Una idea se está extendiendo poco a poco, según la cual vamos hacia el “fin de las ideologías”.
Para un político, el colmo de “realismo”, en el momento actual, consiste en repudiar la
“subjetividad” de los ideólogos. La complejidad de la vida moderna es así alegada para hacer creer que los hombres de Estado deberían ser reemplazados por los “técnicos”. La política no sería, entonces, más que un asunto del “saber”, del “conocimiento”, y no de carácter, de sentido, de relaciones de fuerzas y de espíritu de decisión. Sutilmente, incluso se deja entender que la era de las elecciones ha caducado. Se hace referencia a las “restricciones exteriores”, a la interdependencia de las economías, al ascenso del dólar, para afirmar que, ahora, “sólo una política es posible”. Como si la vida de los hombres debiera desarrollarse según un modelo en el que nosotros ya no seríamos los que lo controlan. Como si la política, arte de lo posible, no implicara siempre una constante pluralidad de opciones y elecciones.
La ideología se equipara con una especie de imperfección del espíritu, con una suerte de
aproximación destinada a paliar las incertidumbres en las que nos encontramos. Todo ello,
decían, estaba llamado a cambiar gracias al éxito de la ciencia y de la técnica. Con el
ordenador, las finalidades sociales podrían ser determinadas “objetivamente”,
descargándonos así de la penosa obligación de tomar decisiones. Simultáneamente, se
pensaba que la formación de un gran mercado planetario desarmaría los antagonismos
políticos. Samuel Pisar en Francia, Brzezinski en los Estados Unidos, no explicaban que sería suficiente permitir a los (ex)soviéticos participar en los intercambios económicos mundiales para que se dieran cuenta de la vanidad de sus “quimeras ideológicas”. A fin de cuentas, esta es la imagen de una sociedad pacificada, homogénea, de una sociedad tranquila que entonces estaba surgiendo. Y aquí nuevamente, liberales y marxistas coinciden. Vamos inevitablemente hacia una sociedad sin clases, decían unos, mientras que los otros, con Hayek, nos ponían en guardia contra todo “constructivismo”, es decir, contra toda voluntad política para concebir un gran proyecto. Era suficiente “dejar hacer” o situarse en la necesidad histórica, afirmaban de una y otra parte, para que todo fuera mejor.
Un examen más perspicaz de la realidad de las cosas muestra, evidentemente, que esto no es así. La ideología no es una tara ni una insuficiencia del espíritu o de la mente. Hay,
ciertamente, ideologías buenas e ideologías malvadas, pero el fenómeno en sí mismo no
podría desaparecer porque, en efecto, no es otra cosa que el conjunto de representaciones
colectivas que dan forma a una sociedad determinada. El hombre es espontáneamente
productor de ideología, por el simple hecho de que su presencia en el mundo es inseparable de una cierta visión del mundo. De la diversidad de pueblos y culturas, de la diversidad de mentalidades y épocas, resulta una pluralidad de formas de concebir las relaciones del hombre con el universo, de concebir lo sagrado, la organización de lo real y de las relaciones sociales. Que de ello sea consciente o no, explícita o no, la ideología es la que proporciona un sentido a nuestra existencia. Querer alcanzar una imposible “objetividad”, querer renunciar a toda ideología, implica abandonar toda voluntad fundadora. No sería otra cosa, a fin de cuentas, que perder nuestra humanidad.
De hecho, probablemente no hay nada más ideológico que el anuncio del “inminente fin de
las ideologías”. Pero, ¿cuál es esta ideología que avanza de forma enmascarada y de la que sus propios promotores, en ocasiones, son poco conscientes? La respuesta es simple. Es la
ideología de la técnica.
No es fácil hablar hoy de la técnica, ya que es parte de nuestro universo cotidiano. Sin
embargo, ¿cómo prescindir de una reflexión fundamental en este dominio, cómo no buscar
su verdadero significado?
Con raras excepciones, el pensamiento de la técnica está todavía en el limbo. El discurso más común, que vemos por todas partes, proclama la neutralidad de la técnica. Trata de la técnica como de cualquier otra cosa. Sería intrínsecamente neutro y todo dependería del, bueno o malo, que hagamos de él. Para hacerlo excelente, sería suficiente ponerlo al servicio del “bien común”, al servicio de la “humanidad”, etc. Bien empleada, la técnica liberaría progresivamente al hombre de un cierto número de servidumbres materiales, contribuiría a su bienestar, disminuiría el tiempo de trabajo, aumentaría su tiempo de ocio, etc. Esta es la concepción instrumentalista de la técnica. Hace de la técnica un simple medio, un simple útil, donde el hombre todavía sería siempre capaz de encontrar la mesura.
Planteada de forma más lejana, esta concepción hace de la técnica el instrumento por
excelencia de la liberación de la humanidad. Sobre este punto, liberales y marxistas se
reencuentran nuevamente. El liberalismo ve en la modernidad técnica una nueva razón para creer en el progreso que lo concibe como “desarrollo”. Marx, por su parte, hacía de la técnica el medio privilegiado de la escatología de la historia: es gracias especialmente a la técnica que el hombre podría deshacerse de la alienación y que cada individuo podría reapropiarse de su total humanidad.
Esta idea, que hoy toma las formas más diversas es, lamentablemente, una falsa idea. La
técnica, tanto como el dinero, tanto como la economía, tanto como los “medias”, tiene su
propio mensaje. Ella determina su propio uso, pone en marcha su propia lógica. Ella
modifica profundamente la propia naturaleza del hombre. De suerte que podemos decir de la pretendida “neutralidad” de la técnica que ella constituye el auténtico mito del siglo XX y
también uno de los más perniciosos.
Para comprender en qué consiste la alienación técnica, planteemos una cuestión que la
técnica, precisamente, nunca plantea: ¿qué es el hombre? El hombre es el ser vivo que elige.
El hombre es un ser de elección, y esa elección se sitúa en la encrucijada del signo, del
símbolo y del valor. Por la conciencia que él tiene de su propia conciencia, el hombre accede a la historia. Por el lenguaje que le permite construir y utilizar símbolos, él accede a la cultura.
Es así como el hombre transforma el caos en un cosmos organizado; como da sentido al
mundo dondequiera que pone su mirada.
Es con el hombre, y sólo con el hombre, que surge el sentido en el mundo. Y es precisamente la fina alianza del signo y del valor lo que le da sentido. El lenguaje, del que Heidegger decía justamente que es el “hogar del ser”, es a la vez referencia, es decir, representación de un don determinado, y significación, es decir, interpretación simbólica de este don. El lenguaje está para la producción de símbolos y de signos. Paralelamente, la elección del valor organiza y jerarquiza el campo de los símbolos. Por este juego espontáneo, el hombre toma significado.
Él asigna una significación al mundo y, en el mismo golpe, se asigna a sí mismo un lugar en el conjunto que ha organizado. El hombre es al sentido como el pez es al agua: es a la vez su elemento natural y lo que le permite vivir. Y esto es cierto, desde luego, no sólo de los individuos, sino también de las culturas: toda cultura implica una sociedad que tiene un
sentido. Es en este sentido, podríamos decir, que “respira” la esencia del hombre.
Ahora bien, no hay nada más extraño que el universo técnico en esta trayectoria del signo y del valor sobre la cual tiene lugar la evolución del ser humano. La técnica, en efecto, no
deriva del orden simbólico. No deriva sino del modo operativo y su generalización induce una relación con el tiempo y el espacio que contradice fundamentalmente las modalidades
humanas de presencia en el mundo.
“La ciencia no piensa, decía Heidegger, calcula”. La técnica calcula todavía más. Es
simplemente referencial, y el lenguaje que ella produce es exclusivamente funcional. Ajeno al universo del símbolo y del signo, el lenguaje de la técnica ese lenguaje que cada cual debe emplear en el universo tecnológico no es ese lenguaje tradicional que era originariamente un modo de habitar en el interior de una cultura determinada, sino un simple instrumento operativo, un simple útil de comunicación. La técnica, al mismo tiempo, prohíbe al hombre el acceso al mundo considerado como susceptible de una representación; le hace incapaz de pensar el ser en su verdad y en su proximidad. Ella realiza el “olvido del ser” que Heidegger asimilaba a una radical “ausencia de patria”, y a propósito de la cual escribía: “La técnica es, en su esencia, un destino histórico-ontológico de la verdad del ser en tanto que ella descansa en el olvido”. La “transparencia” a la que la técnica pretende conducir desemboca así sobre una total opacidad, sobre un “agujero negro”.
Lo que arruina incluso más la pretensión del hombre de hacer de la técnica un simple útil es que precisamente la técnica no es un “elemento” de nuestro mundo. Ella es el mundo.
Es un medio englobante que funda un reino absolutamente nuevo. Vivimos en un entorno
totalmente tecnificado, con el que no es posible relacionarse simbólicamente y con el que, por consiguiente, el hombre no puede vivir culturalmente conforme a su esencia.
Este universo técnico, este “tecnocosmo”, estando movido por procesos autónomos, no
encuentra más apoyo que en su propio desenvolvimiento. Constituye un tejido proliferante
que no sólo crece en función de los fines que se le asignan, sino en función de sí mismo, es
decir, en función de las posibilidades de crecimiento desordenado y descontrolado que
hemos abierto. ¿Quién podría hoy arriesgarse a decir al servicio de qué proyecto se encuentra planteado el desarrollo técnico? Algo que no sea, por el contrario, decir que debemos, en cada momento, obedecer a los “imperativos técnicos” que se nos presentan como el resultado de una evolución ineluctable. De tal forma que, en el momento mismo en que el hombre pretende poder ser la medida de la técnica, es lo contrario lo que se produce. Es la técnica la que deviene en medida del hombre. El hombre se convierte en un ser tecnomorfo, un engranaje del tecnocosmo.
Las profesiones técnicas, oímos decir frecuentemente, son las “profesiones del futuro”. ¿Esto quiere decir que el futuro será determinado por la técnica y que es el hombre el que debe adaptarse, que el hombre debe aceptar ser tratado por algo distinto a su propia esencia? Ahora ya, el número de experiencias directas que podemos tener ha disminuido peligrosamente. Las relaciones humanas, cada vez más, son mediatizadas por las estructuras tecnológicas que se extienden idénticamente por todos los países y penetran en el interior de cada hogar.
Podemos viajar, atravesar el mundo en algunas horas, pero este viaje ya no es una experiencia, y a la llegada al destino, encontramos, cada vez más frecuentemente, los mismos paisajes sociales, los mismos hábitos, los mismos comportamientos, las mismas influencias.
El mundo natural es también percibido de forma técnica. El bosque deviene en ecosistema, la planta en una máquina de producir oxígeno, los microbios en auxiliares de la industria.
Sin cesar, el hombre es obligado a buscar lo más práctico, lo más rentable, sin que se pregunte nunca el porqué. Sin cesar, el hombre es obligado a evadirse del mundo de los signos para integrarse en el de los objetos, lo cual le prohíbe acceder a las preguntas fundamentales.
Progresivamente, los símbolos dejan su lugar a las técnicas. La esencia de la técnica sustituye a la del hombre. En el universo tecnificado, el hombre sabe hacer cada vez más cosas, pero no sabe ni lo que hace ni en función de qué proyecto lo hace. Sabe el cómo, pero no sabe el qué.
Crea utilidad, pero no significado. Va cada vez más rápido, pero para ir a ninguna parte. La
técnica, representando el reino de lo operativo, del no-sentido, del no-valor, del no-signo,
impide al hombre, al mismo tiempo, coincidir consigo mismo y tomar el control del
tecnocosmo. Extraña a la esencia del hombre, la técnica no puede ser “controlada”. El
hombre, en otros términos, no puede manipular lo que le manipula. No pude integrar
simbólicamente lo que es ajeno al símbolo. No puede inscribirla en una tradición lo que es
contrario a toda tradición.
Así, si bien existe una ideología técnica, esta ideología no es seguramente como las demás.
La técnica no es neutra, sino neutralizadora del sentido. El horizonte del tecnocosmo es el no sentido. La ideología técnica, dicho de otra forma, es la primera ideología que no es
productora de sentido, sino productora de no-sentido. ¿No estamos seguramente bastante
lejos de esa “liberación” que la técnica estaba llamada a realizar?
Por supuesto, no predico el retorno a la vida bucólica y a los tiempos del barco de vela.
Pero sigo estando convencido de que la servidumbre del hombre respecto a la ideología técnica no es inevitable y que es posible, por tanto, concebir una forma positiva de modernidad. Digo solamente que tal perspectiva será inalcanzable durante mucho tiempo mientras no repudiemos ese mito de la “neutralidad” de la técnica que nos impide identificar su esencia y poner sobre ella una mirada diferente.
La técnica moderna, hace falta reconocerlo, difiere profundamente, en naturaleza y no sólo
en grado, de lo que era, por ejemplo, la “techne” en los antiguos griegos. Esta diferencia no era debida principalmente al éxito considerable que la ciencia y la industria han logrado en la época moderna. Es, en primer lugar, debido al hecho de que una forma de pensamiento ha sido reemplazada por otra. Es una diferencia ideológica. Los Antiguos consideraban la “techne” como una forma de “revelar la presencia” que el mundo ocultaba, y en esta perspectiva, su relación simbólica con el mundo no era alterada. El hombre tenía la clara conciencia de ser una parte del mundo; tenía con el mundo una relación de connivencia, incluso de parentesco. En la técnica es otra actitud muy distinta la que se encuentra implicada. Esta actitud es la que Heidegger llama la Herausforderung, la “provocación (a producir)”. Inspirado ahora por el pensamiento dualista, racionalista y universalista, el hombre instituye, entre el mundo y él mismo, una ruptura fundamental. Hace del mundo un objeto del que él mismo sería el sujeto. El hombre exige al mundo producir cada vez más, y con este requisito, el parentesco del hombre y del mundo desaparece, el acceso al “ser” se cierra.
El hombre cree dominar un mundo ahora “desencantado”, pero es él quien deviene en
esclavo del universo tecnológico.
No hay que dejarse engañar por el “poder” que el hombre parece hoy extraer de la técnica.
El poder no es un fin en sí mismo. El hombre no es un ser que aspire al poder por sí mismo; es un ser que busca dotarse de los medios de poder necesarios para la puesta en marcha de sus decisiones y la realización de sus proyectos. Así, todo proyecto se articula en un espacio simbólico, a partir de una elección de valores que la técnica, precisamente, tiene por naturaleza a prohibir.
Cuando Heidegger dice: “Allí donde está el peligro, crece también la salvación”, él no quiere decir que es sea suficiente hacer un buen uso de la técnica para que desaparezca el peligro que ella representa. Quiere decir que el reino de la técnica, en la medida en que es
omnipresente, constituye para nosotros la ocasión por excelencia de tomar conciencia de su fundamento, es decir, del modo de pensamiento que constituye su esencia, forma de pensar inspirada en el dualismo y en la racionalidad calculadora. Identificar ese modo de
pensamiento que forma la esencia de la técnica, tal es precisamente la tarea que debemos
afrontar. El hombre podrá entonces asumir nuevamente su rol esencial de mediador entre lo simbólico y lo real. Podrá entonces ser la causa de sí mismo, ser el agente de su propia
historia. Podrá poner sobre la técnica otra mirada y asignarle otros objetivos. Podrá devenir, no en el que tiene el “control”, sino en el “centro” del mundo, de un mundo que percibirá nuevamente como su entorno natural.
El ciclo bimilenario del pensamiento igualitario llega hoy a su fin. La mejor prueba del
agotamiento de la ideología dominante es, precisamente, que ha desembocado actualmente en el tema del “fin de las ideologías” que, sobre un fondo de futurismo tecnológico, representa su propia negación.
Habíamos ya conocido las ideologías “del mundo”, pero ahora me arriesgaría a decir que
estamos llegando a la “ideología del fin del mundo”. ¿Cómo podría ser de otra manera?
Reducida a lo esencial, la ideología dominante es una ideología del fin. Fin de la política, con la sustitución de los hombres de Estado por los “técnicos”. Fin de la diversidad de los
hombres y de las culturas, con el advenimiento de una civilización universalmente
estandarizada. Fin del significado, con la desaparición del campo simbólico. Fin de la
historia, con la idea de una sociedad “pacificada”, de un estadio definitivamente estabilizado, ya se trate de una sociedad sin clases a la que aspiran los marxistas, o de un gran mercado mundial con el que sueñan los liberales.
Pero la historia de los hombres, precisamente, no tiene fin. Cuando un ciclo se acaba, otro
ciclo comienza. La “lucha final” que se libra hoy en el dominio de las ideas revela ya nuevos
“clivajes” y marca el debut de una nueva era. En el espacio “liberal-libertario”, una cierta
derecha y una cierta izquierda están camino de confluir, y ello no es seguramente por
casualidad. Los antagonismos de ayer comienzan a desaparecer. Nuevas relaciones de fuerzas se definen. Las falsas alternativas, que nosotros denunciamos constantemente, se disipan también. Nuevas ideas inician su camino. En el plano mundial, Europa constituye
potencialmente el modelo de una tercera vía entre las superpotencias que se reparten el
destino de los pueblos y de las naciones. La clave fundamental es defender a los pueblos
contra el Sistema mundial que los oprime.
Vivimos en la época de las desilusiones. La ideología dominante no tiene ya nada que decir.
El marxismo ha desaparecido en todas partes al margen de su edulcorada explotación por
ciertas tiranías sudamericanas o asiáticas. El liberalismo, no cabe duda alguna, será
desacreditado con mayor rapidez todavía. Todos los modelos a los se adhería la intelligentsia han caído uno tras otro. La apatía política está en pleno desarrollo. La multitud solitaria se repliega sobre la pequeña felicidad y el narcisismo individual. La “enfermedad de la civilización” de la que hablaba Freud es hoy más profunda que nuca, y la alienación que ha conducido a Occidente a la esquizofrenia se convierte en insoportable.
¿En qué se traduce todo esto? En un llamamiento simbólico profundo, en una llamada de lo
imaginario hacia el interior psíquico que el universo de la técnica ni la política mundana
pueden satisfacer. Es a este llamamiento que debemos responder. Se trata de multiplicar las proposiciones y de hacer conocer nuestras ideas. Se trata de recrear los lugares simbólicos por los que el hombre pueda volver a arraigarse en el espacio y en el tiempo. Se trata de alimentar el imaginario de los pueblos permitiéndoles reapropiarse de su identidad y de seguir el camino más exultante de su destino.
Alain de Benoist