A partir de los informes de Mario Draghi, Enrico Letta y las principales fuentes internacionales de análisis demográfico.

I. EL SILENCIO DE UN CONTINENTE

Europa avanza hacia un horizonte donde las plazas quedarán mudas de juegos, donde las escuelas serán templos vacíos, donde las campanas doblarán sin pueblo que las escuche. El continente que en otro tiempo fue cuna de pueblos fecundos y vigorosos, se asoma hoy al crepúsculo de su civilización. Las voces infantiles desaparecen, las familias se encogen, los pueblos envejecen. Allí donde antaño se escuchaba el bullicio de generaciones, reina ahora el rumor de los pasos cansados y las calles grises.

Las cifras son frías, pero su lectura es dramática: lo que se extingue no es solo una tasa de natalidad, sino un modo de ser. La cuna vacía no es un objeto inerte: es el símbolo de una noche del ser que se instala lentamente sobre Europa. Lo que parecía un continente de futuro, hoy se asemeja a un museo que conserva las ruinas gloriosas de su pasado, pero carece de los hijos que las mantengan vivas.

Este silencio no es metáfora, sino realidad certificada por sus propios administradores. Draghi, Letta, la Comisión Europea, la OCDE, el FMI, McKinsey, Bruegel: todos, con el rigor de su lenguaje técnico, confiesan lo que durante décadas fue negado o disfrazado: Europa decrece, envejece y se agota. El mito del progreso, al que se consagraron generaciones enteras, ha terminado por convertirse en la crónica de una extinción voluntaria.

Roma conoció un fenómeno semejante: cuando su poderío aún se mostraba al mundo, la fecundidad había ya declinado, las familias se reducían, y el vigor moral se apagaba. No cayó primero por la espada extranjera, sino por el cansancio interior que deshace las fibras de una civilización. Así, la Europa moderna, que se creyó inmortal, contempla ahora su propia caducidad.

Las plazas vacías son la imagen visible de un destino invisible: el ocaso de la vida

II. LA CONFESIÓN DE LOS TÉCNICOS

Lo más sorprendente no es que los filósofos lo digan, sino que lo reconozcan los propios guardianes del sistema. Mario Draghi, figura central de la economía europea, ex presidente del Banco Central Europeo, no es un moralista ni un poeta: es un tecnócrata, y su palabra es considerada axioma en los círculos financieros. Por eso resulta tan grave lo que pronunció:

The EU is entering the first period in its recent history in which growth will not be supported by rising populations… By 2040, the workforce is projected to shrink by close to 2 million workers each year… the ratio of working to retired people is expected to fall from around 3:1 to 2:1.

Son palabras que, con la severidad de un axioma, registran un hecho irrefutable: Europa se interna en un tiempo en que el crecimiento económico ya no descansará en el aumento poblacional. Es la primera vez en su historia reciente que el futuro no promete más hombres, sino menos.

Enrico Letta, antiguo primer ministro italiano, lo confirma en su informe sobre el Mercado Único: “Combined with demographic trends, this results in a sharp working age population decline in some regions…”. La consecuencia es devastadora: regiones enteras se vacían, se transforman en desiertos humanos, y Bruselas debe improvisar un Talent Booster Mechanism para intentar detener el éxodo.

Ambos, desde perspectivas distintas —uno como economista de talla global, el otro como político institucional— coinciden en lo esencial: Europa sangra por la herida de su despoblación. No se trata ya de competitividad, ni de índices de productividad, sino de la misma base de la sociedad.

El lenguaje burocrático es frío, pero su significado es sepulcral. Donde Draghi habla de “ratio de trabajadores y jubilados”, la filosofía lee la quiebra de la cadena generacional. Donde Letta menciona “brain drain”, la historia escucha el vaciamiento de pueblos enteros. Lo que para ellos es un problema de gestión, para la filosofía es la confesión de un funeral.

La sentencia de los técnicos es lapidaria: sin hombres, no hay mercado; sin hijos, no hay Europa.

III. LA LÓGICA DEL VACÍO

La demografía, tantas veces reducida a tablas de natalidad y mortalidad, se ha convertido en el espejo más fiel del alma europea. Allí donde la estadística muestra curvas descendentes, la filosofía detecta un vacío de sentido. No se trata de simples números, sino de una lógica inexorable: cuando no nacen hijos, la vida social se marchita; cuando las cunas se enfrían, los pueblos mueren.

La OCDE ha trazado la curva con claridad matemática: la fertilidad media cayó de 3.3 hijos por mujer en 1960 a 1.5 en 2022. En medio siglo, Europa ha pasado de ser un continente joven a un continente cansado. Ninguna de las políticas de estímulo —subsidios, ayudas, permisos parentales— ha logrado revertir la tendencia. El cuerpo social parece haber perdido no solo la fuerza biológica, sino la voluntad de procrear.

La Comisión Europea, en su Demography Report 2022, no emplea imágenes, pero describe lo mismo con palabras técnicas: el envejecimiento acelerado y la reducción de la población activa ponen en riesgo la sostenibilidad del bienestar y la cohesión territorial. Traducido al lenguaje filosófico: cuando la población en edad de trabajar se derrumba, el pacto social colapsa.

El FMI confirma el efecto económico: la baja natalidad constituye un lastre estructural para el crecimiento real del ingreso per cápita. McKinsey, con la mirada de la consultoría global, advierte que la consecuencia no se limita a las pensiones, sino que erosiona la capacidad innovadora y la proyección geopolítica del continente.

Bruegel, con su análisis regional, añade un matiz decisivo: Europa no envejece de forma homogénea. Unas regiones todavía absorben a los jóvenes, mientras otras se convierten en desiertos humanos. El mapa de Europa se divide entre centros que concentran vitalidad y periferias condenadas a la irrelevancia.

Si se compara con otros continentes, el contraste se vuelve aún más dramático. África, con su juventud pujante, se prepara para convertirse en el continente más poblado. Asia, aunque comienza a envejecer, aún mantiene vastos recursos humanos. América conserva dinamismo gracias a la inmigración y cierta vitalidad interna. Solo Europa aparece como un anciano que, pese a su riqueza, ya no tiene fuerzas para sostener su peso.

Los números son fríos, pero su lógica es inapelable: cuando falta la vida, el vacío lo ocupa todo.

IV. LOS GRANDES DEMÓGRAFOS: UNA VOZ SECULAR DEL DRAMA

Lo que la filosofía llama suicidio demográfico, lo han confirmado los demógrafos más serios del mundo. No se trata de discursos religiosos, sino de diagnósticos seculares que reconocen la magnitud del desastre.

Nicholas Eberstadt, del American Enterprise Institute, ha señalado que la obsesión del siglo XX con la “sobrepoblación” ocultó el verdadero problema: la despoblación. Hoy, Occidente enfrenta un desafío que mina su seguridad, su economía y su cohesión política. “El declive demográfico no es un fenómeno neutral, sino una erosión de la capacidad misma de una sociedad para sostener sus instituciones”. Sus análisis, basados en décadas de datos, muestran que sin reemplazo generacional no hay democracia estable ni prosperidad duradera.

Jean-Claude Chesnais, del INED francés, describió el fenómeno como “suicidio demográfico”. En su obra sobre la transición demográfica, mostró cómo las sociedades que deciden tener menos hijos de los necesarios para perpetuarse inician un proceso de autodestrucción cultural. Su comparación con Roma es contundente: el Imperio no fue vencido primero por los bárbaros, sino por la esterilidad interior que debilitó su tejido social. Europa parece caminar por la misma senda, repitiendo la historia con una mezcla de lucidez científica y ceguera moral.

Eurostat, la oficina estadística de la Unión, da la cifra exacta que confirma el diagnóstico: fertilidad total de 1.53 hijos por mujer en la UE (2022). Para 2070, casi el 30% de los europeos superará los 65 años. Es decir, una Europa de ancianos sostenida por una minoría cada vez más exigua de trabajadores. No es un escenario futurista, sino un calendario sellado en los propios informes oficiales.

Pew Research Center aporta la clave antropológica que conecta la demografía con la cultura. Según sus estudios, los europeos no tienen menos hijos por pobreza, sino por preferencia: priorizan la libertad personal, el desarrollo individual, la carrera profesional. Los hijos son vistos como carga, no como don. El problema, entonces, no es solo biológico: es espiritual. La esterilidad demográfica es la manifestación visible de una esterilidad del espíritu.

Otros organismos, como Naciones Unidas con su World Population Prospects, confirman la tendencia: Europa será el continente que más rápidamente pierda población activa en las próximas décadas. Su peso relativo en la población mundial, que en 1950 era del 22%, en 2100 será inferior al 6%. La geografía demográfica se convierte así en geopolítica: un continente que renuncia a la vida se condena a la irrelevancia.

El diagnóstico de los demógrafos es inequívoco: lo que falta no es dinero ni recursos, sino hombres; y sin hombres, toda civilización se disuelve.

V. EL FRUTO DE LA REVOLUCIÓN ANTROPOLÓGICA

Los datos confirman el derrumbe; la filosofía revela la raíz. El invierno demográfico no es un accidente ni un fenómeno espontáneo: es la cosecha de una revolución cultural que trastocó los fundamentos de la vida.

Europa sustituyó la comunidad por el individuo autónomo, la fecundidad por el hedonismo, el orden natural por la arbitrariedad de la voluntad. Lo que fue presentado como progreso —la emancipación respecto de la tradición, la legalización del aborto, la contracepción universalizada, la ideología que separa sexo de fecundidad y familia de matrimonio— no ha producido libertad, sino soledad.

El grito de liberación se convirtió en un sollozo silencioso. Lo que se proclamó como emancipación fue, en realidad, una amputación: la amputación de la continuidad, la ruptura del cordón umbilical con las generaciones futuras.

La familia, célula originaria de toda sociedad, fue reducida a contrato revocable; el hijo, transformado en producto opcional; la maternidad y la paternidad, despreciadas como cargas. Y el resultado no podía ser otro: esterilidad biológica y espiritual.

La modernidad ha querido presentar la esterilidad como un triunfo: menos hijos para más consumo, menos familias para más autonomía, menos responsabilidades para más placeres. Pero la ecuación es falaz. Lo que se gana en autonomía se pierde en continuidad. Lo que se gana en placer se pierde en futuro.

Las cifras de Eurostat, los informes de Draghi y Letta, las proyecciones de la OCDE, no son otra cosa que el balance contable de esta revolución antropológica. Lo que el lenguaje técnico llama “declive poblacional”, la filosofía lo reconoce como el precio de una apostasía cultural.

La esterilidad es el fruto amargo de una modernidad que confundió progreso con decadencia.

VI. EL VACÍO ONTOLÓGICO

Detrás del colapso estadístico se esconde algo más profundo que la falta de nacimientos: una crisis del ser. La ausencia de hijos es la manifestación visible de un vacío ontológico.

Engendrar no es un simple acto biológico: es la afirmación de que la vida es buena, de que el futuro merece ser. Cuando una civilización rehúsa transmitir, no está rechazando solo a sus hijos: está rechazando la bondad misma de la existencia. Es la negación de la participación en el ser.

El hombre moderno, creyéndose autónomo, ha renunciado a la apertura a la trascendencia. Y al negarse a la trascendencia, se ha negado también a la inmanencia más concreta: engendrar vida. Lo que Tomás de Aquino llamaba la bonitas entis —la bondad del ser en cuanto tal— ha sido olvidada. Y cuando se pierde la confianza en el ser, se pierde todo: el presente se vacía, el futuro se apaga, la comunidad se desintegra.

El invierno demográfico es, por tanto, la traducción biológica del nihilismo. Nietzsche lo anticipó en forma filosófica; Europa lo sufre en forma estadística. Cuando se proclama que “Dios ha muerto”, lo que muere después es el hombre, y lo hace lentamente, no por violencia externa, sino por esterilidad interna.

Pew Research ha mostrado que las razones más citadas para no tener hijos son el deseo de libertad personal y la percepción de que los hijos limitan la realización individual. Pero detrás de esa preferencia se esconde algo más grave: la desconfianza en la vida como bien. Lo que antes era recibido como don, hoy es percibido como amenaza.

El vacío ontológico es esto: una civilización que no confía en la bondad de ser y, por tanto, rehúsa prolongarse. Una cultura que ha sustituido la apertura por el encierro, la fecundidad por la esterilidad, el futuro por la nada.

Cuando no se cree en el ser, no se cree en la vida; y cuando no se cree en la vida, la historia se detiene.

VII. EL OCASO DEL HOMBRE SIN RAÍCES

El drama demográfico no se queda en las estadísticas: penetra en todos los ámbitos de la vida política, económica y cultural. Sin juventud, no hay defensa. Sin juventud, no hay innovación. Sin juventud, no hay transmisión cultural.

En el plano geopolítico, la consecuencia es inmediata: un continente envejecido pierde su lugar en el equilibrio de poder mundial. Europa, que en el siglo XIX dominaba el mundo con su vigor demográfico, es ahora una tierra cansada. Naciones Unidas calcula que, mientras África triplicará su población en este siglo y Asia conservará su peso estratégico, Europa reducirá drásticamente su proporción en el mapa humano global: del 22% de la población mundial en 1950, caerá a menos del 6% en 2100. La historia no se detiene: donde un pueblo decrece, otro ocupa su lugar.

En el plano económico, la decadencia se traduce en parálisis. La innovación, motor del crecimiento, se alimenta de jóvenes arriesgados y creativos. Sin ellos, las sociedades se vuelven conservadoras, temerosas, incapaces de sostener la competencia global. Draghi lo admitía con frialdad: la productividad deberá compensar la falta de población. Pero la productividad, sin hombres que la encarnen, es un espejismo: no se multiplican los panes sin trigo.

En el plano cultural, el ocaso es aún más doloroso. La transmisión de valores, tradiciones, lenguas y artes depende de la continuidad generacional. Sin hijos, no hay quien aprenda, no hay quien herede, no hay quien cante lo que se cantaba ni quien rece lo que se rezaba. Una Europa sin hijos no es Europa renovada: es Europa vacía, convertida en museo.

La imagen es clara: el continente que fue raíz de Occidente se convierte en hombre sin raíces. Un árbol puede exhibir todavía un tronco sólido, pero si se le arranca la raíz, su muerte es cuestión de tiempo.

Un pueblo que renuncia a engendrar renuncia a existir. Y el que renuncia a existir, entrega su lugar en la historia

 

VIII. EPÍLOGO: EL ECO DEL VACÍO

Comenzamos con la imagen de plazas sin niños y campanas sin pueblo. Terminamos con el mismo cuadro, ahora revelado en toda su hondura: un eco hueco, un futuro sin rostro, una melodía cortada. Las plazas vacías son el espejo de las cunas extinguidas; las campanas que repican en catedrales solitarias son el réquiem de una civilización que no quiso perpetuarse.

Draghi y Letta lo han consignado en informes técnicos. La OCDE y la Comisión Europea lo han proyectado en gráficos. El FMI y McKinsey lo han traducido en cifras de productividad. Bruegel lo ha cartografiado en desigualdades regionales. Eberstadt lo ha diagnosticado como erosión institucional. Chesnais lo ha definido como suicidio demográfico. Eurostat lo ha confirmado con sus estadísticas oficiales. Pew lo ha explicado como fruto de preferencias culturales que valoran más la autonomía que la vida.

Todos coinciden en el mismo veredicto: Europa muere de esterilidad voluntaria.

La filosofía, más allá de los datos, lo sentencia con palabras que son piedra: una civilización que ha declarado la guerra a la vida ha firmado su propia acta de defunción. La ley natural, despreciada, se impone con rigor implacable. El vacío de las cunas refleja el vacío del alma.

Y así, lo que comenzó como un rumor de plazas silenciosas se convierte en epitafio: Esas plazas son su tumba; esas campanas, su réquiem.

Por Saruman