La idea del fin del trabajo está de moda. Para convencerse basta citar algunos títulos
publicados en el curso de los últimos años: Jacques Robin, Cuando el trabajo se va de la
sociedad industrial –que continúa las reflexiones que el autor había comenzado hacía
tiempo, especialmente con Cambiar de era; Dominique Méda, El trabajo, un valor en vías de desaparición; Jeremy Rifkin, El fin del trabajo … La idea del “fin del trabajo” recorre de una punta a la otra el ensayo de Viviane Forrester El horror económico. Así, denunciando los lugares comunes con que los gobiernos anuncian las medidas de lucha contra el
desempleo, Forrester los considera (…) rituales en los que todos simulan creer para convencerse mejor (aunque cada vez les cuesta más) que sólo se trata de un período de crisis y no de una mutación, de un modo de civilización ya organizado, cuyas lógicas suponen la eliminación del empleo, la extinción de la vida asalariada, la marginalización de la mayor parte de los hombres.
Robin habla del desempleo “creciente” y afirma que (…) la intensidad de los conflictos y los debates en curso destacan que el trabajo en su acepción corriente es cada vez menos el valor esencial de la sociedad.
Por su lado Dominique Méda, aunque rechaza los falsos debates sobre la centralidad o la
no centralidad del trabajo, o sobre la desaparición del trabajo, propone romper con la idea
“humanista” y el “razonamiento humanista y productivista” según el cual el trabajo es el
centro de la vida humana; sería preciso “desencantar el trabajo” y terminar con la falsa idea de que el desempleo es un mal extremadamente grave; convendría comprender que el
desempleo nos obliga a “cuestionarnos sobre los fines de nuestra sociedad” y “corregir
estas representaciones” equivocadas que hacen del trabajo un instrumento de liberación o
la base de los lazos sociales.
En todos estos autores, la idea central es que “el horror económico” en el que viven decenas de millones de personas en los países capitalistas avanzados, se debe al que se siga considerando al trabajo como un valor esencial cuando se sabe que ya no hay más trabajo.
La civilización occidental se basa en el trabajo, pero (…) este trabajo considerado como nuestro motor natural, como la regla del juego acorde con nuestro pasaje por estos extraños lugares de los que todos desapareceremos, hoy ya no es más que una entidad desprovista de sustancia.
Pero en realidad, parece que se proclama el fin de una cosa cuya naturaleza es
profundamente desconocida. Porque la polisemia de la palabra trabajo genera problemas.
El trabajo en general
El trabajo es, en primer lugar, la vieja maldición bíblica. Es la necesidad del trabajo la que
gobierna las relaciones entre el hombre y la naturaleza. Salvo imaginar el regreso a un
ficticio estado de naturaleza, de un hombre que encontraría de manera inmediata los medios de subsistencia en una naturaleza generosa, la dependencia del hombre respecto de su medio es imposible de suprimir. Este “cuerpo a cuerpo” del hombre con la naturaleza es eterno o, al menos, tan eterno como la especie humana.
Por esto, cabe preguntarnos qué significan afirmaciones como: “(…) desde hace poco
tiempo (menos de dos siglos) pertenecemos a sociedades fundadas en el trabajo”.
El que las sociedades esclavistas o feudales hayan hecho del desprecio por el trabajo un
valor esencial, no impidió que el trabajo fuera el fundamento de toda vida social. El patricio
romano, el ciudadano libre ateniense o el caballero de la edad media no construían los
monumentos que los inmortalizaron y todo lo que resta de ellos es el producto del trabajo de esos millones de esclavos a quienes se negaba toda existencia humana. El trabajo es pues una categoría “eterna” y no una “invención reciente”.
Marx, a veces presentado como un utopista del fin del trabajo, y otras como un integrista de la producción material, escribe:
Al igual que el hombre primitivo, el hombre civilizado está obligado a medirse con la
naturaleza para satisfacer sus necesidades, conservar y reproducir su vida; esta imposición
existe para el hombre en todas las formas de sociedad y bajo todos los tipos de producción.
En efecto, la característica específica del hombre es que sólo puede vivir produciendo por sí
mismo las condiciones de su propia vida. Frecuentemente, también los animales están
obligados a modificar su medio natural: los pájaros deben hacer nidos, numerosos
mamíferos construyen cuevas, montículos, etc. Pero entre estos animales laboriosos y el
hombre existe una diferencia cualitativa y no solamente de grado. Porque, aunque
indiscutiblemente el hombre está menos provisto por la naturaleza que muchos animales,
podría imaginarse que, en determinado estadio de desarrollo de su civilización material,
hubiera establecido un equilibrio con su medio, logrando al fin compensar sus debilidades
naturales con las prolongaciones artificiales de sus miembros que son las herramientas que
inventa. Sin embargo, la existencia histórica de la humanidad es una espiral siempre en
movimiento, lo que Hegel llamó “sistema de las necesidades”. Las necesidades humanas,
en el proceso mismo que las satisface se multiplican. Y la misma satisfacción obtenida debe
ser sobrepasada. Pero para Hegel, no es tanto la necesidad como carencia sino en cuanto
“opinión” lo que debe ser satisfecho: realmente no tengo necesidad de un automóvil o de un aparato de televisión (no moriría si no los tuviera) pero tengo la idea de que sería bueno tenerlos; las necesidades entran ya en la esfera de la cultura. Además, la civilización
humana se identifica con la creación de este “hombre rico en necesidades” del que hablaba
Marx.
Desde un punto de vista moralizante puede considerarse que hay necesidades artificiales,
necesidades no necesarias. Pero ocurre que no hay nadie que pueda decir dónde terminan
las necesidades innecesarias y comienzan las necesidades artificiales. Más exactamente, el
último intento histórico de determinar anticipadamente cuáles eran las necesidades a
satisfacer, fue el intento de economía planificada de tipo soviético que Ferenc Feher calificó
muy justamente de “dictadura sobre las necesidades”.
Me parece que la evidente impotencia de la izquierda radical “alternativa”, radica justamente en que se funda en una utopía anti productivista, una utopía del fin del trabajo que está a contramano del esfuerzo fundamental que preside toda la historia del hombre.
Marx y el fin del trabajo
A la ideología del fin del trabajo, puede oponerse una perspectiva razonada de la reducción
del tiempo de trabajo. Al “derecho a la pereza”, yo opondría “el libre desarrollo de la potencia humana que es su propio fin”, para hablar como Marx. Lo que hace problemática esta oposición, además de su intrínseca dificultad, es que en el mismo Marx las cosas no son muy claras. Ambas perspectivas están presentes y expresan de manera aguda las
dificultades teóricas con las que se enfrentó. Se encuentra en Marx una utopía del fin del
trabajo y su reemplazo por la actividad libre gracias a la transformación de la ciencia y la
técnica en fuerzas productivas directas. Esta utopía se encuentra por ejemplo en los
Manuscritos de 1844 o en los Grundrisse. Pero figura esencialmente en los manuscritos que
Marx finalmente renunció a publicar, y desaparece en El Capital.
En El Capital Marx reemplaza la perspectiva de la utopía maquinista por la dualidad
irremediable del reino de la necesidad y el de la libertad. Es el muy conocido texto que
Engels ubicó al fin del Libro III de El Capital:
(…) en verdad, el reino de la libertad comienza solamente a partir del momento en que cesa el trabajo dictado por la necesidad y los fines exteriores; él se sitúa, por su propia
naturaleza, más allá de la esfera material propiamente dicha.
El hombre no puede pues ni liberarse por el trabajo, ni liberarse del trabajo. Porque el
trabajo aparece como una necesidad y una imposición eternas.
Al igual que hombre primitivo, el hombre civilizado está obligado a medirse con la naturaleza para satisfacer sus necesidades, conservar y reproducir su vida; esta imposición existe para el hombre en todas las formas de sociedad y bajo todos los tipos de producción. Con su desarrollo este dominio de la necesidad natural crece porque las necesidades se multiplican; pero al mismo tiempo se desarrolla el proceso productivo para satisfacerlas.
Incluso, es una imposición que, en cierto sentido, sólo puede seguir aumentando.
Cierta forma de libertad puede existir en el marco mismo del trabajo. En este terreno, la
libertad no puede consistir más que en esto: los productores asociados –el hombre
socializado– regulan de manera racional sus intercambios orgánicos con la naturaleza y los
someten a su control común en lugar de ser dominados por la potencia ciega de estos
intercambios; y los cumplen gastando la menor energía posible, en las condiciones más
dignas, más de acuerdo con su naturaleza humana. Pero el imperio de la necesidad no deja
de subsistir.
Esta libertad es una libertad limitada y no el libre desarrollo de las potencialidades
contenidas en el hombre, que no puede concretarse si no es más allá de la esfera de la
producción material. Esta libertad presenta dos aspectos:
1) Una comprensión de la necesidad suficiente para evitar el despilfarro, racionalizar las relaciones entre el hombre y la naturaleza, preservar las dos fuentes de la riqueza social que son el trabajo y la tierra.
2) Aunque la necesidad del trabajo deba imponerse eternamente, porque el hombre sigue
siendo un ser natural, ello no impide que el hombre pueda esperar abolir la dominación que
sus propios intercambios ejercen y por lo tanto actuar como un hombre socializado.
Pero “(…) es más allá de esto que comienza el libre desarrollo de la potencia humana que
es su propio fin, el verdadero reino de la libertad, que sin embargo sólo puede florecer sobre la base de este reino de la necesidad. La reducción de la jornada de trabajo es la condición fundamental de esta liberación”.
Conclusión prosaica que tiene el mérito de tomar en consideración la contradictoria realidad
del trabajo: no hay emancipación sin trabajo -para Marx el trabajo es a la vez necesidad
natural y lo que impone al hombre despertar las facultades que duermen en él- y al mismo
tiempo no hay verdadera emancipación si no es fuera del tiempo de trabajo. Por eso se
puede reclamar al mismo tiempo la disminución del tiempo de trabajo y el derecho de
trabajo para todos, y decir que “los ociosos se vayan a otra parte”.
Cuestión clave: ¿quién dirige el proceso de trabajo?
El trabajo no está ligado al modo de producción capitalista, ni siquiera a la sociedad de
clases en general: es un concepto ahistórico, común a todas las sociedades; pero no por
eso es una categoría misteriosa que nos remita a una maldición ontológica. Posee una
precisa definición teórica: en oposición a la actividad libre, el trabajo es lo necesario para la
reproducción. Ya sea un trabajo interesante y estimulante para el espíritu o sea un trabajo
embrutecedor y duro, hay un rasgo común que hace que estos dos tipos de actividad
puedan correctamente ser llamados trabajo, y es el que no son facultativos. Por el contrario, la actividad libre es opcional. Evidentemente no es indiferente que el trabajo sea cansador y desprovisto de interés o que contribuya a despertar todas las facultades dormidas en nosotros. Pero en los dos casos, se trata de asegurar la reproducción, entendiendo que no se trata sólo de la reproducción de las necesidades materiales, sino también de la reproducción del conjunto de las condiciones de vida, incluyendo las necesidades “intelectuales” y la permanencia de las estructuras sociales (también aquí, haciendo abstracción de su carácter de clase, en tanto son de todas formas indispensables para cualquier vida humana). A partir de acá, la cuestión realmente sería ya no es saber que es el trabajo en general para el hombre en general, sino saber quién dirige el proceso de trabajo.
Ya no se trata de saber si la máquina es liberadora o si es un medio de opresión, sino de
saber en provecho de quien funciona la máquina, desprovista del misterioso poder que
parece otorgarle el proceso de producción capitalista. De la crítica filosófica del trabajo, se
debe pasar a la crítica del modo de producción capitalista o incluso a lo que Marx llamaba la crítica de la economía política.
La valorización del trabajo como principio de organización y fundamento legítimo de las
riquezas y de las posiciones sociales presenta un lado ideológico; correspondía a las
necesidades de la clase burguesa en ascenso, que conducía el asalto contra la clase ociosa de los propietarios terratenientes. Pero significa también que todos los individuos no
dependen más que de sí mismos, que su posición no está establecida de una vez para
siempre por la sumisión a un orden definido a priori. La valorización del trabajo es
inseparable de la Declaración de los Derechos del Hombre y del reconocimiento que el valor
fundamental es el individuo. Cada vez que Marx debió considerar como “progresista” el
modo de producción capitalista, lo hizo en base a la consideración del avance que permitía
hacia la individualización, porque “(…) sólo a través del proceso histórico el hombre se
particulariza”.
La verdadera libertad humana, la de la libre expansión de las potencialidades del individuo,
sólo es accesible sobre la base del reino de la necesidad; esta idea que a su manera aporta
el pensamiento liberal de los economistas clásicos, es precisamente la que Marx retoma,
aunque imprimiendole fundamentales transformaciones. Inversamente, cuando la libertad
del individuo ya no se funda sobre el trabajo, y se considera que el trabajo es “un valor en
vías de desaparición”, cabe el temor de que lo que se esté poniendo en cuestión sea la
misma libertad individual.
Trabajo y maquinismo
¿El desarrollo del maquinismo es responsable del “fin del trabajo”, es decir del desarrollo de una desocupación masiva en los países capitalistas avanzados? Frecuentemente se afirma que habría una relación directa entre el desarrollo del automatismo y el desarrollo del desempleo: si no se encuentra trabajo, se debe a que las máquinas lo hacen en lugar
nuestro. Es evidente que hay correlaciones entre el progreso del maquinismo en tal sector o tal empresa y la disminución del empleo en este sector o empresa. Pero que de una
correlación parcial se pase a una ley general, constituye un atentado contra la inteligencia.
El crecimiento de la productividad del trabajo es tan viejo como la historia humana. Visto
desde muy lejos esta parece acompasada por revoluciones técnicas que se traducen en
saltos adelante de la productividad del trabajo humano. ¡La “revolución neolítica” con la
invención de la agricultura, o las innovaciones agrícolas de la edad media con los cultivos
trienales, el arado de hierro, los arneses para los caballos de tiro, fueron “revoluciones
técnicas” cuyas consecuencias a largo término son por lo menos tan importantes como los
juegos en las microcomputadoras, el mouse y el teléfono portátil! Desde el siglo XVIII la
máquina de vapor y las máquinas herramientas multiplican la potencia del trabajo humano;
la productividad del trabajo experimenta verdaderos saltos.
Aunque las formas de ejecución no sufrieran cambios, el empleo de personal numeroso
conduce a una revolución en las condiciones materiales del trabajo.
La cooperación deviene principal instrumento del aumento de las fuerzas productivas del
trabajo. La cooperación no es exclusiva del modo de producción capitalista; bajo sus formas más rudimentarias la cooperación simple se encuentra incluso en los orígenes de la historia humana. Pero el modo de producción capitalista es el que desarrolla a su más alto grado la cooperación, porque ésta es “(…) el modo fundamental de la producción capitalista”. La cooperación funda la manufactura, un “(…) organismo productivo cuyos miembros son los hombres”.
La manufactura no es todavía la forma plenamente desarrollada de la producción capitalista.
Sin embargo, en el seno mismo de la cooperación manufacturera, en los talleres de
construcción, donde se fabrican los instrumentos de trabajo, es donde la manufactura
encuentra las bases de su propia superación. “Este taller, este producto de la división
manufacturera del trabajo, engendra a su vez las máquinas”.
Frecuentemente se ha reducido el pensamiento de Marx a un determinismo mecánico; aquí, afirma exactamente lo contrario: son las relaciones sociales las que engendran, “alumbran” dice Marx, el desarrollo técnico.
Dicho de otra manera, reducir la cuestión del aumento de la productividad del trabajo a la
tecnología, ya implica dejar de lado la dimensión central de las relaciones sociales. Pero
considerar, como Viviane Forrester, que un “(…) mundo inédito (…) se instala bajo el signo
de la cibernética, de la automatización, de las tecnologías revolucionarias”, que este mundo
“(…) no sincroniza con nosotros” y que ya es algo “(…) sin lazos con el mundo del trabajo,
que ya no es necesario”, es renunciar a cualquier caracterización social del actual modo de
producción y compartir involuntariamente la jerga tecnocrática que excluye el supuesto
arcaísmo de términos como proletariado, ganancia, lucha de clases, etc.
El segundo argumento es puramente lógico: si la desocupación fuera provocado por el
crecimiento y la automatización, dado que el modo de producción capitalista desarrolló
desde su origen el maquinismo y la automatización, y que los actuales procesos no son
nuevos, el crecimiento de la desocupación debió ser permanente desde hace al menos dos
siglos. Sin embargo, lo que ocurrió es lo opuesto. Los períodos de crisis, efectivamente,
provocaron desocupación masiva, pero la tendencia general fue al crecimiento de la
población asalariada. Que la oferta de empleo ya no se corresponda más con el crecimiento
de la población activa, es algo que no debe ser confundido con una disminución, en cifras
absolutas, de esta población activa; cabe subrayar por ejemplo, que los setenta y ochenta
fueron años de masivo retorno de las mujeres hacia el empleo hasta recuperar niveles
comparables a los de los años 1900-1914, mientras que los comienzos de mejorías en la
condición obrera entre las dos guerras habían dado lugar, por el contrario, a un regreso de
las mujeres al hogar. El maquinismo incluso se desarrolló justamente en períodos de
crecimiento económico y crecimiento del empleo. La introducción de los robots en la
industria automotriz no data de la década pasada; y por el contrario, hoy muchos signos
testimonian una disminución del ritmo de la automatización, e incluso un retroceso, entre
otras cosas porque la robotización a ultranza no es tan productiva como pueden creer los
que se conforman con los lugares comunes que circulan sobre el tema.
Desde hace mucho se sabe que el maquinismo suprime empleos en un sector para crearlos
en otro. En el curso de los 50 últimos años, el maquinismo agrícola mató proporcionalmente más empleos que la computadora o el robot industrial, pero creó empleos en la producción de máquinas agrícolas y más en general en el sector (para)agrícola, y por otra parte, contribuyendo a la disminución del valor de los productos alimenticios básicos (la “cesta familiar”) ayudó a la baja del valor de la fuerza del trabajo (lo que pudo ocurrir junto con un alza de los salarios nominales, debido a la inflación) y permitió así la valorización de nuevas fuerzas de trabajo en sectores de la producción hasta entonces inexplotados.
Técnica y relaciones de producción
No se trata de retomar aquí la vieja teoría de la compensación de Mill (padre e hijo) y
compañía, o, para ser más modernos, de Sauvy y sus discípulos, según la cual la
destrucción de empleos causados por el maquinismo en un sector es automáticamente
compensada por su creación en otro sector. La teoría de la compensación es la idea de que
la técnica puede suprimir las contradicciones del capitalismo, idea de moda en los años 80
en el seno de la izquierda francesa que buscaba la salvación en las nuevas tecnologías.
Pero si la técnica no puede resolver las crisis del capitalismo, tampoco puede ser
convertida, a la inversa, en responsable de esas crisis. Como dice Marx,
(…) la máquina es inocente de las miserias que provoca; no es su culpa si, en nuestro
medio social, ella separa al obrero de sus víveres.
Marx reprocha a los economistas burgueses su “espíritu cortesano” porque, para ellos,
(…) las contradicciones y los antagonismos inseparables del empleo de las máquinas en el
medio burgués no existen, porque provienen no de la máquina sino de su utilización
capitalista.
Como la máquina multiplica el poder del trabajo, y parece ser productiva por sí misma, los
economistas apologéticos hacen de la máquina la potencia productiva por excelencia. Pero,
a la inversa, no porque el maquinismo sea acompañado siempre por nuevas miserias y
aparezca como un flagelo en el modo de producción capitalista, corresponde hacer de la
innovación técnica la causa real del desempleo. La máquina no es en sí misma una potencia destructiva y, si lo fuera, habría que preocuparse porque desde los comienzos de la humanidad, nadie inventó una máquina para trabajar más despacio.
La desocupación no es un producto de la automatización o del maquinismo sino la
consecuencia ineluctable del desarrollo del progreso técnico en las condiciones propias del
funcionamiento de la producción capitalista. El desempleo resulta de la contradicción de un
modo de producción capitalista que tiende a reproducirse cada vez más sobre una escala
ampliada, a desarrollar la producción por la producción y, al mismo tiempo, a crear un
mercado cada vez más restringido. Que este proceso social que expresa la lucha por la apropiación del producto excedente, aparezca como resultado de la acción de las cosas, es
justamente la inevitable mistificación que nace de las condiciones mismas en las que se
desarrolla el proceso del trabajo social. Para Marx el capital no es una cosa, es una relación
social, pero es una relación en la cual las cosas parecen dotadas de vida, al mismo tiempo
que los individuos son transformados en cosas.
En toda producción capitalista, en tanto que la misma no crea solamente cosas útiles sino
también plusvalía, las condiciones del trabajo lejos de someterle dominan al obrero, pero
el maquinismo es el primero que dio a esta inversión una realidad técnica. El medio de
trabajo convertido en autómata se yergue ante el obrero durante el mismo proceso de
trabajo bajo la forma de capital, de trabajo muerto que domina y le extrae su fuerza vital.
Si la máquina aparece como un enemigo del trabajador, se debe a que ella es la forma de
existencia “objetiva” de la potencia del capitalista. Por esto es que, oponiéndose a la
máquina, el trabajador se oponga a sí mismo.
Así, los efectos del maquinismo son contradictorios.
Si la máquina es el medio más potente de aumentar la productividad del trabajo, es decir de reducir el tiempo necesario para la producción de mercancías, como soporte del capital ella deviene, en las ramas de industria de las que en primer lugar se apodera, el medio más potente para prolongar la jornada de trabajo más allá de todo límite natural.
La máquina –lejos de ser causa de un supuesto fin del trabajo– es, por el contrario, medio y causa a la vez del hambre cada vez mayor de trabajo gratis del capitalista.
¿Nueva revolución técnica?
Cabría pues suponer que habría hay algo nuevo que explicaría el carácter obsoleto de los
viejos análisis clásicos y marxianos. Según Robin, la novedad consiste en la especificidad
de la revolución científica en curso, la de las tecnologías de la información y de la
comunicación (TIC). Esta especificidad en relación a la revolución neolítica o a las
revoluciones industriales puede resumirse en dos puntos: 1) Con las tecnologías de la
información significante y del comando automático, los hombres tratan las cosas, los
objetos, con la intermediación de códigos, de señales; ya no los manipulan directamente
ellos mismos. 2) Las aplicaciones de las tecnologías de la información y de la comunicación
implican una inversión en la curva de utilización energética creciente desde el comienzo del
neolítico.
En sí mismas son poco consumidoras de energía, pero además permiten reducir
considerablemente los despilfarros de energía. Robin llega incluso a afirmar que “(…) ellas
relegaron la energía a un rol secundario”.
Para Robin, estas características de la actual mutación tecnológica son las que permiten
comprender porque ya no funciona el ciclo tradicional en el que la destrucción de un empleo en un sector se veía compensada por la creación de empleos en otro. Habríamos pasado de un trabajo material a un trabajo logiciel, por tanto inmaterial, y a la era de un crecimiento sin empleo.
Una vez más, las cuestiones de técnica y organización del trabajo aparecen desvinculadas
de la dinámica global de las relaciones sociales. Algunos rasgos particulares, a veces
pertinentes para una aproximación parcial a la comprensión de la dinámica del modo de
producción capitalista de hoy, pasan a ser fuente de confusión desde el momento en que
son hipostasiadas y elevadas al rango de explicación teórica general. En verdad, las dos
características específicas de la mutación tecnológica actual son sin duda menos
importantes y menos decisivas de lo que afirma Jacques Robin.
Cabe subrayar en primer lugar que existe una creciente tendencia a sobrestimar la
innovación tecnológica y conferir al espectáculo de la técnica el poder de decir la verdad de
la tecnología. Se puede incluso decir que mientras más débil es la innovación, más
espectacular debe ser su puesta en escena. Puede objetarse que, con el desarrollo de la
informática, ha aparecido un cambio de ritmo y de escala que subvierte todo. Esto es a la
vez cierto y falso. Los efectos aparentes son considerables y realmente espectaculares,
pero la informática está lejos de subvertir en profundidad la vida porque no puede superar
determinados límites relativos a la producción.
No hay mucho que cambiar en estas palabras escritas hace diez años, sino más bien
agregar que algunas de las profecías más grandiosas de los futurólogos han desaparecido
casi vergonzosamente del panorama de la high tech, por ejemplo, todo lo que concierne a la inteligencia artificial. Las computadoras, lejos de demostrar teoremas matemáticos, se
limitan a tareas mucho más modestas como reemplazar al receptor de televisión…
La innovación técnica no merece pues ni las apologías de unos, ni los gritos horrorizados de
los tecnófobos. Sigamos examinando las dos afirmaciones centrales de Jacques Robin. La
primera proposición, referida al rol de los signos y los códigos como intermediarios entre el
hombre y el proceso de producción, es muy discutible. O por lo menos es muy discutible
convertirla en una categoría específica del actual desarrollo de la técnica. Me permitiré citar
una vez más a Marx (quien generalmente se apoyaba en los trabajos de los primeros
especialistas de la técnica, como Ure). Hace ya muchisimo tiempo que los trabajadores en
la gran industria mecanizada no manipulan directamente las cosas:
(…) la máquina, punto de partida de la revolución industrial, reemplaza pues al trabajador
que maneja una herramienta por un mecanismo.
A esto se debe que, en el maquinismo, la fuerza del hombre como tal ya no juega ningún
rol, o al menos, juega un rol cada vez menos importante:
(…) el medio de trabajo adquiere en el maquinismo una existencia material que exige el
reemplazo de las fuerzas del hombre por las fuerzas naturales y el de la rutina por la
ciencia.
Como también subraya Marx, (…) la gran industria completa finalmente la separación entre el trabajo manual y las potencias intelectuales de la producción, a las que transforma en poderes del capital sobre el trabajo. La habilidad del obrero aparece disminuida ante la ciencia prodigiosa, las enormes fuerzas naturales, la magnitud de trabajo social incorporadas al sistema mecánico que constituyen la potencia del Señor. En el cerebro de este señor, su monopolio sobre las máquinas se confunde con la existencia de las máquinas.
Aumenta la separación entre el trabajo manual y las potencias intelectuales de la producción.
Cuando Robin afirma que el hecho decisivo, con la irrupción de las tecnologías de la
información y la comunicación, es que los hombres ya no manipulan directamente las cosas, sino que las manipulan solamente por intermedio de señales, se trata de una continuidad del mismo movimiento de la producción capitalista moderna y no de una extraordinaria innovación. Tomemos un ejemplo simple pero generalizable. En la utilización clásica del torno, el obrero tiene necesidad de una habilidad especial, de la “mano” que sólo puede adquirirse con la experiencia y que mantendrá siempre diferencias prácticamente irreductibles entre los distintos obreros. La habilidad se liga así a un arte, es decir a un saber “inmanente a la acción” como decía Platón hablando de la sabiduría propia del carpintero.
Los griegos oponían este saber inmanente a la acción al saber científico, el que no depende
de la habilidad de las manos sino solamente de la potencia del espíritu. El hecho de poder
fabricar objetos simplemente con el conocimiento completo de lo que es preciso hacer, sin
necesidad de tener una habilidad especial, es uno de los resultados más importantes del
modo de producción capitalista que, por una parte, descompuso el trabajo complejo en
trabajo simple mediante el desarrollo de la división del trabajo y, por otra parte, se apodera
del saber inmanente del obrero como ciencia separada que luego pasa a existir como
máquina frente al obrero. Esto es lo que ocurre con la máquina instrumento con control
numérico que se opone al torno clásico. El torno clásico, y todas aquellas herramientas que
suponen una gran habilidad del obrero, sólo son supervivencias del antiguo modo de
producción artesanal en el seno de lo nuevo y no las características propias del modo de
producción capitalista. La cuestión es que la máquina herramienta con control numérico ya
no difiere de las máquinas automáticas clásicas solamente por su precisión, su complejidad
y sus posibilidades de programación. Para llegar a esto, fue preciso apoyarse en la
experiencia del trabajo aún artesanal, pero para absorberlo por completo y transformarlo en potencia técnica del capital. El ingreso completo en la gran industria supone que las
máquinas de producción pasen el umbral de esa base todavía semiartesanal; las máquinas
ahora son producidas con máquinas y “(…) las diversas ramas de industrias se entrelazan
como fases de un proceso de conjunto” y forman pues un sistema técnico verdaderamente global.
Esta evolución técnica es inseparable del desarrollo del modo de producción capitalista. Que se hayan reemplazado las placas perforadas por programas registrados en bandas
magnéticas, los resortes y engranajes por repetidores electromagnéticos, luego por tubos al vacío y después por transistores, es simplemente consecuencia de la continua
transformación de las técnicas propia de un modo de producción que sólo puede sobrevivir y desarrollarse mediante la permanente revolución de su propia base técnica. Aislar la fase
actual de este proceso secular para convertirla en algo radicalmente nuevo, es por lo menos caer en la clásica ilusión óptica que siempre presenta nuestra época como completamente diferente de la precedente.
Llegamos así al segundo rasgo de la mutación tecnológica contemporánea, según la
descripción de Jacques Robin. Si las precedentes revoluciones tecnológicas eran
generadoras de empleo, la razón era que los nuevos procedimientos técnicos tenían por
objetivo en primer lugar domesticar energía y multiplicar las fuerzas a disposición del
hombre. El vapor y la electricidad permitían desarrollar técnicas que consumían mucha
energía. Son, podríamos decir esencialmente prometeicas. Se encontrarán rasgos (e incluso algo más que eso) de semejante visión en las páginas que Marx consagra a la gran
industria. Pero, aunque el maquinismo haya permitido movilizar al servicio del hombre una
potencia cada vez mayor, eso fue posible porque permitió al mismo tiempo economizar
energía. Contrariamente a lo que hace suponer Jacques Robin que postula una ruptura
entre las viejas técnicas devoradoras de energía y las modernas técnicas informacionales
que economizan energía, toda la historia de la técnica y la del maquinismo en particular
puede ser considerada como una carrera por el mejoramiento del rendimiento energético, y
por tanto, por la economía relativa de energía. Disminución del peso, menor gasto de fuerza muscular, mayor eficacia, todo esto es lo que las herramientas del neolítico aportan de manera completamente evidente con respecto a las herramientas del paleolítico. Un cierto quantum de energía aplicado a un arado de rejas es mucho más eficaz que el mismo
quántum aplicado a un arado simple. El arnés hace mucho más eficaz la tracción animal y
por lo tanto disminuye el consumo de energía. El rendimiento de la máquina de vapor
calentada con carbón es superior al de la máquina calentada con leña. Los ejemplos pueden multiplicarse tanto como se quiera y todos van en el mismo sentido.
Inversamente, es una simplificación ver a las tecnologías de información y comunicación
como técnicas esencialmente ecónomas en energía. Indiscutiblemente, a veces contribuyen
a mejorar de manera extremadamente rápida el rendimiento de los dispositivos de
producción y de comunicación. Pero, como siempre, hay que enfocar el desarrollo de los
efectos de estas tecnologías desde un punto de vista sistémico. Por una parte, lo que hace
rentables a las tecnologías de información y comunicación muy frecuentemente es un
formidable gasto de energía antes y después de su utilización. El “stock cero” y los sistemas integrados de aprovisionamiento de las líneas de producción hacen trabajar las
computadoras y las líneas de transmisión de datos, pero al mismo tiempo y por las mismas
razones, los transportes ruteros se desarrollarán infinitamente más rápido que el comercio y la producción industrial. Por eso el consumo de energía, después de haber vacilado en los años posteriores al primer y segundo choque petrolífero, volvió a crecer sin el menor
remordimiento por parte de los “ejecutivos” que, contra todo buen sentido, intentan ahora
persuadir a la opinión pública que las reservas de energía fósil son prácticamente
inagotables!
En numerosos autores, se encuentra la idea de que hoy la riqueza se crearía esencialmente
en el proceso de manipulación e intercambio de la información. Esta mistificación, que es
también la auto mistificación del capitalista que termina por creer que verdaderamente es su dinero el que trabaja, encuentra una de sus expresiones en la mitología tecnológica de lo virtual. Para salir de ese mundo encantado, basta un choque con la realidad. Cualquier
persona sensata, que administra el presupuesto familiar, hace las cuentas, se ocupa de
llevar su auto al mecánico, prepara las cosas necesarias para que los chicos vuelvan al
colegio, etc., sabe bien que en lo esencial los gastos del hogar tienen que ver con objetos
palpables y para nada virtuales; los internautas, como cualquiera, comen alimentos
terrestres, se acuestan en camas de madera o metal… En síntesis, viven como todos
nosotros. El tratamiento de la información, lejos de ser la realidad primera de la sociedad
postmoderna, sigue siendo una actividad secundaria, dependiente de las actividades
esenciales que consisten en producir las condiciones materiales de existencia de los seres
humanos.
Capital y ejército “industrial” de reserva
Lo que está cuestionado, es la relación “salarial”, es decir la explotación capitalista. Lo que
se expresa en el crecimiento monstruoso de la desocupación, es el desarrollo de las
contradicciones de esta relación social. El modo de producción capitalista se manifiesta,
simultáneamente o a través de ciclos alternativos, tanto por una sed insaciable de trabajo
vivo, como por la expulsión del trabajador fuera del proceso de trabajo.
La desocupación experimentó un aumento continuo y rápido en el curso de las últimas
décadas. Alcanzó niveles que, claramente, hacen pensar en la gran crisis de los años 30. Es
sabido que las cifras oficiales minimizan el fenómeno y muchas veces se aproximan a un
puro y simple macaneo, como debieron reconocerlo, con palabras apenas disimuladas, los
dirigentes británicos. En los Estados Unidos se llama “pleno empleo” a una tasa de
desocupación del 5% como si esa cifra representa solamente una desocupación de
fricción (la que se debe al intervalo de tiempo entre dos empleos): todo el mundo sabe que
esto es absurdo, pero eso no impide que los analistas más serios diserten doctamente sobre la necesaria adaptación de las rígidas economías europeas frente al dinamismo de la
economía norteamericana.
El trabajo part time permite un nuevo tipo de camuflaje en las cifras de la desocupación:
basta con que una empresa pase 100 asalariados a trabajar part time, para reducir sus
efectivos en el equivalente a 50 empleos (e incluso un poco más si se toma en cuenta las
ayudas del Estado al part time). Casi siempre los asalariados aceptan semejante solución
bajo la amenaza de pérdida definitiva del empleo, aunque considerándose como desocupados part time. Sin embargo, esta operación no se traducirá en ningún aumento en
las cifras del desempleo. ¡Cabe imaginar así una caída radical del empleo, hecha invisible
con el recurso al trabajo part time, que no es otra cosa que una forma de desocupación
técnica no indemnizada! Una parte del “pleno empleo” norteamericano encuentra en esta
manipulación su secreto, y el “milagro holandés” no es el milagro de la multiplicación de los
empleos (¡no apareció Cristo!) sino el de su división en pequeñas porciones destinadas a los jóvenes y a las mujeres, separadas así suavemente del mercado de trabajo, sin que las
feministas patentadas que resolvieron desde hace mucho su propia cuestión social
encuentren motivos para molestarse. En realidad, la desocupación es mucho más masiva
de lo que anuncian las cifras oficiales. Si se agrega a la cifra de los países desarrollados la
de los países pobres, que generalmente oscilan alrededor de tasas del 50%, se obtiene una
visión de la humanidad enfrentada a la exclusión y una pintura del trágico fin del trabajo.
Pero esta visión es equivocada. ¡Porque el crecimiento monstruoso de la desocupación está
acompañado por el desarrollo del empleo asalariado y de una sed creciente de trabajo por
parte del capital!
Esta es una dimensión central de la actual situación, que combina el montaje de nuevas
formas de la acumulación del capital, la industrialización extremadamente rápida de los
países atrasados que pueden aspirar a alcanzar al menos a los más rezagados de los
países antiguamente industrializados, y el desarrollo en parte espontáneo y en parte
calculado y planificado del ejército industrial de reserva de los desocupados, que
presionando sobre los salarios y posiciones sociales de los asalariados, aseguran las
condiciones sociales de esta acumulación. Acá cabe hacer tres puntualizaciones: 1) A
despecho de un formidable crecimiento de la desocupación, el empleo asalariado en los
países más ricos continuó aumentando o en el peor de los casos se estancó. Otra cuestión
es que la estructura de este empleo haya sido profundamente modificada, lo que no deja de tener consecuencias, en particular porque el hecho social dominante en todo esto es el
verdadero empeño en la destrucción de la clase obrera tradicional, gracias a la
precarización sistemática en el interior de la fábrica y a la externalización (“tercerización”)
siempre creciente, procedimientos orientados a dislocar la comunidad del trabajo en la cual
se forjaba la solidaridad y se formaba la conciencia de clase. 2) La expansión de los
“dragones asiáticos”, de la India, de China, y también América Latina o algunos países de
África, en particular Marruecos y Túnez, es la integración al proceso de producción
capitalista en condiciones crueles y bárbaras de centenares de millones de hombres,
mujeres y niños. No es posible dejar de constatar un crecimiento fundado en la movilización masiva de nuevas fuerzas de trabajo; así como es difícilmente discutible el reconocimiento del aumento del nivel de vida en Corea, Taiwán, Tailandia, el norte de India, algunas regiones chinas, etc. Hablar solamente de esto, como lo hacen los apologistas a sueldo, es evidentemente una manera de disfrazar la realidad. Pero olvidarlo es igualmente equivocado. 3) Este desarrollo extensivo del modo de producción capitalista se acompaña con un desarrollo intensivo. La búsqueda de lo que Marx llamaba la plusvalía relativa acompaña a la de la plusvalía absoluta, y todos los recursos del management de las empresas se despliegan en esta dirección:
– la aceleración de la rotación del capital, que desde el lado de la producción implica el flujo tendido y la gestión automatizada de los aprovisionamientos y la logística hasta el nivel de la cadena de producción y, por el lado de la circulación, el desarrollo de circuitos de distribución y la invención de nuevos tipos de medios de pago y de crédito que permiten el retorno más rápido posible del capital;
– en el interior de las empresas, la continuación sobre nuevas bases del taylorismo y los
diversos métodos de organización científica del trabajo; la caza de los tiempos muertos, la
flexibilidad de los horarios, la generalización de todas las formas de trabajo vigilado. Más
que nunca, toda la vida del trabajador debe pertenecer al capitalista. Si la ley y la presión
de las luchas permitieron acortar la jornada de trabajo, “(…) en las manos del capitalista la
máquina se transforma inmediatamente en medio sistemático de extraer en cada momento
más trabajo”.
Así pues, por una parte, el desarrollo del modo de producción capitalista reproduce
simultáneamente la desocupación masiva y al proletariado. Esto es particularmente evidente en los países recién industrializados donde el desarrollo económico tiene una imperiosa necesidad de “carne fresca” –se pone a trabajar a los niños– y crea al mismo tiempo gigantescas masas de desocupados o semiocupados, por un lado porque los campesinos miserables quieren ir a la ciudad a tratar de ganarse la vida, y por otra parte, porque son destruidas las viejas estructuras de producción y de vida.
Por otra parte, la finalidad del modo de producción capitalista no es crear empleo, sino
producir ganancia; dicho de otra manera, el capitalista no emplea una fuerza de trabajo sino en la medida en la que esta fuerza de trabajo puede ser valorada en condiciones que
reporten por lo menos la tasa media de ganancia. Si en tal o cual sector, el capital ya no
recoge lo suficiente, es puesto en barbecho o desplazado a otros sectores en los que la
rentabilidad resulte superior. Esta es una causa evidente de desocupación en los sectores
de las viejas industrias europeas.
Producción para la ganancia
Sin embargo, una actividad sólo es rentable si, finalmente, el producto de esta actividad se
encuentra con una necesidad solvente. Por otro lado, la ganancia no está asegurada si el
costo de la fuerza de trabajo no es lo suficientemente bajo. Dicho de otra manera, el
proceso de producción tiene como resultante global el que sea preciso producir cada vez
más para un mercado cada vez más restringido. Evidentemente, cada patrón desearía: que
sus propios obreros sean pagados lo más bajo posible; que los obreros de sus vecinos sean
bien pagos, para que ofrezcan una salida a sus productos, a condición; que los mejores
salarios del vecino no den malas ideas a sus propios obreros.
Si la racionalidad individual de los actores conduce a la irracionalidad global del sistema, es
el modelo del modo de producción capitalista como sistema autorregulado optimizado lo que aparece invalidado. El modo de producción capitalista puede escapar provisoriamente a estos dilemas de diversas maneras: buscando nuevos mercados; pero esto no puede
lograrse más que para un capitalista o un grupo de capitalistas y solamente durante un
cierto tiempo; mediante la innovación que permitiría simultáneamente aumentar la
productividad del trabajo y satisfacer nuevas necesidades.
La primera solución supone pues que haya capas de la población que no pertenezcan al
sistema directamente y no intervengan entonces sino como consumidores. Por ejemplo, las
clases medias no asalariadas pueden jugar este rol, pero la dinámica misma del modo de
producción capitalista las corroe. Es preciso entonces conquistar nuevos mercados. Los
países del Este sometidos al pillaje y el puro y simple bandidaje pueden provisoriamente
constituir uno de estos nuevos mercados; también los países recientemente industrializados (ver los fantasmas alrededor del gigantesco mercado potencial que representa la China).
Pero estos nuevos mercados no pueden limitarse a ser simples receptores. Para que
puedan comprar, deben también producir y por lo tanto entrar a su vez en la competencia y, después de haber ofrecido durante algunos años posibilidades de ganancias
espectaculares, empujan a su vez a la baja en la tasa de ganancia y vuelven a encontrarse
ellos mismos en idénticos impasses.
La regulación keynesiana de la demanda permitía un crecimiento sostenido, ganancias
honorables, y la progresión del empleo y del poder de compra. Detrás de tal situación idílica, existía la lucha de clases dura, el temor a la revolución al finalizar la Segunda Guerra Mundial, el traumatismo político, social y moral que esta guerra había provocado y que incitaba incluso a las clases dirigentes a no querer volver a encontrarse en una situación semejante a la de los años ’30 y, finalmente, el temor a la Unión Soviética.
Lo que cambió desde esa época es el abandono de esa cooperación conflictiva y más o
menos forzada. Los poseedores de capital se creen ahora suficientemente fuertes como
para recuperar sus billetes y acaparar enteramente las ganancias de la productividad. En el
interior mismo de la clase dirigente, las relaciones de fuerza cambiaron. Los managers,
organizadores e innovadores ceden cada vez más frecuentemente el lugar al “cortador de
cupones” o sobreviven convirtiéndose en sus agentes incondicionales, llegando a destruir
las empresas a su cargo. Los discursos sobre la “revolución de los directores” (Burnham),
sobre la tecnoestructura todopoderosa y el capitalismo organizado quedaron muy lejos. Los
proyectos a largo plazo han pasado a ser imposibles porque el accionista no tiene más que
una sola consigna: “todo, y enseguida”.
Los aumentos de productividad y las superganancias son absorbidas por esta nueva capa
de capitalismo rentista que engloba no solamente la falange sagrada de los multimillonarios
(en dólares) y más en general ese 1% de las capas superiores que viven en el lujo, sino
también indirectamente una parte de los asalariados a través de los fondos de pensión.
Invención genial que succiona el dinero de los bolsillos de los asalariados para hacer
funcionar la máquina capitalista. El mantenimiento de tasas de ganancia a un nivel elevado
supone en efecto que una masa cada vez más importante de capital sea puesta en
movimiento por un número más restringido de trabajadores y que la ganancia producida por os trabajadores ocupados sea cada vez más importante, lo que implica pues que se bajen por todos los medios esas famosas cargas salariales de las que generalmente se olvida que también son ingresos que no se gastan en el planeta Marte sino en los supermercados de nuestra vieja Tierra. Es esta situación y no una misteriosa tendencia general al “fin del trabajo” lo que explica el crecimiento de la desocupación. Más aún: presentando las cosas de esta manera, fui obligado a distorsionar la real situación. La desocupación aparece presentada como el resultado desagradable y no querido de una política económica que se deriva del funcionamiento mismo del sistema, lo que no es completamente exacto. La OCDE en su boletín de junio de 1994 consagrado al empleo, revela un secreto cada vez menos oculto: “(…) para obtener un determinado ajuste de los salarios, será preciso un nivel más elevado de desocupación coyuntural”.
En muchos casos, se puede estimar que el nivel de desocupación es mantenido
artificialmente elevado. Aunque se admita que es coherente desde el punto de vista del
funcionamiento del sistema que una empresa que obtiene buenas ganancias continúe
licenciando para obtener ganancias aún mayores, es difícil de comprender, en cambio,
porque el Estado prefiere gastar sumas colosales en la indemnización y en la gestión de la
desocupación y, al mismo tiempo, suprime masivamente empleos públicos a pesar de que
no entran en el sector competitivo. Podría explicarse este mamarracho político considerando que sus autores son agentes irracionales. Pero puede pensarse que es mejor investigar primero si este agente no tiene acaso “buenas razones” para actuar como lo hace. Y esta buena razón es fácil de adivinar: para evitar la explosión o el hundimiento social y económico, el Estado indemniza mal, pero indemniza la desocupación cuidándose de que su nivel no baje porque los X millones de desocupados (oficiales) constituyen un argumento de peso para imponer los contratos precarios, los horarios a la carta (del empleador), las horas extras no pagadas, las reducciones de salarios, los tremendos cortes en los gastos de salud. Dicho de otra manera, si el modo de producción capitalista no puede seguir la acumulación si no es produciendo al mismo tiempo “el ejército industrial de reserva” del que hablaba Marx, la gestión de éste ahora está en manos del Estado que cumple así su función de guardián del orden (?) social.
¿Qué soluciones? A grandes rasgos, frente a esta cuestión se pueden distinguir cuatro
grandes orientaciones: la orientación neoliberal; el reparto del trabajo; la disociación del
empleo y los ingresos; la reducción del tiempo de trabajo sin reducción del salario.
El neoliberalismo
El neoliberalismo es la expresión de los intereses inmediatos de la clase capitalista en
general, es decir no solamente los empresarios capitalistas, los managers, sino también la
franja más o menos desarrollada de rentistas y semi rentistas: si hay desocupación, se debe a que el costo marginal del trabajo es demasiado elevado; la desregulación social y la
destrucción de las posiciones sindicales, restableciendo un mercado de trabajo “puro”
permitirían recuperar el pleno empleo. Es desde muchos puntos de vista, una tesis absurda, puesto que precisamente la reglamentación o la regulación estatal fueron introducidas para enfrentar las consecuencias dramáticas que el “liberalismo puro” había provocado en los años 30.
La orientación neoliberal supone que el modo de producción capitalista, llegado al estadio
de la dominación del capital financiero, es la única manera justa de organizar la vida social.
Un neoliberal podrá admitir que la justicia no resulta evidente en principio, pero sostendrá
que este modo de repartición es a la vez natural y eficaz y en consecuencia se revela justo a largo plazo. La injusticia aparente a corto término no es más que un mal relativo que se
justifica por un mayor bien general. Desde sus orígenes, el pensamiento liberal supone en
efecto una teoría de la armonía divina preestablecida. Los teóricos contemporáneos no
hacen más que inscribir nuevos arabescos sobre este viejo tema. Así, los daños provocados
por el neoliberalismo no son más que “supuestos daños infligidos a ciertos habitantes de los países avanzados” y “en gran medida son mitos” mientras que en definitiva la liberalización general, bautizada integración económica, ofrece nuevas oportunidades a los países pobres.
Presentándose como natural, con la idea subyacente que la naturaleza es superior a lo
convenido, el neoliberalismo supone sin embargo un modo de organización social que de
ninguna manera es natural. La organización del mercado de trabajo supone una fuerte
regulación estatal y poderosos medios de imposición. El teórico neoliberal no ve estos
medios de coerción estatal, porque ellos no miran más que el “factor trabajo” o el “recurso
humano”, que para él sólo son objetos pertinentes cuando aparecen bajo la forma de su
costo marginal; pero el capitalista, hombre práctico, no tiene el descuido del teórico y dedica sostenidos esfuerzos para la regulación estatal del factor trabajo; en esto consiste su principal motivación para involucrarse en la política. Nunca se debe olvidar que el
capitalismo liberal moderno nació con la versión inglesa del campo de trabajo forzado, la
workhouse.
La desreglamentación del mercado de trabajo requiere, mutatis mutandi, esfuerzos
semejantes. Supone, en primer lugar, la destrucción del derecho sindical y más
generalmente de todos los elementos o herramientas de la democracia que podrían ser
utilizadas por los trabajadores para organizar la resistencia a la opresión. Lo vimos con los
Gobiernos conservadores británicos: no solamente impusieron limitaciones severas al
ejercicio del derecho sindical, sino que también hicieron pedazos la poca autonomía
comunal existente, particularmente cuando se trató de liquidar a la municipalidad de
Liverpool, conducida por el ala izquierda del laborismo. El liberalismo, incluyendo y sobre
todo a sus variantes modernas, no es la ausencia de gobierno y la sumisión a la “ley
natural”; es un gobierno solamente de los accionistas que descansa sobre algunos
principios que tratan de legitimar como valor social central el auri sacra fames y la voluntad
de dominación. El desarrollo de la desocupación sólo representa entonces uno de los
medios de la aplicación de estos principios. Viviane Forrester recuerda justamente la
paradoja que hace que las Bolsas estén en alza cuando se anuncian despidos, en tanto que la baja de la desocupación siempre se registra como una mala noticia. Testimonio irrefutable de que la desocupación de masas es apreciada por los “ejecutivos” como algo conveniente a sus principios de organización. Dicho de otra manera, las proposiciones de
desreglamentación del mercado de trabajo como medio de combatir la desocupación son
totalmente hipócritas, puesto que sus campeones muestran constantemente que no
solamente se las arreglan con la desocupación, sino que incluso la consideran un elemento
esencial para el buen funcionamiento de la economía capitalista.
El reparto del trabajo
La tesis del “reparto del trabajo” como medio de combatir la desocupación masiva
(disminución del tiempo de trabajo con disminución del salario, aliento al trabajo parcial y
todas las formas de tiempos llamadas “opcionales”) ha tenido un amplio desarrollo, pasando del estadio de la reivindicación, al reconocimiento oficial en Francia con la ley llamada “De Robien” o, en Alemania, con los acuerdos en la Volkswagen para la semana de 28 horas.
Este éxito relativo de lo que inicialmente no era más que una reivindicación defendida por
algunos sectores de la izquierda y el movimiento sindical, no es realmente sorprendente
puesto que se trata solamente de cambiar la repartición del salario entre los asalariados
dejando sin cambios el porcentaje general destinado a salarios y, por lo tanto, preservando
la ganancia capitalista considerada como eternamente indispensable al buen
funcionamiento de la economía. Lejos de ser una alternativa al neoliberalismo, esta posición representa su complemento indispensable, porque afirma implícitamente que el precio de la fuerza de trabajo es demasiado elevado y que se lo puede bajar. En efecto, el capitalista no compra al obrero un tiempo de trabajo, sino su fuerza de trabajo que luego pretende utilizar como se le ocurra, así como usa de todas las mercancías cuya propiedad adquirió. El salario no representa más que el precio de la fuerza de trabajo, en las condiciones sociales generales, que incluyen las conquistas de la lucha de clases (convenciones colectivas, salarios diferidos bajo la forma de cotizaciones sociales, etc.). Los campeones del reparto del trabajo afirman que se puede vivir con un salario parcial; se convierten así en campeones de la desocupación técnica parcial (la patronal automotriz practica sistemáticamente el part time imponiendo regularmente días de paro) y, al mismo tiempo suministran a los neoliberales las municiones ideológicas que ellos necesitan para hacer entrar en la cabeza de todo el mundo la necesidad de hacer bajar los “costes salariales”.
Los partidarios de la repartición del trabajo, a despecho de sus buenas intenciones y su
evidente amor por el prójimo, aceptan los principios que el liberalismo ha impuesto como
pensamiento único. Por lo demás, el reparto de trabajo funciona esencialmente como
moneda de cambio para obtener lo parece ser lo más importante para los capitalistas, que
es la flexibilidad. Así, el reparto del trabajo negociado generalmente mediante la ampliación
de los márgenes horarios del trabajo, la utilización continua de las máquinas o incluso la
puesta en práctica de la anualización del tiempo de trabajo. Permitiendo una gestión
optimizada de las cantidades de fuerza de trabajo disponibles en función de los cupos de la
producción, la repartición del trabajo es pues una de las herramientas a disposición de los capitalistas para combatir la tendencia a la baja de la tasa media de ganancia, permitiendo
principalmente disminuir el volumen de capital constante necesario por cada unidad de
fuerza de trabajo empleada. Los empleados de comercio, sobre todo en los supermercados,
son las primeras víctimas de este reparto del trabajo aplicado sistemáticamente, pues los
tiempos parciales y la flexibilidad son particularmente útiles para adaptar la mano de obra la irregularidad del flujo de la clientela.
Esta repartición del trabajo parece favorecer el empleo por el hecho de que,
indudablemente, permite en ciertas condiciones aumentar el número absoluto de personas
que disponen de un empleo asalariado. Pero si se considera que un empleo real es un
empleo que aporta un salario normal en condiciones sociales y culturales dadas, es fácil
darse cuenta de que en suma el trabajo parcial disminuye el número de empleos reales,
obligando a los asalariados a aceptar condiciones de trabajo degradadas y una definición de
hecho del salario mínimo inferior a las condiciones legales. Ciertamente, los teóricos del
reparto del tiempo de trabajo insisten en reclamar que la distribución sea voluntaria; es el
tiempo opcional. Pero esto es otra versión de la vieja mistificación que supone que la
relación entre el vendedor de la fuerza de trabajo y el comprador de la fuerza de trabajo
resulta de un contrato libre entre personas jurídicamente iguales. La simetría formal entre
las partes contractuales recubre una asimetría tan pronunciada que realmente no se puede
hablar de libre voluntad como fundamento legítimo del contrato.
La ley puede encuadrar estrictamente las condiciones de la aplicación del trabajo a tiempo
parcial y puede corresponder, de manera contingente sin duda, a deseos expresados por los asalariados: en la función pública, muchas mujeres desean trabajar a tiempo parcial para poder ocuparse de sus chicos y las condiciones de obtención del trabajo de tiempo parcial siguen siendo generalmente decentes. Pero son justamente excepciones que confirman la regla. El acceso a la función pública mediante concursos que excluyen la forma contractual de las relaciones salariales limita las presiones individuales sobre los asalariados. Además, generalmente es afectado el empleo femenino, un empleo que es asimilado (más o menos conscientemente) a un salario de ayuda, o por lo menos a un salario cuyo monto es menos importante en la determinación del nivel de vida del hogar. En todas las encuestas se destaca que la partición del trabajo es considerada favorablemente sobre todo en los hogares de ingresos, es decir en los hogares donde uno de los dos cónyuges es cuadro y sufre a la vez de impuestos adicionales por ingresos elevados y de horarios de trabajo sobrecargados.
En suma, el reparto del trabajo conduce a tres consecuencias fuertemente negativas: 1)
Revisión en baja de lo que se considera salario normal (el ejemplo de los pequeños trabajos norteamericanos lo demuestra claramente: el salario obrero es la gran víctima de la flexibilidad en la organización del trabajo). 2) Aplicación acelerada de la “flexibilidad” y
destrucción del código de trabajo. Más que nunca, toda la vida del trabajador pertenece al
capitalista que puede usarla como le plazca, día y noche, fiestas y domingos. 3) Refuerzo de a especialización sexual del trabajo y en particular de la división doméstica de las tareas, como consecuencia del hecho de que las mujeres son las primeras víctimas del reparto del trabajo.
Empleo, trabajo, actividad
Para escapar a las conocidas consecuencias nefastas de la teoría del reparto del trabajo y
paliar los problemas técnicos que plantea, se radicalizó el discurso mediante la disociación
del empleo y el ingreso: puesto que el progreso técnico y la riqueza natural pertenecen al
patrimonio común de la humanidad, cada individuo debe disponer de un ingreso mínimo
garantizado que haga soportable la salida del mercado de trabajo. Es una proposición que
tiene numerosas variantes, desde las variantes radicales de tipo abundancia hasta el
ingreso mínimo (tipo RMI francés u holandés) existente en varios países de Europa. Por un
lado, esta proposición parece muy revolucionaria porque cuestiona el principio del “derecho
burgués” que relaciona los ingresos con el trabajo; pero, por otro lado, aparece como el
único medio de hacer moralmente aceptable el liberalismo integral. La transformación del
mercado de trabajo en un mercado “puro” supone que los vendedores de fuerza de trabajo
puedan entrar o retirarse a voluntad del mercado de trabajo.
Los viejos liberales sabían que para los obreros salir del mercado de trabajo significaba la
muerte, sino de ellos directamente al menos la de sus niños; recuérdese la formulación del
principio de población de Smith: la libertad del mercado de trabajo es la garantía de
encontrar siempre una población de trabajadores adecuados a las necesidades de la
producción. Si la población obrera llega a escasear los salarios aumentan y, gracias al nivel
de vida que mejora, la sobrevida de los chicos en la población obrera es mejor garantizada,
pero desde el momento en que la oferta de fuerza de trabajo excede la demanda, con la
característica brutalidad que Marx siempre le reconoció, Smith afirma que la baja de los
salarios implica naturalmente la desaparición de la población excedente. Además, por esta
razón la caridad con los pobres es un despilfarro improductivo de la riqueza, porque la
ayuda a los miserables desajusta ese admirable mecanismo natural.
Para evitar el inconveniente de regular el mercado mediante la destrucción física de una
parte de la población obrera, los neoliberales pueden, paradójicamente, unirse con los
partidarios del ingreso garantido, como Milton Friedman que defiende la idea de un impuesto negativo, es decir de un sistema que no tasa los ingresos sino a partir de un cierto umbral y por el contrario da derecho a recibir ingresos complementarios a los que se encuentran por debajo de ese umbral, mediante la supresión de otras prestaciones. Sin embargo, para un liberal esta solución no deja de plantear serios problemas. Si los individuos tienen garantizado que no caerán por debajo de un mínimo, faltará la incitación al trabajo y todos los beneficios del liberalismo pueden perderse. La contradicción es insoluble y amenaza sistemáticamente el edificio del pensamiento liberal. O se admite el liberalismo en su forma salvaje (la salida de la gente del mercado de trabajo puede ser sancionada con la muerte) con lo que se socava la base misma de toda legitimidad al principio liberal que aparece simplemente como una nueva forma del estado de naturaleza hobbesiano y la guerra de todos contra todos. O se admite al liberalismo en su forma civilizada que supone que la gente entra o sale al mercado de trabajo voluntariamente, pero se pierde, al mismo tiempo, el supuesto dinamismo de la libre competencia. Por esto es que, aunque no es incompatible con el liberalismo económico en teoría, la disociación del ingreso y del trabajo es difícilmente aplicable.
Esta proposición puede tener un segundo sentido: la institucionalización de la sociedad dual.
Al lado de un sector de la economía dinámica y expuesto a la competencia mundial,
empleando individuos prestos a consagrar su vida al trabajo mediante un salario elevado,
existe todo un sector de actividades socialmente útiles pero que no pueden encontrar su
lugar en el marco de una economía de mercado; en este sector podrían trabajar todos los
que no encuentran empleos clásicos o todos los que prefieren una vida menos estresante y
actividades más altruistas. Se tendría una sociedad de plena actividad (todo el mundo tiene
de que ocuparse y nadie se muere de hambre) sin tener pleno empleo. En realidad, lejos de ser una utopía, este sistema es experimentado o aplicado a escala más o menos amplia en los países de Europa, a través del tercer sector social, las diversas formas de caridad
organizadas públicamente, los sistemas de reinserción, las empresas intermediarias, los
CES, etc. Estos dispositivos no solamente no arreglan la cuestión de la desocupación pues
lo único que logran es desinflar artificialmente las cifras, sino que en definitiva acentúan la
descomposición social. Porque la distinción entre sector social y sector expuesto es muy
artificial, pues el sector social corresponde también a los servicios que las empresas
capitalistas quieren tomar como campo de expansión. Así las empresas de inserción,
generalmente subcontratistas en el terreno de los servicios públicos y semipúblicos, entran
en competencia con empresas capitalistas comunes, pero con costos salariales más bajos;
la consecuencia es clara: el trabajo precario, subvencionado por el Estado y mal pagado,
viene a desalojar el trabajo común. Hay ejemplos particularmente caricaturescos: las
asociaciones sin fines lucrativos para la ocupación de desempleados ofrecen para servicios
temporarios trabajadores baratos, porque están exentas parcial o completamente de cargas sociales y que entran así en competencia abierta con los trabajadores que pasan por las agencias de trabajo temporario. Los inspectores de trabajo señalan casos de trabajadores interinos cuyo contrato se acaba y que la empresa quiere conservar, pero sin emplearlos con un contrato temporal: se les recomienda entonces volver ocupar el puesto que acaban de dejar, pero a través ahora de una asociación especializada en la colocación de desocupados. Las empresas de trabajo temporario, antes denunciadas como negreras de los tiempos modernos ¡aparecen ahora como garantes de las conquistas sociales
enfrentando a los especialistas en el tratamiento social de la desocupación!
La institucionalización de la sociedad dual
El tratamiento social del desempleo institucionalizando la sociedad dual no hace más que
agravar la situación general del empleo y organizar la caída del precio de la fuerza de
trabajo. Si bien la sociedad dual existe (limitada a algunos sectores), no quedan dudas de
que su generalización llevaría la crisis social a un nuevo nivel. Se puede argumentar que la sociedad dual (o algo peor) ya existe, y que su institucionalización no cambiaría nada. Es un grave error de los que se apuran en arrodillarse ante los hechos consumados. La
institucionalización de la sociedad dual haría saltar los últimos semáforos rojos e
imposibilitaría toda resistencia sindical. Si existe un camino a explorar, es el opuesto, es
decir la reintroducción en el sector salarial “normal” de una serie de actividades que salieron de él total o parcialmente. Si una actividad es reconocida como socialmente necesaria, debe pagar la sociedad o el contribuyente. Sin esto efectivamente el trabajo humano pierde todo “valor”, y no porque el trabajo estaría en sí devaluado en la jerarquía de las actividades humanas, sino porque la dinámica del modo de producción tiende permanentemente a hacer bajar el valor social de la fuerza de trabajo, a fin de aumentar la plusvalía. A largo plazo, esta desvalorización del valor “trabajo”, que se expresa en la manera en que cierto número de trabajos son considerados y pagados es particularmente peligrosa porque conduce al despilfarro del esfuerzo humano. En el fondo el modo de producción capitalista sólo progresó técnicamente porque el trabajador le costaba, y le costaba cada vez más caro por los progresos del movimiento sindical y las conquistas legislativas acumuladas a lo largo de las luchas. Sin este estímulo habría dilapidado, posiblemente con mayor inconsciencia aún que el esclavismo, la potencia humana. La sociedad dual es el regreso del despilfarro organizado de la fuerza de trabajo. Esto es lo peor que podría temerse.
Si las dos primeras proposiciones llevan al impasse, queda dar un gran salto adelante en la
utopía. Que comienza por la admisión de que “(…) el trabajo de tiempo completo para todo
el mundo se acabó, y esta es una buena noticia”.
Dado que el trabajo solo es el medio de realización de la vida humana por accidente y no
por esencia, según dice Dominique Méda, que la humanidad pueda al menos parcialmente
liberarse del trabajo es una buena cosa en sí. Pero librada a la dinámica natural del
mercado, esta novedad conducirá inevitablemente al crecimiento catastrófico de la
desocupación y a la implosión social. Para Jacques Robin, es preciso entonces (…) una
política coherente de reducción del tiempo de trabajo asalariado en los países
desarrollados” que “no puede aislarse de un proyecto de sociedad adaptado a la radicalidad
de la mutación tecnológica.
La proposición, defendida bajo formas diversas por Guy Aznar, André Gorz o Jacques
Robin, apunta a dar esta alternativa radical a un sistema liberal que ya no puede funcionar
desde que “(…) las nuevas tecnologías echan al hombre del mercado”.
Esta alternativa reposa en dos pilares:
1º. Una importante reducción periódica y escalonada de la duración del trabajo
(evolucionando rápidamente hacia las 32 horas semanales, por ejemplo, en la forma de
semana laboral de 4 días u otras formas en función de los oficios, ramas de producción,
etc.). Esta fuerte reducción debería crear numerosos empleos, a condición que se mantenga como una reducción del tipo “distribución del trabajo”. En efecto, para Jacques Robin, sin embargo habrá que respetar varios imperativos: no aumentar el precio de los gastos de las empresas; permitir la reducción de sus costos salariales unitarios con inversiones de productividad que en este contexto tendrían un sentido completamente distinto; asegurar la supervivencia de los servicios y oficios artesanales.
2º. La aplicación de un ingreso binario, compuesto por un salario ligado al número de horas
trabajadas, y por un “segundo cheque” pagado por la colectividad que compensaría
(…) integralmente para los ingresos bajos y parcialmente para los ingresos más elevados, la disminución salarial.
Este segundo cheque sería financiado con sumas que actualmente se destinan a la
indemnización de los desocupados, con un impuesto “equitativo” aplicado a todos los
ingresos y una “TVA ecosocial”.
Como en las teorías del reparto del trabajo, no se cuestionan los modos de propiedad y por
lo tanto de apropiación del ingreso social. Se trata solamente de inventar un sistema que
haga tolerable la perpetuación del modo de producción capitalista. Se quiere la dominación
del capital aunque sin sus efectos nefastos. Pero justamente esto es lo utópico.
Imaginemos la aplicación del sistema Robin (es lo que parcialmente hace la ley De Robien, puesto que la disminución del trabajo está financiada por el cheque colectivo que representa la asunción por el Estado de una parte de las cotizaciones sociales). Este sistema, disminuyendo el costo unitario del salario para el capitalista, como lo reclama Robin, consiste en una socialización parcial de los costos de producción; el contribuyente ya no sólo es invitado a financiar los servicios públicos y la existencia del Estado, sino también la producción de automóviles, teléfonos portátiles o botas de montaña. Si se sigue la lógica implícita en la proposición Robin/Aznar, disminuyendo regularmente el tiempo de trabajo y con él, el salario, al cabo de un cierto tiempo, el ingreso ligado al salario sería en su mayoría el ingreso del segundo cheque. Se tendría entonces un sistema en el que las asignaciones al recurso trabajo estarían cada vez menos ligadas a criterios económicos y cada vez más validada socialmente a priori, y el Estado se encargaría de proveer al capitalista de mano de obra barata. Esto plantea, indirectamente, la cuestión de las relaciones de propiedad, porque todo el sistema de legitimación del modo de producción capitalista se viene abajo si se admite que la sociedad debe encargarse de proveer a las necesidades vitales de los individuos y que por lo tanto que los individuos ya no se comparan entre sí. Dicho de otra manera, Robin demuestra que el modo de producción capitalista choca permanentemente con una barrera infranqueable, que es la de la relación capitalista misma.
Pero como Jacques Robin propone superar al capitalismo sin cuestionar al capital como
relación social, se vuelve a caer en las proposiciones del “capitalismo socialista” moderno,
vale decir en las diversas técnicas que permiten hacer financiar por la colectividad los
gastos que normalmente corresponden al poseedor del capital; entendiendo esto, pueden
verse que tales proposiciones son muy poco originales: la política “social” de la
socialdemocracia se reduce precisamente a asumir como carga pública los gastos suplementarios del capital. Pero si el capitalista ya no puede pagar los gastos de producción (por ejemplo, el costo de la fuerza de trabajo) sin cuestionar la ganancia, significa de hecho que su capital está desvalorizado. Bajo diversas formas, en esta misma línea general se inscriben las distintas proposiciones que apuntan a reducir el tiempo de trabajo para combatir el desempleo sin que esto cuestione al capitalista, que puede siempre escudarse legítimamente detrás de la sacrosanta competitividad.
Las condiciones de una verdadera reducción del tiempo de trabajo
La reducción del tiempo de trabajo sin reducción del salario y el desarrollo de una
producción con el fin de satisfacer las necesidades sociales: esta tercera proposición parece
ser “irrealista”, porque choca frontalmente con los intereses de las clases dominantes. Se
está dispuesto a llamar a los asalariados, y en especial a los que tienen los salarios más
bajos, a compartir sus magros haberes con los desempleados, pero la idea de que el
rentista pueda compartir su renta pasó a ser una idea tabú, indicio de un incurable arcaísmo marxista…
La evolución de la productividad hace posible una disminución global del tiempo de trabajo,
a condición por supuesto de que los principales despilfarros ligados al modo de producción
capitalista sean eliminados, sin trabar la prosecución del aumento del nivel de vida de la
humanidad y, en consecuencia, el crecimiento económico. Desde este punto de vista, puedo estar de acuerdo con Dominique Méda cuando afirma que el problema es impedir
(…) que la actividad productiva logre invadir todo el espacio y todos los tiempos individuales y sociales y alcanzar por lo tanto una nueva articulación de los diversos tiempos individuales y de éstos con los tiempos sociales.
Efectivamente, la disminución del tiempo de trabajo permitiría abrir la vía a una sociedad de plena actividad, a condición de ponerse de acuerdo sobre lo que esta expresión puede
significar.
Me parece que, por sociedad de plena de actividad, es preciso entender una sociedad
donde cada individuo tenga garantizado el acceso a una gama diversificada de actividades
humanas o, para ser más preciso, al conjunto de las actividades que el hombre es capaz de
ejercer solo o en colectividad. Esto significa que cada uno tenga acceso, simultáneamente,
a las actividades políticas, productivas, culturales, así como privadas (amistosas, familiares, amorosas). Con esto se ve que la idea de plena actividad desborda ampliamente el cuadro productivo para abrazar, en su diversidad y en su riqueza, toda la paleta de las actividades humanas necesarias para el desarrollo individual y la vida social.
¿Quién podría estar en desacuerdo con semejante perspectiva?
CONCLUSIÓN
Aunque sea interesante la manera en la que la cuestión del fin del trabajo se analiza en sus
implicaciones políticas y sociales inmediatas, no cabe más que sorprenderse por el hecho
que estos análisis siempre parten de la idea de que el modo de producción capitalista es el
horizonte insuperable de nuestra época. Incluso los que proclaman a viva voz que hay que
sobrepasar este sistema, generalmente siguen apresados en él. La desocupación de masas
casi nunca es considerada en sus relaciones con los modos de funcionamiento del conjunto
del sistema económico, es pensada como fatalidad histórica, ontológica, metafísica o natural y por lo tanto no queda más que buscar los medios de acomodarse, o de encontrar el anuncio de alguna feliz novedad. Acá se está en pleno terreno de la ideología, es decir de la representación mistificada y mistificante de la realidad social.
Para terminar con este punto basta dar un ejemplo. La mayor parte de los partidarios del fin del trabajo estima que hay que terminar con la idea de que el trabajo es el criterio de
repartición de las riquezas y que la crisis a la estamos confrontados requiere arbitrar nuevos criterios de distribución, como por ejemplo el “segundo cheque”. Pero cabe preguntarse
¿dónde vieron estos autores que el trabajo fuera el criterio de distribución de las riquezas en el modo de producción y cambio actualmente dominante? Porque los liberales clásicos
hicieron la apología del trabajo productivo, pero nunca hicieron del trabajo el criterio de
distribución de las riquezas. Muy por el contrario, Smith, Ricardo y sus sucesores repitieron
incansablemente que la sociedad sólo podía enriquecerse si los salarios eran lo
suficientemente bajos. Consecuentemente, no les parecía inconveniente sino todo lo
contrario, que la riqueza perteneciera al que no trabaja. Más aún, el liberalismo clásico veía
a la riqueza como la recompensa por la abstinencia y el espíritu emprendedor (combinados
en proporciones diversas con la divina predestinación). El modo de producción capitalista
desde hace un siglo es cada vez más un sistema fundado sobre la renta; si el
keynesianismo de “los 30 gloriosos” provocó la eutanasia de los cortadores de cupones en
provecho del manager, el regreso del garrote en los años 70 organizó la resurrección de la
clase ociosa por excelencia, la que se enriquece durmiendo. Como repetían mis parientes
campesinos, no es quien planta la avena el que la come. Y los que comen la avena que
nunca sembraron, jamás se han atracado como ahora.
El primer problema que enfrentamos, no es entonces como podremos arreglárnoslas con la
desaparición del trabajo, sino más bien establecer los medios para poder desembarazar a la sociedad del creciente peso del parasitismo social, hoy tan virulento bajo la forma de una
renta financiera que vampiriza toda la actividad productiva, no solamente la del proletariado sino también la del empresario capitalista común o del manager todavía ligado al desarrollo de la producción real más que a las ganancias especulativas. Dicho de otra manera, de lo que se trata es de hacer realmente del trabajo el criterio del reparto de la riqueza.
La segunda cuestión consiste en no ajustarse a la realidad actual en nombre de un
posibilismo utópico. Es posible imaginar que la sociedad capitalista pueda durante cierto
tiempo hacer como la antigua Roma: alimentar a sus esclavos. Es lo que hace el RMI y lo
que de una u otra forma proponen las distintas formas de desvinculación trabajo/empleo/ingreso. Pero en las condiciones actuales y en tanto la humanidad no ha
logrado elevarse de conjunto a la altura espiritual que la filosofía idealista le asignara,
permanecer en el ocio, lejos de ser la condición de acceso a la vida especulativa, es más
bien “la madre de todos los vicios” y la sistemática organización de la descomposición
intelectual y moral del pueblo. Puede verse cómo la desocupación, incluso con asistencia
social, produce directa e indirectamente el ascenso de ideas y partidos de tipo fascista
exactamente como en los años 30, de acuerdo con el viejo y buen principio de que las
mismas causas producen los mismos efectos. Y esta descomposición hoy es una amenaza
seria y directa contra la democracia.
Como bien dice Bernard Perret,
El trabajo no se limita a legitimar (enlazando con el orden de la necesidad) la libertad
individual, también contribuye a hacerla compatible con una vida social organizada,
contribuyendo de diversas maneras a la socialización de los individuos.
Cuando desaparece el trabajo, no queda nada más que las invocaciones idealistas, la
impotencia rabiosa y la dominación desnuda del garrote.
Me parece que el trabajo, como fundamento de la vida social y criterio de repartición de las
posiciones sociales, sigue siendo la mejor alternativa, porque se impone como necesidad,
permite que cada uno persigue su bienestar privado junto con la necesaria integración en el desarrollo social general. Y el principal reproche que se le puede dirigir al modo de
producción capitalista y a sus aduladores, es justamente su incompatibilidad con este
programa. El enriquecimiento de una parte de la sociedad no es posible sino mediante la
expulsión de una parte cada vez mayor de trabajadores al infierno de la desocupación, el
crecimiento económico no se mantiene sino es acompañado de una destrucción cada vez
mayor de fuerzas productivas.
Los tiempos modernos rehabilitaron el trabajo despreciado por la Antigüedad, porque el
trabajo fue comprendido cada vez más en su realidad humana, no como una carga
comparable a la de los animales, sino como la producción, la acción mediante la que el
hombre produce su propio mundo y se encuentra, así, como elemento central del proyecto
que busca convertirnos en “señores y poseedores de la naturaleza”.
No se trata de concretar una voluntad de poderío prometeica: este proyecto, fundado en una nueva concepción del buen vivir, permitirá conciliar el desarrollo de las actividades
superiores del espíritu, la armonía en el progreso social y la posibilidad de buscar el
bienestar privado. El pensamiento liberal clásico presenta al liberalismo económico como el
medio capaz de realizar este programa. Y así fue, al menos parcialmente, mientras se trató
de liquidar los frenos que la vieja sociedad ponía al libre desarrollo de la actividad
económica. Pero al mismo tiempo, los horrores y crisis del nuevo sistema fueron
generalmente cargados a la cuenta de la industria, del progreso y de la técnica, y no de las
relaciones sociales capitalistas.
Hoy como ayer, el error común de los neoliberales y de la mayoría de sus críticos
contemporáneos, consiste en pensar que el programa que fue la aportación irremplazable
del pensamiento racionalista de los siglos XVII y XVIII sólo puede realizarse en el marco de
las relaciones capitalistas de producción, es decir, en el marco de una relación que
presupone la separación del productor y de los medios de producción.
Pero de lo que hoy en día se trata es de que el hombre, en lugar de desesperadamente
desembarazarse del trabajo, logre dominarlo, ahora que virtualmente tiene los medios para hacerlo.
Denis Collin