En estos días, “pagano” y “paganismo” son conceptos acerca de algo pasado y comúnmente utilizados para difamar e injuriar. La cultura burguesa en la que hoy vivimos rechaza el paganismo en nombre del “progreso” y la “modernidad”. Para las Iglesia Católica, los predicadores evangélicos y los rabinos judíos, “pagano” es sinónimo de idolatría, herejía y otras monsergas.
Pero siendo leales a la acepción más común y popular del término “pagano”, no deja de sorprender cómo el concepto de algo tenido por “elemental” y “primitivo”, pudiera haber constituido (como, de hecho, la Arqueología lo atestigua) el contexto cultural de tantos y tantos logros alcanzados en la antigüedad. Caminar entre las pirámides de Egipto, conscientes de la misteriosa precisión astronómica de sus medidas; pasear en la Acrópolis ateniense, bajo las imponentes columnas del Templo de Artemisa; tener entre las manos algunos de los pocos rollos milenarios rescatados de la destruida biblioteca de Alejandría, o uno de los escasos y todavía indescifrables códices maya; leer las portentosas tragedias de Esquilo o percibir la sublimidad del saber contenidos en los diálogos de Platón…
Todo esto no puede sino revelarnos la indiscutible sabiduría y grandeza alcanzada por los hombres de aquellos tiempos, ya casi míticos. Indudablemente, tanta magnificencia ejerce una profunda fascinación hacia tales épocas y culturas, y la ha ejercido siempre, de tal modo que la nuestra (a la que llamamos “contemporánea”, “avanzada” y occidental”) se ha ido estructurando sobre fragmentos de la antigüedad pagana casi desde sus mismos principios. Esto, por cierto, reclama una relectura de la historia, tal cual hasta ahora nos la hemos “contado”, y un redescubrimiento de la sensibilidad antigua, ante la evidente coyuntura de decadencia y crisis en que se debate la actual sociedad burguesa. Porque, si bien es cierto que se hablaba y se reconoce en los círculos intelectuales y académicos lo grandioso de todas las principales obras de la antigüedad, el trasfondo mítico-religioso, las creencias básicas sobre la vida y el mundo en los cuales se hicieron posibles estos portentos, se ignoran; no se comprende, se reducen a explicaciones “historicistas”, geográficas o etnológicas, e incluso se desprecian.
Así y todo, lo pagano en el lenguaje común, designa al ignorante, al primitivo, al estulto. Por otro lado, los sectores de la Iglesia Católica más conservadores (concretamente, teólogos de la sagrada Congregación para la Doctrina de la Fe, como el cardenal Joseph Ratzinger) han extendido el concepto, calificando a la sociedad actual como “neo-pagana”, dado que esta se ha “laicizado”. Con ello se ha querido expresar que la sociedad moderna ha caído en una progresiva “desacralización”; un distanciamiento de la importancia y la práctica de los valores cristianos en el desenvolvimiento de la vida cotidiana, asumiendo, en definitiva, un carácter “anti-tradicional”, demasiado centrado en los bienes materiales y los “placeres mundanos”. No entraremos en detalle respecto de la evidente contradicción en la que permanentemente se encuentra la iglesia con sus propios valores fundacionales, toda vez que, para “evangelizar”, necesita establecer como un centro más sobre esta tierra (centro de poder que, otrora, además de político, fue inclusive militar), de modo que cualquier acusación que haga a la exaltación de valores no cristiano carece de la más mínima autoridad moral. Nos basta aquí con observar la imprecisión en la que caen los teólogos cristianos en su alusión a un supuesto “neo-paganismo” en boga. Pues, si bien es cierto existe en la en la actualidad una fuerte tendencia hacia la sensualidad, el hedonismo y los valores estéticos, una revalorización indudable del cuerpo, del placer y del poder, resulta indiscutible también que tanto la concepción cristiana tradicional como la postmoderna laica se afirman así mismas sobre la ignorancia y el descrédito deliberados de una tradición de milenios, que fuera inspiración y contexto espiritual de generaciones de pueblos.
El paganismo, pues, constituyó una tradición y una concepción de mundo que, en su esencia, desconoció todo enfrentamiento por motivos de índole religioso (“En el foro romano, hay lugar para todos los dioses”, manifiesta uno de los paradigmas del último gran imperio pagano europeo); concepción de mundo que, en su sublimidad del sentido de lo sagrado, iluminó el nacimiento de la filosofía y con ella, del propio pensamiento (del modo en que, más tarde, dió lugar a la teología del medioevo, a la razón ilustrada y al ciencia moderna). De esta manera, conocer el paganismo, su sensibilidad, su genio, su expresión tanto en el mundo precolombino, no es sólo conocer su pasado de una forma intelectual y conmemorativa, sino que constituye también un decisivo principio para comprender cómo hemos llegado a ser lo que somos. De ahí que el valorar lo propiamente pagano no pueda sino ayudarnos a entender nuestras raices y nuestra esencial identidad.
El paganismo y la realidad
La sensibilidad pagana (que es como hemos querido referirnos a esta fértil inspiración por la cual tantas maravillas tuvieron origen al margen de todo contexto mítico-religioso de índole cristiano-occidental y “moderna”) no moraliza la realidad, ni la plenitud y variedad de la experiencia del hombre; acoge la riqueza de la vida y de lo existente para exaltarla y glorificarla.
En el paganismo, todo lo existente cabe, de hecho, en una vía sin dogmas o moral universal alguna. Ello se refleja en la actitud de cierto griego antiguo, que se mostraba ajeno a toda disputa religiosa ante la predica de San Pablo en el ágora, exhortándole: “Coloca la estatua de tu dios junto a las nuestras”.
En su afirmación de lo existente, el paganismo puede cifrarse como expuesto en las palabras de Platón: “Todo esta lleno de dioses”. Lo sagrado y el “espíritu” todo lo llenan. Lo sensible, la realidad, es el área de manifestación del ser, de lo sagrado. El objeto para el pagano, es una realidad viva y encantada. En este sentido, la sacralidad que la naturaleza representa es absoluta; es expresión del encantamiento de la realidad. En una concepción semejante, no cabe la explotación y el dominio de la naturaleza, ya que la misma se encuentra viva y en sintonía con los dioses. La naturaleza es, así, un magno ente sagrado, donde el hombre, elemento constituyente del mismo, realiza sus actividades vitales. En el polo opuesto a esta concepción, se encuentra la visión judeocristiana del “Génesis”, de acuerdo con la cual el hombre es señor de la naturaleza, el dueño de la tierra, la que ha sido puesta a su disposición para su beneficio. No es difícil comprender, pues, que al cabo de algunos milenios de historia hebreo-cristiana y con su predominio religioso-cultural, la otrora sagrada tierra, el mundo, esté a punto de sucumbir bajo la bestial explotación a la que la somete el hombre moderno, impulsado por las últimas transfiguraciones “laicas” de semejante mítica (principalmente, ese afán totalitario y mesiánico, inscrito en las doctrinas económica neoliberales).
Belleza y arte
La belleza y el Arte ocupan un lugar central en las formas espirituales paganas. La estética es en ellas un cauce de manifestación del ser en la realidad. De ahí el carácter “hermético” (termino procedente de “Hermes”, divinidad griega conocida también como “el mensajero de los dioses”) que los paganos atribuían al arte y a la belleza, en cuantas manifestaciones de las divinidades en el mundo. En este sentido, la figura del artista, del “poeta” (de “poiesis”: “obra”) detenta un papel principal como elemento realizador clave de la sensibilidad pagana, porque el es el encargado de revivir los mitos a través de sus composiciones; él es quién se ocupa de socializar la voz encantada y creadora de los dioses en la comunidad a través de su obra poética. La tarea de la “poética” requería en Grecia, por ejemplo, de una educación previa, así como de determinadas iniciaciones. Acostumbraban los cantores-poetas a retirarse a sectores apartados, donde maestros les enseñaban la métrica y el carácter “hermético” de aquella actividad. El arte de poetizar se asociaba a Hélade, con la remembranza del ser. Las musas, hijas de Zeus, eran las inspiradoras del artista en su tarea de reencuentro con la realidad sublime y primigenia oculta tras toda manifestación sensible. La diosa de los poetas era Mnemosina, diosa de la memoria y madre de las musas. Para la sensibilidad pagana, el hombre estaba conectado con su ser verdadero; lo “rememoraba” en un “reencuentro” que acontecía justa y precisamente con el quehacer artístico. El genio del paganismo consistiría, pues, en el “recuerdo”; el descubrimiento, por medio de la obra, de lo que el hombre propiamente es.
El “más allá” en el paganismo
En su peculiar disposición hacia lo existente, el paganismo no entra en asuntos de ultratumba ni se preocupa por las teorías sobre el “más allá” como lo hace la actual concepción cristiana del devenir. El genio pagano respondía, en este aspecto, a una religiosidad centrada sobre el “más acá” y, sobre todo, incentiva el cultivo de virtudes relacionadas con una mayor exaltación de la vida y una mejor identificación con el ser. En esto radica la importancia que tenía el deporte entre los griegos y el culto por el cuerpo en la maestría para el combate y la lucha, que es característica de toda la antigüedad pagana; corolario de esta atención central por todo aquello que rezumara vida y esta despreocupación por el “más allá”. Pues, si bien los asuntos sobre la “supervivencia del alma” y la “eternidad” tenían un lugar indiscutible entre hindúes y egipcios, lo tenían siempre de una manera adjetiva, es decir, como un referente perfecto o un modelo ideal de la existencia terrenal, más que sustantiva culminación, de la cual la vida no sería sino pobre antecedente o simple antesala (noción típica del cristianismo).
Esta es también la razón de la irrelevancia que tienen conceptos tales como “culpa” y “pecado” en la sensibilidad pagana. Sin una “moral universal”, sin “Pecado Original”, difícil es poder concebir algo semejante a una “salvación”; la tarea de la vida no es una preparación para meramente “salvarse” sino, por sobre todo, un esfuerzo para llegar a ser lo que se es. Lo relevante del paganismo es, pues, el constituir un cauce de la manifestación del ser; es el permitir al hombre remontarse al “ser primigenio” y “perfecto” de todas las cosas por medio de la rememoración artístico-religiosa y la exaltación de la vida. En muchos aspectos, arte y vida, consagración de la existencia a una obra sublime y concepción de vida propia como una “obra bella”, llegan, con el paganismo, a ser una y la misma cosa. El “más allá” (aquello que los griegos llamaban “hades”) es otro asunto, es aquello que esta oculto, lo “theion” que no se manifiesta. Si bien, como ya hemos observado, hubo formulaciones de trascendencia en el mundo pagano, tales formulaciones no se despegaban un ápice de ese júbilo por la vida que latía en todas sus expresiones.
La relectura del paganismo como una opción de vida y actuación nos debe indicar cuál ha de ser el sendero hacia nuestras raíces espirituales, al menos aquí en nuestra América, para que retornemos a lo sagrado después de tantos siglos de estigmatización y ocultamiento de la sacralidad autóctona y de reinado de paradigmas religiosos y seculares ajenos a nuestra tierra. Es indudable que nos enfrentamos con una profunda fusión de culturas en la que los contenidos y experiencia genuinamente paganos aparecen confundidas y reinterpretadas en extremo. Hemos de empezar por reconocer que tanto la insustancialidad de lo burgués moderno y la antivitalidad e hipocresía de lo cristiano nos construye a nosotros mismos, antes que todo. Esta introspección es necesaria, en la medida en que ciertas convicciones profundas sobre el tiempo y la historia sigan militando, desde nuestro fuero más intimo, contra cualquier esperanza en el retorno a lo sagrado. De hecho, hoy nos parece indudable que el pasado nunca se repite tal como fue, a pesar de que toda la antigüedad pagana haya articulado sus formas de civilización en torno a la noción de un eterno retorno. Redescubrir, pues, el sentido de nuestra espiritualidad ancestral es clave para luchar por el retorno de lo sagrado y el reencantamiento del mundo. Este es el sentido de volver la vista atrás para experimentar los mitos que han sido: rememorar los mitos que serán.
Esperamos que lo tan significativamente expresado por Jünger se vuelva una realidad, y el siglo que viene vea, efectivamente, el retorno de los dioses.