Entre todas las situaciones invariables que caracterizan a la condición humana, una de las
más fundamentales, y de las más extrañas, es sin duda la manera específica en que el animal humano debe separarse de la madre que lo ha criado. Mientras que en los otros mamíferos esta separación se produce naturalmente, en el ser humano requiere de la intervención un tercero separador que no puede ser instituido sino por el lenguaje, que es otra de las especificidades del animal humano. En la historia de las civilizaciones, “padre” es habitualmente el nombre que fue dado a aquella tercera figura, de manera que el hombre podría ser definido como el animal que no puede convertirse en lo que es (dicho de otra manera, humanizarse) sin la mediación de un “padre”, sea cual sea el individuo (o la
instancia social) que venga a ocupar el lugar que corresponde a ese nombre. Si la función
paternal —desconocida en los demás animales— no designa “nada más que aquel que va a
obligar, pero también a ayudar al sujeto a separarse de la madre”, comprendemos entonces no solamente cuál es el temible precio que todo ser humano debe pagar para convertirse en sí mismo (es decir, para transformarse en un sujeto autónomo), sino también cuáles serán los efectos estructurales sobre su manera personal de afrontar la vida. En efecto, es necesario aceptar la separación de la relación fusionante que en el principio lo unía al otro maternal — asegurador y amenazante al mismo tiempo— y, para ello, renunciar definitivamente a la forma de placer arcaico que esta unión incestuosa con la madre le garantizaba primitivamente, incluso antes de la aparición del lenguaje articulado (lo que vuelve inefable al recuerdo de ese paraíso perdido).

La prohibición del incesto —sea que se la encare desde su costado antropológico o desde el
costado psicoanalítico [1]— posee siempre un doble aspecto. Por un lado, conduce a inscribir en el corazón de la condición humana una falta estructural y, mediante ella, el principio de una insatisfacción “ontológica” (el uneasiness de Locke). Pero, por el otro, es precisamente esta incompletitud constitutiva del ser humano lo que hace posible el “trabajo de enfrentarse a esa falta para constituirse como un sujeto deseante” [2], es decir, como un sujeto autónomo, capaz de inventar su manera singular de investir esta falta o, con el tiempo, de acomodarse sabiamente a ella. En última instancia, esto es lo que explica que la mayor parte de las patologías individuales (aquellas que no tienen que ver con la biología del sujeto ni con el contexto social en el que se inscribe) encuentran su primer origen en las diferentes maneras en que está ausente el indispensable trabajo de duelo (o, en términos lacanianos, de asumir la “castración”). Y su núcleo común es siempre, de una manera u otra, una forma particular de egocentrismo (la “manía” representa una forma extrema de este encierro sobre sí mismo, de donde proviene su mitificación en la cultura romántica liberal), es decir, la retención del sujeto (o la regresión) a una etapa infantil de su propio desarrollo.

Esencialmente, el contenido normativo o ético del psicoanálisis debería detenerse allí; pero,
según parece, esto es demasiado para los analistas liberales que pretenden colocar la
totalidad de la cura bajo el signo exclusivo de la “neutralidad axiológica”. En cuanto a las
formas concretas de la función paterna, éstas deben definirse naturalmente con
independencia de los límites propios de una cultura dada (comenzando con la cultura vienesa de la época de Freud). De hecho, nada autoriza a sostener que el tercero separador debe ser necesariamente el genitor biológico del niño ni, a fortiori, que la autoridad patriarcal sea la única forma concebible de ejercer esta función. El más mínimo conocimiento de antropología basta para barrer estos prejuicios.

Por otro lado, lo que ha modificado profundamente el dato del problema es, con seguridad, la implementación experimental, desde hace más de dos siglos, de la hipótesis capitalista.

Con ésta, en efecto, nos estamos ocupando claramente de un cuestionamiento radical de todos los montajes simbólicos que hasta ahora habían permitido que la especie humana sobreviviera y evolucionase [3]. Cuestionamiento que todavía está en sus inicios y cuya naturaleza, amplitud e incluso su mera posibilidad no podría haber imaginado ninguno de los padres fundadores de la utopía liberal (con la excepción, quizás, del Marqués de Sade).

Esta mutación antropológica en curso se debe fundamentalmente a la esencia de esta utopía. En la ciudad que esta utopía intenta construir, las únicas instituciones que están, de hecho, filosóficamente justificadas a limitar el poder que cada uno posee “por naturaleza” para “vivir como uno quiere” son el mercado autorregulado (es decir, la libre concurrencia entre agentes económicos de intereses opuestos) y el derecho procesal (es decir, la libre concurrencia entre litigantes con intereses opuestos). Son, en otras palabras, dos procesos por definición sin sujeto destinados a reemplazar el gobierno “ideológico” de los hombres por la administración “técnica” [4] de las cosas, y diseñados en cuanto tal como dispositivos “axiológicamente neutros”, piloteados por “expertos” (el único valor filosófico común que el liberalismo reconoce —a saber, la “libertad”— es definido como el derecho de un individuo de elegir arbitrariamente sus propios valores privados, a cambio de que respete la elección simétrica de los demás).

En una sociedad liberal desarrollada íntegramente según su concepto (la izquierda moderna
representa el movimiento ideológico que milita con más ardor y constancia por la realización de este objetivo todavía lejano), toda limitación ejercida sobre los deseos o los caprichos privados de los individuos no podría sino ser vista como una intervención inadmisible de la colectividad, una “discriminación” inaceptable, o una “estigmatización” escandalosa contra las cuales, en nombre de los “derechos del hombre”, es necesario rebelarse. Son comprensibles, por lo tanto, las razones estructurales por las cuales la cuestión de la educación (ya sea escolar o familiar) debía convertirse en uno de los puntos de mayor cristalización de todas las contradicciones de la sociedad capitalista. En efecto, ¿en nombre de qué autoridad podría inmiscuirse un tercero entre la ley del mercado (o la del derechoprocesal y los “trabajadores sociales”, que son la mano más visible) y la libertad del niño?

Autorizar a este tercero a que haga la menor prohibición filosófica o moral equivaldría
inevitablemente a imponer al niño (o al alumno) valores arbitrarios de una elección
puramente ideológica que siempre debería permanecer privada (en la jerga de Philippe
Meirieu diríamos que toda forma de educación no liberal constituye una insoportable
“violencia simbólica” ejercida sobre el niño —o sobre el alumno— y una negación de su
derecho fundamental de ser el “sujeto de su propio aprendizaje” [5]). La reciente cruzada de los integristas liberales sobre la cuestión simbólica de la “cachetada” —equiparada, por el bien de la causa, con “golpear” al niño— no es sino la forma más mediática de esta manera de pensar.

Este principio de tercero excluido —que se encuentra en el corazón de la ideología capitalista desarrollada— hace inevitable la deslegitimación de todas las figuras de autoridad que no están fundadas sobre una competencia estrictamente “técnica”, comenzando por aquellas que pretenden apoyarse sobre la experiencia de la vida. Las consecuencias antropológicas de tal deslegitimación son fáciles de imaginar. De hecho, la civilización liberal es la primera en la historia de la humanidad que tiende por principio a privar al sujeto individual de todos los apoyos simbólicos colectivos necesarios para su humanización, y que torna así más y más problemática la separación indispensable con la madre, sin la cual no es concebible la autonomía personal (y mucho más desde que la disolución paralela de las relaciones sociales primarias a causa del desarrollo de la lógica jurídico-mercantil permite cada vez menos a las estructuras locales como, por ejemplo, la vida de barrio, de ejercer plenamente su rol corrector). Ahora se conoce el efecto principal de esta configuración antropológica. Es la aparición progresiva, dentro del paisaje humano, de un nuevo tipo de individuo artificialmente mantenido en la infancia, cuya figura más emblemática es el consumidor compulsivo, y cuyo signo distintivo es la adicción al placer inmediato (opuesto, como tal, a todo sentido de esfuerzo, y por lo tanto, a toda búsqueda epicúrea del placer). Bien entendido, y como Polanyi ya lo había notado, aquello que resulta desastroso para la autonomía y la felicidad de los seres humanos se revela, por el contrario, como excelente para la economía y el crecimiento. Lo que he designado como el “nuevo materialismo” (haciendo referencia a los fundamentos arcaicos pre-edípicos de esta voluntad de disfrute) constituye indudablemente el motor más poderoso de la infinita búsqueda —a través del consumo de gadgets inútiles que se suceden hacia el infinito [6]— del objeto materno primario al cual hizo falta renunciar para acceder al lenguaje y a la libertad; y que, no importa lo que se haga (sea incluso con la asistencia química de drogas) no volverá jamás.

Se comprende entonces por qué razones el individuo a quien la civilización liberal recién
comienza a producir en serie experimenta las peores dificultades para interiorizar los límites y las prohibiciones que, sin embargo, son indispensables para la construcción de una vida autónoma. Al no poder apoyarse sobre ninguna tercera autoridad —que todo el discurso real del capitalismo tiende ahora a desacreditar— está, en efecto, condenado a girar indefinidamente en círculos en “la escena de lo ilimitado” (para retomar una de las imágenes de la sociedad ideal tal como la concibió Alain Badiou) mientras permanece, por un lado, clavado al recuerdo inconsciente de madre fusionada y, por el otro, atrapado entre el yunque del mercado y el martillo del derecho. Así pues, parece muy difícil, en estas condiciones, tomar al pie de la letra las orgullosas proclamaciones “libertarias” y “ciudadanas” bajo las cuales este homo liberalis alberga su angustioso deseo de reconocimiento y su necesidad patética de consolación.

De hecho, tal como Christopher Lasch y Slavoj Zizek demostraron ampliamente, este
miserable individuo sólo podrá evitar —de alguna manera u otra— las prohibiciones
simbólicas más elementales (aquellas que son portadas por una palabra que explícitamente
interpela al sujeto, como, por ejemplo, las obligaciones de la lógica del don o de la decencia común) en la medida en que se encuentre siempre sometido a un control directo, y por lo demás severo, de su “superyó arcaico” (o preedípico) y de las feroces figuras maternas que constituyen su material supremo. Es comprensible que el clima interior de ira envidiosa, de culpabilidad profunda y de frustración narcisista que inevitablemente acompaña a esta tiranía del inconsciente no sea nada propicio para este acuerdo con uno mismo que define la autonomía adulta y que, en consecuencia, vuelve posible la interiorización de los principios de la common decency o de la lógica del don.
Bien entendido, el nuevo Adán liberal, cuya psicología rebelde y narcisista acabo de esbozar a grandes rasgos, no es más que un modelo simplificado o, si se quiere, una forma límite y tendencial de las transformaciones antropológicas que están en curso. Se trata, ante todo, de un prototipo experimental —que ciertamente ya ha sido probado con un éxito
relampagueante en sectores cada vez más vastos de la juventud moderna (basta con escuchar el testimonio de los maestros o abrir uno mismo los ojos)— pero cuya colocación definitiva en el mercado encuentra todavía muchos obstáculos, especialmente en las clases populares (para los niños malcriados de “la élite” la pregunta ni siquiera aparece porque, por definición, sólo un ser inmaduro puede amar el poder, la riqueza o la “celebridad”).

En realidad, y pese al pesimismo que a menudo se cierne sobre los espíritus más radicales
[7], está claro que “el hombre ordinario” —the ordinary decent man, como lo llamaba Orwell — se encuentra todavía muy lejos de haber cedido su lugar a este hombre nuevo que el capitalismo lleva inevitablemente en sí (la burguesía, decía Marx, no puede desarrollarse sin “formar un mundo a su imagen”). Si este no fuera el caso, significaría que ya nos hemos hundido en un universo como el de Mad Max o Blade Runner (algunas megalópolis del “tercer mundo”, es cierto, ofrecen hoy una imagen plausible) y significaría también que el capitalismo triunfó totalmente. Lo que explica, al contrario, el “retraso” relativo de la revolución cultural liberal sobre sus propios objetivos históricos es, paradójicamente, la naturaleza esencialmente “parasitaria” (según la expresión de Slavoj Zizek) del sistema capitalista: no tanto en el primer sentido del término —aunque está claro que la fortuna de los grandes de este mundo reposa, ante todo, en un equilibrio de fuerzas políticas que les permite trasladar para su beneficio (y sin muchos esfuerzos personales) una parte cada vez mayor de la riqueza creada por el trabajo de otros [8]; sino en el sentido de lo que en la biología se llama “parasitismo”, cuando un organismo se alimenta y se desarrolla a expensas de los principios vitales de otra especie.
De hecho, y como Castoriadis no ha cesado de recordarnos, el sistema liberal ha funcionado hasta ahora de manera más o menos eficaz —al menos según sus propios criterios— sóloporque “heredó una serie de tipos antropológicos que no había creado y que no habría podido crear él mismo: jueces incorruptibles, funcionarios íntegros y weberianos, educadores que se consagran a su vocación, trabajadores con un mínimo de conciencia profesional, etc. Estos tipos no surgen y no pueden surgir por sí mismos; fueron creados en períodos históricos anteriores, en referencia a valores entonces consagrados e incontestables: honestidad, servicio al Estado, transmisión de saber, la belleza del trabajo, etc.” [9].

Sin este poder constitutivo (y en parte inconsciente) para parasitar los valores morales y
filosóficos de las “sociedades huéspedes”, es decir, de las sociedades en cuyo interior la lógica liberal fue introducida a título de experimento, el sistema capitalista (como voluntad política de controlar el conjunto de las actividades humanas a través del mercado autorregulador y el derecho procesal) indudablemente no habría podido pasar el estado de una utopía ingeniosa, paralizada como lo estaba por su deber oficial de “neutralidad axiológica”.

Podemos decir, pues, de una forma paradójica, que lo que hasta ahora había permitido que
este sistema creciera en las proporciones que conocemos es también lo que hace tiempo ha
contribuido a retrasar (o, en ciertos aspectos, a hacer caer) el desarrollo impetuoso de su
lógica fundamental. En otras palabras, sólo la existencia de “depósitos culturales” (según la
expresión de Castoriadis) legados por la historia anterior, y de los cuales el capitalismo
extrajo sin vergüenza una parte esencial de los recursos morales necesarios para su
expansión, es lo que ha permitido a este último extender hasta nuestros días las bases de su reino despiadado. El problema es que el crecimiento cultural está condenado a encontrar los mismos obstáculos que el crecimiento económico. Así como este último no puede explotar infinitamente los recursos fósiles y minerales del planeta sin destruir, a la larga, sus propios presupuestos materiales, también el crecimiento cultural del capitalismo (que los liberales de izquierda veneran bajo el nombre darwiniano de “evolución de las costumbres”) no podríaexplotar hasta el infinito el tesoro antropológico acumulado por las generaciones precedentes (y en primer lugar, la vieja lógica del don y sus desarrollos éticos ulteriores) sin comprometer, a partir de un cierto umbral de “modernización”, las mismas condiciones de la supervivencia moral de la humanidad. Dicho de otra forma, es precisamente el “éxito” del sistema liberal (es decir, la extensión hacia todas las esferas de la existencia social de una lógica única del cálculo egoísta, o de la “elección racional”, como prefieren decirle los economistas liberales), lo que que conduce ineluctablemente a la disolución de todos estos puntos de apoyo históricos y culturales sin los cuales este éxito habría sido imposible.

Tal es, en definitiva, la contradicción mayor de la utopía liberal (lo que se podría llamar su
paradoja de Midas). No puede desarrollarse más allá de un cierto umbral sin destruir con ese mismo movimiento sus propias condiciones de posibilidad ecológicas y culturales.
Ciertamente, sus fundadores habrían sido los primeros sorprendidos de tal evolución. Su
objetivo inicial, en efecto fue, sobre todo, salvar a la humanidad de esa terrible “guerra de
todos contra todos” que las guerras civiles de religión contenían visiblemente en germen, y
cuyo absolutismo (que era el del pueblo soberano) representaba una forma de neutralización incompatible con la libertad individual. Y su principal originalidad fue, precisamente, fundar este proyecto político —en sí mismo perfectamente respetable— sobre una imagen supuestamente “realista” de los límites morales inherentes a la naturaleza humana (como escribió con razón Pierre Manent, el liberalismo en sus orígenes no es sino el “escepticismo vuelto institución”). De allí viene la oposición ritual de estos primeros liberales entre el hombre tal como es (es decir, supuesto que debe tener como guía la apacible preocupación de su exclusivo interés privado) y las diferentes tentativas de definir al hombre como debería ser —tentativas “religiosas” o “republicanas”— que constituyen, a sus ojos, la fuente metafísica eterna de todas estas utopías virtuosas —o “ideologías”— en nombre de la cual los individuos estarían condenados a matarse entre sí hasta el fin de los tiempos.

Pero las ideologías tienen su propia lógica y su propio destino. La ironía de la historia (tan
cruel como dialéctica) es que el proyecto liberal —por el hecho mismo del ideal de
“neutralidad axiológica” que su pesimismo antropológico y su cientificismo inevitablemente
requieren— no podía desarrollar completamente todas sus implicaciones; implicaciones que, lógicamente, sólo llevarían a un mundo completamente contrario a las intenciones iniciales de sus fundadores; un mundo, ahora lo sabemos, en el cual la noción misma de límite se volvió impensable y donde el ideal de un ser humano autónomo está destinado a
desvanecerse, según la fórmula inconscientemente profética de Michel Foucault, “como en el límite del mar una cara de arena”. No se trata de acusar retrospectivamente a los iniciadores de este proyecto (cada uno es hijo de su tiempo, para bien o para mal). Pero esto no exonera en nada a sus tristes herederos contemporáneos (quienes no tienen ni la menor excusa que hacer valer) de las terribles responsabilidades que han hecho suyas en la presente destrucción del mundo.

Notas.
1. Si bien es cierto que en algunas especies animales hay formas rudimentarias de prohibición del incesto, éstas sólo pueden resultar de una represión de facto (sin duda de naturaleza biológica) y no de una prohibición simbólica explícitamente llevada a cabo por el lenguaje.

2. Jean-Pierre Lebrun, op.cit., p. 93.

3. La idea de que el capitalismo de consumo es inseparable de una “revolución antropológica” —es decir, de la formación de un hombre nuevo— está en el corazón de todos los análisis de Pasolini.

4. El proyecto de sustituir “la administración de las cosas” por “el gobierno de los hombres”
(para retomar la formulación de Saint-Simon) funda aquello que Jean Claude Milner llama la “política de las cosas”: “en su versión de izquierdas y en su versión de derechas, en el punto de bifurcación entre utopía social y tecnocracia, el gobierno de las cosas ha conocido muchas variantes y bastantes legitimaciones. A veces las ciencias naturales, a veces la ideología del progreso técnico, a veces la planificación, a veces la pura y simple conformación administrativa o contable. Sin embargo, el movimiento sigue siendo fundamentalmente el mismo: las cosas deciden en lugar de los hombres”, La politique des choses, Verdier, Paris, 2011, p. 25.

5. Para un desarrollo particularmente surrealista de este dogma liberal leeremos “La fábrica
de la impotencia” de Charlotte Nordman (Ediciones Amsterdam, París, 2007). La autora,
productora en France-Culture, denuncia en cada página una “escuela republicana” cuyo
espíritu y métodos de conservación permanecerían inalterados en lo esencial durante el curso de los tres últimos decenios (la idea de que el movimiento perpetuo es la verdadera ley del sistema capitalista le parece completamente extranjera a esta mujer) y cuyos maestros (que habrían elegido esta profesión sólo para satisfacer su voluntad de poder) aparentemente no tendrían otra preocupación que la de destruir el espíritu crítico espontáneo de sus alumnos (sin duda estamos tratando aquí con un simple fenómeno de proyección, en el sentido psicoanalítico del término). Para un desmantelamiento radical de esta obra de ceguera ideológica radical (de inspiración foucaultiana —doxa académica obliga) nos remitiremos al análisis impecable de Florent Gouget, aparecido en el 10º número de la excelente revista Notes et morceaux choisis. Bulletin critique des sciences, des technologies et de la société industrielle, La Lenteur, hiver 2010.

6. Una de las mayores fuerzas del capitalismo desarrollado es haber aprendido a convertir
permanentemente las insatisfacciones que él mismo genera (o las crisis y las catástrofes que suscita) en motores fundamentales de su propia expansión indefinida. Cada mónada humana se ve impulsada a consumir siempre más (y por lo tanto a dirigir su deseo incesantementesobre los últimos gadgets que la propaganda publicitaria le presenta como indispensables), incitada por la esperanza quimérica de que podrá ponerle un fin al calvario moral de una vida invivible precisamente por estar fundada exclusivamente sobre el consumo. Evidentemente, este movimiento en espiral es interminable. Si el capitalismo moderno ejerce tal agarre psicológico sobre los individuos que antes atomizó y desarraigó, bien se puede decir que se apoya sobre los mismos mecanismos afectivos y emocionales que gobiernan la adicción a las drogas. En este sentido, la religión del consumo se presenta como el verdadero opio de los pueblos modernos. Es por ello que la construcción de un mundo decente no podría considerarse sin un trabajo paralelo de auto-desintoxicación del alma humana y sin la eliminación correspondiente de todas estas sustancias “personicidas” (según la bella expresión de Lucien Sève) cuyo comercio supo hacer rentable el capitalismo.

7. Como ya sabemos, ésta es la posición extrema que Guy Debord terminó defendiendo en
sus Notas para “cuestión de los inmigrantes” (1986). Para él, el poder del sistema capitalista era tal que “la inmensa mayoría de la población” francesa se encontraba ya “encerrada y embrutecida” en el “gueto del nuevo apartheid espectacular” (Oeuvres, Gallimard, “Quatro”, p. 1591). Notemos, no obstante, que Debord acordaba todavía en hacer una excepción para países como España, Italia o Argelia.

8. Sobre la idea de que la repartición —entre las diferentes clases de la sociedad capitalista— de la riqueza colectivamente producida no depende ni del trabajo realmente efectuado, ni siquiera de las “leyes de la oferta y de la demanda”, sino antes que nada de la relación de fuerzas políticas existentes entre esas clases, leeremos los análisis extraordinariamente
esclarecedores de Paul Jorion —análisis fundados sobre la idea iconoclasta (pero alimentada por su experiencia personal del mundo de las finanzas) de que el “retorno a Aristóteles constituye, en realidad, una radicalización del enfoque de Marx” (Le prix, Edition de Croquant, 2010).

9. Cornelius Castoriadis, La Montée de l’insignifiance, Le Seuil, Paris, 1996, p. 68.

Jean-Claude Michéa