zigurat ideológica capaz de abarcarlo todo, tenía su encarnación política en uno de los mayores imperios que jamás han existido: El Imperio soviético. Y fuera del ámbito de la hegemonía rusa, también contaban con buena parte de Asia incluyendo al gigante chino, con numerosos países de América latina y con una proporción nada desdeñable de estados africanos recién creados.

Este contexto que se vivía en los años sesenta y setenta, combinado con la Crisis del petróleo que acabó con el crecimiento sostenido de Occidente y la derrota norteamericana en Vietnam, llevó a que gran parte del mundo (Incluyendo a la Iglesia católica con su Concilio Vaticano II) creyese probable la victoria final del comunismo.

El problema radica en que efectivamente el comunismo visto desde fuera era un gigante, pero si nos acercábamos a analizar a aquel coloso desde cerca podíamos comprobar cómo se sostenía sobre pies de barro: La doctrina sobre la que se fundamentaba todo el sistema era falsa de principio a fin, lo que ya determinaba lo endeble de aquella imponente construcción.

Nuevamente es posible registrar aquí ese principio según el cual, a mayor contenido utópico, mayor violencia: En la China maoísta los reiterados fracasos a la hora de implementar el comunismo, no les llevó a una revisión de su doctrina o de sus acciones. El problema era, paradójicamente, que no se había aplicado el programa con suficiente “energía”. Así llegó la llamada Revolución cultural, que no fue otra cosa que una respuesta sangrienta al fracaso del Gran salto adelante propuesto por Mao para industrializar el país.

A pesar de todo, como ya hemos visto, visto desde fuera el Comunismo parecía invencible y no es menos cierto que no dejó de expandirse por el mundo hasta bien entrados los ochenta. En ese contexto muy pocos expertos, tertulianos, periodistas y demás creadores de opinión pública fueron capaces de prever lo que ocurrió: Los acontecimientos que comenzaron a desarrollarse en el año 1989 pillaron por sorpresa a todo el mundo. La caída del Muro de Berlín y la liberación de toda Europa oriental se desarrolló sin grandes convulsiones políticas, a excepción del caso rumano donde Ceaucescu fue asesinado tras aferrarse al poder.

Tras 1989 no solo se hunde el Imperio soviético, sino que China, el otro gran polo comunista que había tratado de crear su propio camino a partir de la Doctrina de la coexistencia pacífica de Kruschev, se convertiría rápidamente en una potencia capitalista, aplicando cambios radicales en su economía de manera desenfrenada. Y detrás de ella fueron la mayor parte de los experimentos soviéticos de Asia, con la única excepción de Corea del norte. Junto al marxismo, entraron en barrena otra gran serie de movimientos inspirados en él, como el Panarabismo, agonizante desde la derrota en la Guerra de los Seis Días o la India, que junto a sus vecinos de Asia avanzó hacia el modelo capitalista. De manera súbita, el mundo entero despertó de la pesadilla marxista.

Lo que estamos viendo en la actualidad en países como Venezuela no son más que los últimos coletazos de este proceso histórico, si bien es cierto que la Izquierda latinoamericana y la Revolución bolivariana no han sido más que la marca blanca de un comunismo que era ya más una pieza de museo que una doctrina útil.

Yo en este punto invito a una reflexión sobre la cuestión marxista, no en el plano político, sino en el cultural: ¿Cuántos intelectuales y cuántos estudios se han desarrollado en el pasado siglo en clave marxista? Quizá cientos de miles o incluso más. El marxismo sedujo a una gran parte de la intelectualidad y conquistó la mayor parte de las Universidades de Occidente (Hay quien dirá que siguen conquistadas, aunque cambiando las banderas)

La misma intelectualidad que hoy nos viene “proponiendo” el programa de la Nueva izquierda, en el que se sustituye la lucha de clases por la de géneros y la emancipación de la religión o del capitalismo por la de la Naturaleza, es la que hace pocas décadas asumía el marxismo no como una ideología válida, sino como una ideología científica que, de rechazarla, se estaría rechazando una doctrina asimilable a las leyes de la gravedad de Newton.

Y a pesar de todo, ¿Qué queda hoy del marxismo? Su cadáver sigue siendo venerado por no pocos autores, a pesar de que, como en el caso anarquista, estamos ante una posición meramente estética. El surgimiento de partidos como Syriza o Podemos llevó a algunos hace unos años a hablar de un “resurgimiento del comunismo”: Visto desde
nuestra perspectiva, podemos hablar ya de fracaso de estos partidos, los cuales, recordemos, hablaban incluso de articular una reacción desde la izquierda a la Unión europea, algo que hoy suena ya a puro chiste. Sobre todo, en el caso español, estamos ante un mero representante, quizá exacerbado, de lo que hoy llamamos Nueva izquierda, que frente a la exaltación del Proletariado y de la lucha económica, ha pasado a defender todos los preceptos emancipatorios de Mayo del 68.

Pero si volviésemos a retroceder en el tiempo, esta vez para visitar la vieja Hungría, y comentásemos a algunos de los sufridos pobladores de este país que el comunismo desaparecía, posiblemente no nos creería. Habían visto a las infinitas hordas del ejército soviético tomar todo el este del continente europeo, siendo testigos de la implantación de una férrea dictadura en su país. Ante tales muestras de poder, el húngaro, como otros tantos europeos que tuvieron la mala suerte de vivir bajo el Socialismo real, posiblemente habría abandonado la esperanza de presenciar algún día un futuro diferente. Y sin embargo aquel manto de opresión desapareció también súbitamente, de la misma manera que su homólogo anarquista, aunque causando bastante más estrépito en su caída.

Programa de podcast recomendado sobre el marxismo: La caverna de Platón, el Marxismo

Social-democracia y Mayo del 68

La social-democracia, concepto también muy amplio y cuya definición convendría limitar, no escapa de esta dinámica de auge y caída de movimientos de izquierda. Para mí, resumiendo de manera un tanto grosera la cuestión, la social-democracia pasa por dos fases históricas fundamentales, que en principio pueden venir determinadas por su relación con el marxismo:

Una primera fase puede establecerse con la ruptura de parte de la izquierda con Marx y Lennin, y a partir de la revisión del Liberalismo por parte de Stuart Mill, a principios del siglo XX. Su época dorada comenzaría tras la Segunda guerra mundial con la aplicación del programa keynesiano. Como vemos, esta primera fase está centrada en la economía, muy diferente de lo que vendría después, aunque ya era posible en ese momento señalar muchos principios con desarrollo ulterior.

En los años que van desde el final de Segunda guerra mundial hasta la Crisis del petróleo citada antes (1973) este modelo parecía ser una solución definitiva a la Cuestión social y a la lucha de clases: El Estado controlaba más del 50% de la economía nacional, un altísimo porcentaje que hacía de la economía estatalizada el principal motor del país. Ésta, se combinaba con economía privada, lo que parecía ser el perfecto equilibrio entre socialismo y liberalismo. Y los hechos parecían dar la razón a los social-demócratas, porque se vivió en estos años una de las fases de crecimiento económico más potentes de la historia de la Humanidad.

Sin embargo, una gran parte de este crecimiento se sustentaba sobre bases poco firmes, a destacar que gran parte de las empresas públicas eran menos medios y no fines en sí mismos: Estas empresas, si es que pueden recibir ese nombre, tenían como objetivo no obtener beneficios, sino simplemente tener a una serie de trabajadores en nómina. Todo este precario aparato, que hoy consideraríamos un tanto irracional e incluso suicida, no lo parecía tanto en aquel momento, ya que se consideraba que, aunque esas empresas no fuesen rentables, el mantener a una serie de trabajadores en nómina permitiría que éstos tuviesen capital para consumir y, de esa manera, beneficiar a otros negocios.

Todo este magnífico castillo en el aire se desmorona a partir de las Crisis del petróleo de 1973: La subida del precio del crudo generó una fortísima crisis de carácter inflacionista, para la cual las medidas keynesianas no tenían respuesta: El New Deal de Roosevelt tuvo relativo éxito en una crisis de carácter deflacionista como fue la iniciada en 1929 (Y tampoco olvidemos que la economía norteamericana no se recupera hasta después de la Segunda guerra mundial). En ésta otra ocasión, sin embargo, las medidas keynesianas no hicieron sino agravar el problema, al poner más dinero en circulación, incrementando aún más los precios.

A partir de este momento comenzaría a ganar influencia el Nuevo liberalismo capitaneado por Reagan y Thatcher, y se produjo el desmantelamiento de gran parte de aquel apartado empresarial público. Desde este momento, podemos decir que la social-democracia estaba ya herida de muerte porque carecía de modelo político-económico independiente. La crisis de 2008 no vino sino a certificar aquel fallecimiento.

Pero la social-democracia no ha sido únicamente un modelo económico: Desde muy temprano comenzaron a incluir principios asociados a lo que hoy llamamos Progresismo y que en aquellos años estaban en franco crecimiento, hasta llegar a culminar en el célebre Mayo del 68.

Dando un salto hasta nuestros días, podemos decir que la actual social-democracia se fragua a partir de un triple cataclismo histórico: El citado Mayo del 68, la Crisis del petróleo del 73 y el hundimiento del Comunismo a partir de 1989. Estos episodios
vinieron a certificar el final de la mayor parte de las cosmovisiones de izquierda y de su universo de ideas: El modelo marxista no es una ideología capaz de explicarlo todo, y sus postulados son en gran medida falsos. Pero es que su hermana pequeña, la social-democracia, deja de ser una alternativa política y económica al liberalismo, al fracasar de manera radical ante un cambio de paradigma económico sobre el que Keynes jamás reflexionado.

En esa encrucijada histórica, toda la izquierda, la proveniente del extinto marxismo y la de la social-democracia en derrumbe, acabó por reivindicar el único modelo posible que les permitía seguir con vida: Mayo del 68.

No se trataba ya de conjugar liberalismo y socialismo, ni mucho menos de combatir al sistema capitalista a través de revoluciones violentas. Es bien sabido que la izquierda no se encuentra ya centrada en esas cuestiones. Pero no se trata de un abandono voluntario que “traiciona” su espíritu tradicional como algunos sostienen, sino simplemente que la historia ha avanzado y ha dejado a Marx, a Lennin y a Keynes en la estacada. Y si la Izquierda no ha sido superada ya en su conjunto, es simplemente porque se aferró a los únicos principios que les permitían seguir teniendo vigencia, que no eran otros que los de la llamada Nueva izquierda, cuya más clara plasmación práctica fue el episodio del Mayo francés, que realmente no fue más que una muestra pública de un amplio e inconexo número de movimientos que se venían fraguando a fuego lento bajo la superficie visible de las sociedades desde hacía años.

En otras palabras: Nuestra izquierda neurótica actual no es más que una respuesta desesperada a una crisis que llevan arrastrando desde los años 70 y que se vio intensificada por el hundimiento del modelo comunista. Los movimientos
progresistas de nuestro tiempo que contemplamos como invencibles son, en realidad, la izquierda doctrinalmente más débil que ha existido jamás, desde es el mismo origen de la etiqueta Izquierda.

La desesperación de sus integrantes es plenamente perceptible al comprobar como la mayoría de sus postulados están a años luz de la realidad tangible: En su último intento de presentar un programa novedoso con el que ofrecerse como alternativa, han llevado los ideales sesentaiochistas a unos límites que se escapan a toda lógica.

El comunismo, sin ir más lejos, se presentaba como científico y poseía una complejidad doctrinal que hacía muy difícil el desmontar teóricamente aquella ideología. Comparemos esa fortaleza de los postulados de Marx con, por poner un ejemplo, la ideología de género o las teorías Qeer: No son corrientes que se presenten dotadas de explicaciones científicas capaces de dar respuesta a los enigmas del hombre y de la historia, sino que se limitan a alzar al Deseo y la Voluntad como nuevos dioses capaces de lograrlo todo. Hasta la persona más apolítica y ajena a estas cuestiones, es consciente de la volatilidad de todas estas ideologías, aunque en la mayoría de los casos callemos para evitar la muerte civil.

Y no es menos cierto que si observemos en el largo plazo la evolución de la izquierda en las últimas décadas, seremos plenamente conscientes de la crisis terminal que están sufriendo: El partido social-demócrata clásico roza la marginalidad en todos los países de Europa, a excepción de España por desgracia.
A pesar de que no me gusta lanzar profecías, me parece perfectamente posible que tales partidos acaben convirtiéndose en algo similar al partido comunista o al anarquismo en nuestro tiempo: Unas meras siglas que, a modo de secta, siguen presentes en las listas electorales, pero sin llegar a ser una mera sombra de lo que fueron en el pasado siglo.

¿Somos nosotros diferentes?
Con una buena dosis de realismo, algún lector podría señalar que, de la misma manera que los movimientos de izquierdas sufren este ciclo de nacimiento y muerte, lo mismo podría suceder a un movimiento de corte patriótico.

quizá lo más natural es que los movimientos intelectuales, políticos o culturales pasen por ese ciclo vital: Toda corriente debe dar respuesta a situaciones concretas de una determinada época. Cuando ésta sea superada, se presentarán nuevos retos para los que tendrá que haber nuevas respuestas de la mano de nuevos movimientos.

La cuestión principal aquí es que las respuestas de la izquierda, especialmente las de la izquierda de nuestro tiempo, se han dado siempre desde un plano ideológico: Frente a su reivindicado carácter científico, han venido presentando modelos totalmente ajenos a la realidad tangible y a la condición natural del hombre. La solución a los problemas que se le presentan a los seres humanos, no puede venir de la mano de una igualación total de éstos, que no puede ser lograda sino a través de una ingeniería social radical y forzando a la realidad contra sus propias bases fundamentales.

La solución para que un movimiento patriótico, de carácter cultural o no, tenga largo recorrido y que, aun siendo superado por el avance de la historia dentro de décadas, pueda seguir teniendo una mínima vigencia, radica en que se sustente en la condición natural del hombre, no construyendo un edificio intelectual e ideológico al margen de la Naturaleza. Por ende, la reflexión, el estudio y el análisis debe partir de la condición del hombre, para concluir con el diagnóstico de los problemas y la proposición de soluciones para éstos, y no al revés.

Si la realidad es la guillotina de la teoría, entonces construyamos teorías basándonos en la realidad. Esto, dicho así, parece sencillo, pero realmente acabaríamos enfrentándonos a las grandes preguntas con las que ha cargado el hombre desde que se diese cuenta de que era un animal especial y de las que no se ha alcanzado nunca respuesta tras milenios de filosofía. Y sin embargo nada es más recomendable como fármaco para nuestro tiempo que volver a plantear esos enigmas eternos.