No existe nada más trágico que no ser capaz de entender el momento histórico que estamos viviendo hoy. Cuando alguien no conoce el momento histórico en el que vive y observa el presente con herramientas conceptuales obsoletas, preguntándose por el futuro como si este siguiera siendo el pasado, entonces esa persona es incapaz de superar el pasado o conocer el presente. Pero, ¿cuál es el momento histórico en el que nos encontramos? El momento histórico que estamos viviendo se conoce como la globalización posmoderna.

El Muro de Berlín cayó hace treinta años, y veinte años el sistema soviético comenzó a desintegrarse. Este acontecimiento fue, por así decirlo, el cierre de toda una cadena de eventos que habían comenzado con el período de posguerra. También fue el final del siglo XX, que fue un siglo muy, pero muy corto, que comenzó en 1914 o 1917 y terminó en 1989. Pero el final del siglo XX marcó igualmente el cierre de un período de tiempo mucho más extenso: el mundo moderno, es decir, la Modernidad, una época que empezó con el Renacimiento, pero que tiene raíces mucho más antiguas.

La Modernidad, como período socio-histórico, puede ser descrita de la siguiente manera: es una época caracterizada por el individualismo burgués, la economía capitalista y la ideología del progreso. La Modernidad fue el período de ascenso de la burguesía, una clase social que era portadora de valores que no eran ni aristocráticos ni populares.

La ideología del progreso cree que existe un desarrollo lineal de la humanidad y que toda idea nueva es importante por el simple hecho de ser nueva. De ahí la creencia de que el hoy es mucho mejor que el ayer. Las consecuencias históricas de semejante forma de pensar son el desprecio de las tradiciones y del pasado; además, semejantes argumentos justifican la destrucción de las estructuras sociales orgánicas y tradicionales.

La ideología del progreso es una ideología racionalista que le concede una importancia excesiva a la tecnología y la ciencia, ya que ambas ayudan a la producción de cosas nuevas. El resultado de todo ello es la desaparición de lo sagrado, junto con el empobrecimiento de las tradiciones y las costumbres. Max Weber llamó a este fenómeno “el desencantamiento del mundo”. Es decir, el triunfo del cálculo y el reino de la cantidad. La cantidad reemplaza a la calidad. Y dado que tal forma de pensar concibe a la humanidad como algo esencialmente uniforme, entonces se busca imponer una homogeneización total del mundo. Esas serían, en términos generales, las principales características de la Modernidad.

Pero con la Postmodernidad entramos en otro mundo. En primer lugar, la Postmodernidad significa el desplome de la meta-historia (las meta-narrativas) en un sentido historicista, lo que implica la liquidación de la filosofía de la historia. Por lo tanto, la ideología del progreso entra en crisis y el futuro deja de ser radiante. Al contrario, el futuro implica incertidumbre y ansiedad. Los contemporáneos (es decir, la gente que vive dentro de la Postmodernidad) miran el futuro con preocupación y desconfían de él. Además, se está produciendo una transformación cualitativa de las formas sociales y políticas.

La idea de progreso es una de las premisas teóricas de la Modernidad. No por nada el progreso es considerado como la “verdadera religión de la civilización occidental”. Históricamente, la idea del progreso nació alrededor de 1680 de la querella entre los “defensores de la Antigüedad” contra los “modernos”, en la que participaron, entre otros, Charles Perrault, Abbé de Saint-Pierre y La Fontenelle. Esta polémica fue seguida por la siguiente generación representada por Turgot, Condorcet y Louis-Sébastien Mercier.

El progreso puede ser definido como un proceso lineal que sigue ciertas etapas, siendo la última de estas etapas la más perfecta de todas, es decir, que el presente es cualitativamente superior a todo lo anterior. Esta forma de comprender las cosas implica un aspecto descriptivo (el cambio sigue una dirección determinada) y axiológico (el desarrollo implica una mejora de todo). Por lo tanto, se trata de un cambio que sigue una dirección hacia un futuro positivo. El cambio es necesario (no se puede detener el progreso) e irreversible (no se puede regresar al pasado). El hecho de que todo mejore es inevitable y eso significa que el mañana será mejor que el día de hoy.

Los teóricos del progreso pueden ser clasificados según como conciban la dirección, el ritmo y la naturaleza de los cambios que se producen. No obstante, todos coinciden en tres ideas: 1) un concepto lineal del tiempo, mientras que la historia avanza hacia el futuro; 2) la unidad fundamental de la humanidad que evoluciona en una misma dirección; 3) la idea de que el mundo puede y debe transformarse, lo que implica que el hombre es el dueño de la naturaleza.

Estas tres ideas tienen su origen en el cristianismo y llegarían a ser reformuladas desde una perspectiva secularista a partir del siglo XVII debido al desarrollo de la ciencia y la tecnología.

Los antiguos griegos creían que solo la eternidad era verdadera. El ser auténtico es inmóvil: el movimiento cíclico implica el eterno retorno de lo mismo y es la expresión más perfecta de lo divino. Dentro de un mismo ciclo se producen altibajos, progresos y, finalmente, la decadencia, ya que todo ciclo será inevitablemente reemplazado por otro (la teoría de la sucesión de las edades en Hesíodo, el retorno a la Edad de Oro en Virgilio). Por otro lado, la predestinación esta relacionada con el pasado y no con el futuro. El término arjé (ἀρχή) significa al mismo tiempo origen (“arcaico”) y autoridad (“arconte”, “monarca”).

La Biblia concibe la historia como un fenómeno objetivo, un proceso dinámico progresivo que conduce, a partir del mesianismo, a un mundo nuevo. El libro del Génesis establece que el hombre tiene como misión “dominar la tierra”. Esta misión se cumple en el mundo a través del tiempo. También dentro del tiempo se produce la salvación: Dios se revela en la historia. Por otro lado, el tiempo es proyectado hacia el futuro: el tiempo transcurre desde la Creación hasta la Segunda Venida, desde el Jardín del Edén hasta el Juicio Final. La Edad de Oro no se encuentra en el pasado, sino en el Fin de los Tiempos: la historia acaba de forma feliz, al menos para una cierta élite.

Esta forma lineal del tiempo excluye el eterno retorno o que un ciclo sea reemplazado por otro como sucede con el cambio de las estaciones. Desde Adán y Eva, la historia sagrada de la salvación implica la exclusión total de la eternidad, a esto sigue una antigua Alianza irrepetible y, en la versión cristiana, se llega a la culminación de la historia con la Encarnación del Salvador. Agustín fue el primero que aplicó esta concepción bíblica del tiempo a la historia de la humanidad, declarando que cada siglo era mejor que el anterior. La teoría del progreso secularizó esta concepción de la historia y dio nacimiento a todas las formas de historicismo. La principal diferencia entre estas dos formas de concebir la historia radica en el hecho de que la versión secular reemplaza al más allá con el perfeccionamiento material de este mundo y la felicidad mundana reemplaza a la salvación. El cristianismo concibe el progreso de forma más escatológica y no históricamente en todo el sentido de la palabra. El cristianismo plantea que se debe buscar la salvación aquí abajo, sin perder de vista el mundo celestial. Además, reconoce la superioridad de la realidad divina. Finalmente, el cristianismo, al igual que el estoicismo, maldice la insaciabilidad de los deseos y sostiene que la sabiduría consiste en la limitación de los mismos y no en su multiplicación. Sin embargo, el Apocalipsis sostiene que antes del Juicio Final surgirá un reino milenario bendito. Esto dio origen a las teorías de Joaquín de Fiori, quien secularizó las ideas de Agustín.

Antes de que la teoría del progreso tomará la forma que conocemos hoy, fue necesario que aparecieran otras ideas. Estas ideas surgieron en el Renacimiento, pero florecieron en el siglo XVII.

El veloz desarrollo de la ciencia y la tecnología, junto con el descubrimiento del Nuevo Mundo, crearon la ilusión de que la vida humana podía mejorar infinitamente. Francis Bacon fue el primero en utilizar la palabra “progreso” en un sentido temporal y no tanto espacial. Bacon decía que el hombre está destinado a dominar la naturaleza por medio del conocimiento de sus leyes. Descartes también dijo que los seres humanos deben convertirse en dueños de la naturaleza. Esta última fue reducida al “lenguaje matemático” por Galileo, estando de ahora en adelante muerta y sin alma. El cosmos ya no tiene ningún significado: no es otra cosa que un mecanismo que debe ser manipulado con tal de instrumentalizarlo y usufructuarlo. El mundo es reducido a un objeto que es consumido por el hombre como sujeto, por lo que aparece la creencia de que gracias a la omnipotencia de la razón omnipotente todos podemos ser autosuficientes.

El cosmos de los antiguos es reemplazado por el cosmos moderno que es homogéneo, geométrico, (quizás) infinito, gobernado por las leyes de la causa y el efecto. El modelo mecánico más cercano a esta concepción es el reloj. El tiempo también se vuelve homogéneo y mensurable. El “tiempo de los campesinos” es reemplazado por el “tiempo de los comerciantes” (Jacques Le Goff). El nuevo espíritu científico impone una mentalidad técnica. La tecnología tiene como objetivo la acumulación, es decir, la producción de cosas útiles.

Existe una clara superposición entre este optimismo científico y las aspiraciones de la burguesía de crear un mercado nacional que va acompañado por la centralización. La cosmovisión burguesa considera que lo único “real” son las cosas medibles, es decir, los valores mercantiles. Georges Sorel llamó a la teoría del progreso la “doctrina de la burguesía”.

Los economistas clásicos dieciochescos (Adam Smith, Bernard de Mandeville, David Hume) defendieron la insaciabilidad de los deseos. Según ellos, las necesidades de un individuo podían aumentar continuamente. Pensaban que la naturaleza humana consistía en desear siempre más y aumentar la cantidad de los mismos, por que debíamos buscar el interés propio. Ya que estos economistas partían de premisas optimistas, eliminaron por completo la idea del pecado original o intentaron borrarla.

Los modernos hicieron énfasis en la naturaleza acumulativa del conocimiento. Llegaron a la conclusión de que el progreso es necesario: cuanto mayor es el progreso, mejor será todo. Los modernos decían que “todo lo que vivimos hoy es fruto de lo que nos precedió”, subrayando la superioridad de los modernos sobre los antiguos. Bernardo de Claraval dijo en la Edad Media que “somos enanos sobre los hombros de gigantes”. Pero la Modernidad descartó la autoridad de los antiguos. La Tradición llegó a ser vista como una especie de obstáculo para el progreso de la razón. El pasado era constantemente comparado con el presente y siempre se señalaba la superioridad del último sobre el primero. Todo ello ayudó a fomentar el avance hacia el futuro. Este avance comenzó a ser interpretado como un imperativo: el progreso, que antes era considerado como un objetivo, de ahora en adelante es concebido como evolución.

Agustín creía que la humanidad era una sola y que poco a poco pasa de la “infancia” de los primeros tiempos hasta llegar a la edad adulta. Turgot habla de que “la raza humana, considerada desde sus mismos orígenes… es, a los ojos del filósofo, y a pesar de toda su inmensidad, un ser que tiene una infancia y posteriormente crece”. El mecanicismo es sustituido por el organicismo, pero se trata de una forma de organicismo paradójico, ya que no conoce ni la vejez ni la muerte. La idea de un organismo colectivo cada vez más “adulto” sentó las bases del desarrollo moderno entendido como una forma de crecimiento ilimitado. Todo ello provocó durante el siglo XVIII un cierto desprecio por la infancia que iba acompañado de un odio hacia los orígenes como un estado inferior del ser.

El concepto de “progreso” también implicaba la idolatría frente a lo nuevo: cualquier innovación es mejor a priori simplemente por ser nueva. Esta sed por lo nuevo, que se convirtió en sinónimo de mejor, se ha convertido en una de las manías más comunes de nuestro tiempo. En el campo artístico condujo al surgimiento de las vanguardias que también tienen sus contrapartes políticas.

Por fin podemos decir que la teoría del progreso esta completa. En 1750 Turgot, y luego Condorcet, dijeron: “Todo el género humano avanza constantemente hacia una perfección cada vez mayor”. La historia de la humanidad fue interpretada de ahora en delante como única y lineal. Del cristianismo quedó la idea del futuro perfeccionamiento de la humanidad encaminado hacia un objetivo único. Pero se descartó el papel de la Providencia y su lugar fue ocupado por la mente humana. A partir de ahora, el universalismo declara que “todos somos uno y avanzamos juntos”, ignorando de esa forma el contexto y borrando todas las diferencias particulares entre los seres humanos.

El hombre es considerado de ahora en adelante por la teoría del progreso no solo como una criatura que posee deseos y necesidades insaciables, sino también como un ser que puede perfeccionarse infinitamente. Esta nueva antropología considera que el ser humano es una hoja de papel en blanco, un trozo de arcilla blanda y maleable, o que posee una “naturaleza” abstracta que se encuentra divorciada de las condiciones concretas de su existencia. La diversidad humana, tanto individual como colectiva, se vuelve inmaterial y puede ser libremente transformada por la educación o el medio ambiente. El artificio se vuelve importante convirtiéndose en sinónimo de una cultura refinada. El hombre solamente se vuelve humano en la medida en que supera la naturaleza y se libera de la misma para volverse un ser “civilizado”.

Por lo tanto, la humanidad debe deshacerse de todo lo que obstaculiza el progreso: los “prejuicios”, las “supersticiones” y los “lastres del pasado”. De ahí una justificación indirecta del terror: si el progreso es la meta final de la humanidad, entonces quien se interponga en su camino debe ser destruido; quien se opone al progreso de la humanidad puede ser legítimamente excluido y considerado como un “enemigo del pueblo” (de ahí la dificultad a la hora de conciliar las dos tesis kantianas sobre la igual dignidad de los individuos y el progreso de la humanidad). Los regímenes totalitarios de la Modernidad (el comunismo soviético y el nacionalsocialismo) se apropiaron de esta idea del “enemigo del pueblo” y la usaron para eliminar a todos aquellos que impedían el advenimiento de este “maravilloso mundo nuevo”.

Esta negación de la naturaleza y el pasado ha sido considerada como un rechazo del determinismo. Sin embargo, el determinismo frente al pasado ha sido simplemente reemplazado por el determinismo proveniente del futuro y por la búsqueda del “sentido de la historia”.

El optimismo inherente de la teoría del progreso se ha extendido a todos los campos, individuos y sociedades. El reino de la razón crearía una sociedad “transparente” y pacífica. Por lo que el “comercio apacible” (Montesquieu), considerado como una forma de vida deseable para todos los estratos de la sociedad, reemplazaría al conflicto (los progresistas creían ingenuamente que era posible construir una sociedad libre de luchas). Abbé de Saint-Pierre, incluso antes de Kant, planteó un proyecto de “paz eterna” que fue duramente criticado por Rousseau. Condorcet promovió la mejora racional del lenguaje y la ortografía. La moral se convirtió en una especie de ciencia. Se suponía que el sistema educativo debía despojar a los niños de los “prejuicios”, entendidos estos como la fuente de todos los males sociales, y enseñarles a actuar según los dictados de la razón.

La creciente felicidad de la humanidad es interpretada como perfeccionamiento moral. Los ilustrados consideraban que en un futuro la mente humana sería superior y por lo tanto seriamos superiores moralmente. El progreso no era considerado como algo externo a la existencia, sino que transformaba a los individuos. El progreso logrado en un campo inevitablemente se extiende a otras áreas. El progreso material implica un progreso moral.

La teoría del progreso esta imbuida de un espíritu de negación de la política. Los teóricos del progreso ven al Estado de forma ambivalente. El Estado coacciona la autonomía de la economía, la cual es considerada como el terreno por excelencia de la “libertad” y la acción racional. William Godwin decía que los gobiernos, por su misma naturaleza, son un obstáculo para el progreso. No obstante, según la teoría contractualista de Hobbes, el Estado le permite al hombre superar las contradicciones del “estado de naturaleza”. Por lo tanto, el Estado fue considerado como el motor del progreso y también como un obstáculo.

La idea más extendida fue la hacer que la política se volviera algo racional. La política debe dejar de ser un arte basado en la sabiduría y debe convertirse en una ciencia regida por la razón. Los ilustrados consideraban que la sociedad era una máquina y los individuos eran simples engranajes, por lo que la sociedad debía ser regida por principios tan rigurosos como los principios que existían en las ciencias físicas. El monarca era considerado como un mecánico cuyo trabajo era guiar la “física social” con tal de obtener un “mayor beneficio público”. Fue a partir de esta concepción que surgió la tecnocracia y la comprensión administrativa y gerencial de la política tal y como fue planteada por Saint-Simon y Auguste Comte.

Es muy importante saber si el progreso es infinito o se detiene en alguna etapa en particular, ya que ello implica una especie de fin absoluto o la restauración de un Estado pasado perfecto: ejemplos de ello son la síntesis de Hegel, la sociedad sin clases de Marx, el “fin de la historia” de Francis Fukuyama, etc. Uno también puede preguntarse si el objetivo final de la historia (si es que existe) es cognoscible. ¿En qué dirección avanza el progreso, o, acaso, avanza sobre sí mismo?

Los liberales tienden a concebir el progreso como una mejora sin fin de la condición humana, mientras que los socialistas piensan que el progreso tiene un final feliz y definido. En este último punto tanto el progresismo como el utopismo se confunden: el movimiento hacia adelante debe conducir a un estadio final, la historia únicamente se mueve con tal de delinear claramente el futuro. La primera versión pretende ser mucho más realista que la segunda. ¿Pero lo es? Si la humanidad avanza hacia la perfección y esta termina por realizarse, entonces ¿no llegará el día en que tal perfeccionamiento no continúe? Y si el progreso no tiene un objetivo definido, ¿qué parámetros podemos usar para hablar de que se ha producido un progreso con respecto a la etapa anterior?

Hagamos otra pregunta: ¿acaso el progreso es una fuerza impersonal e incontrolable, o la humanidad puede interferir con tal de acelerar su avance o destruir lo que obstaculiza su desarrollo? ¿El progreso es constante y continuo, o se desarrolla a través de transformaciones rápidas? ¿Es posible interferir con el progreso para cambiar su curso, o existe el riesgo, por el contrario, de frenarlo? En este aspecto, los liberales, partidarios de la “mano invisible”, se diferencian de los socialistas, que parecen creer en la voluntad y en la revolución.

La teoría del progreso alcanzó su apogeo en Occidente en el siglo XIX, una época marcada por la modernización industrial, el positivismo científico, el evolucionismo y las grandes teorías historicistas.

El énfasis de la teoría del progreso se desplaza hacia la ciencia y deja de lado la razón en sentido filosófico de la palabra. Se espera organizar la sociedad de forma científica. La ciencia se convierte en el fundamento de todos los fenómenos. Fourier y sus falansterios vuelven constantemente sobre este tema, Saint-Simon propuso la tecnocracia, mientras que Auguste Comte promovió el “Catecismo positivista” y la “Religión del progreso”.

El “progreso” y la “civilización” se vuelven de ese modo sinónimos. Esto se convierte en la justificación del colonialismo, ya que se busca difundir los beneficios de la civilización por todos lados.

El concepto de progreso es reformulado a la luz del evolucionismo darwiniano. La evolución de los seres vivos es interpretada como progreso (Herbert Spencer consideraba el progreso como una evolución de lo simple a lo complejo, de lo homogéneo a lo heterogéneo). De modo que las condiciones para que se dé el progreso cambian considerablemente. El mecanicismo ilustrado empezó a mezclarse con el organicismo biológico, mientras que la apología del pacifismo llevó a la glorificación de la “lucha por la vida”. El progreso se convirtió en la selección de los más “capaces” (los “mejores”) dentro de una competencia. Esta interpretación fue usada por el imperialismo occidental: la civilización occidental es la mejor porque es la más desarrollada.

Llegamos a la formulación más clara del evolucionismo social. La historia de la humanidad es dividida en “etapas” sucesivas que se corresponden con las diferentes etapas del progreso. Las diferentes culturas que existían en el espacio fueron subsumidas dentro de una única línea temporal: las sociedades “primitivas” eran fósiles donde los pueblos occidentales podían ver su pasado (eran sus “antepasados ​​modernos”), mientras que Occidente representaba el futuro. Condorcet había dividió la historia en diez etapas sucesivas. Hegel, Auguste Comte, Karl Marx, Freud, etc., hicieron esquemas muy parecidos. Todos ellos decían que el progreso era un paso de la “superstición” a la ciencia, del estadio “teológico” al estadio positivo, de la mentalidad “primitiva” o “mágica” a la mentalidad “civilizada”.

Esta teoría, unida al positivismo científico, afecto muchísimo a la antropología, creando la ilusión de que las culturas pueden jerarquizarse según una escala de valores determinada que dio nacimiento al racismo. El racismo considera que las civilizaciones tradicionales son inferiores o que simplemente se “quedaron estancadas”. La “misión civilizadora” de las potencias coloniales es ayudar a superar este atraso. El racismo cree que existe un criterio universal, un paradigma que abarca todo y que permite construir una jerarquía entre las diferentes culturas y pueblos. Tal idea está relacionada directamente con el universalismo que defiende el progreso, que finalmente es una forma de etnocentrismo inconsciente o disfrazado.

No discutiremos aquí las críticas modernas en contra de la idea de progreso, comenzando por las críticas de Rousseau, ni tampoco las numerosas teorías sobre el colapso o la decadencia opuestas a la teoría del progreso. Solo diremos que estas últimas son a menudo (pero no siempre) dobles negativos o imágenes especulares de la idea del progreso. Sigue hablándose de un movimiento histórico, pero en sentido opuesta: la historia no es vista como un desarrollo constante, sino como una regresión inexorable. De hecho, las teorías que defienden el declive o la decadencia son incluso menos objetivas que las progresistas.

Desde hace veinte años aparecen obras que critican la “ilusión del progreso”. Algunos autores incluso dicen abiertamente que el progreso era una “idea muerta” (William Pfaff). Sin embargo, debemos hacer algunos matices. Hoy es muy común cuestionar la teoría del progreso, pero esta teoría sobrevive de otras formas.

Los regímenes totalitarios del siglo XX y las guerras mundiales socavaron el optimismo que existía en los dos siglos anteriores. El desengañamiento y el colapso de las esperanzas revolucionarias llevaron a la idea de que la sociedad moderna, por insensata y desesperanzadora que sea, es la única posible. También, la vida pública se ha vuelto cada vez más fatalista. El futuro, cada vez más impredecible, genera mucha más ansiedad que esperanza. Una crisis cada vez más profunda resulta más probable que un “futuro brillante”.

La idea de progreso se ha resquebrajado. Ya nadie cree que el progreso material implique el progreso moral ni tampoco ya nadie piensa que los avances en un determinado campo signifiquen automáticamente un avance en las otras áreas. En esta “sociedad del riesgo” (Ulrich Beck) el progreso se hace ambivalente. Ahora se reconoce que los beneficios que proporciona tienen un gran precio. La urbanización descontrolada ha provocado muchas patologías sociales y la modernización industrial ha llevado a una degradación sin precedentes de la vida natural. La inmensa destrucción del medio ambiente ha dado surgimiento a numerosos movimientos medioambientales, los cuales fueron los primeros en cuestionar las ambigüedades del progreso. El desarrollo ilimitado de la tecnología ha llevado al cuestionamiento de sus objetivos. El progreso de las ciencias ya no es considerado como una realidad que aporta beneficios a la humanidad. El conocimiento en sí mismo, como podemos ver en el actual debate sobre las biotecnologías, es percibido como una amenaza. Cada vez más sectores de la población creen que estos avances no son buenos, mientras se empieza a distinguir entre el “tener” y el “ser”, entre el bienestar material y la felicidad.

Sin embargo, la idea de progreso sigue siendo atractiva, al menos simbólicamente. La clase política sigue apelando a las “fuerzas progresistas” que se enfrentan contra los “pueblos del pasado” y denuncian el “oscurantismo medieval”.  La palabra “progreso” sigue conservando un sentido positivo dentro del discurso político.

El futuro sigue siendo considerado como lo más importante. Incluso si el futuro cercano es percibido como una amenaza, todas las esperanzas recaen sobre el futuro lejano. El culto a la novedad, que ahora se apoya en la tecnología y en las modas promovidas por los medios de comunicación, es más fuerte que nunca. Muchos continúan creyendo que el individuo se hace más libre en la medida en que se deshace de sus características biológicas y condicionamientos históricos. El individualismo sigue reinando bajo la forma del etnocentrismo occidental y la ideología de los derechos humanos. Esto se expresa en la destrucción de la familia, la abolición de los lazos sociales y el ataque contra las sociedades tradicionales que existen en los países del Tercer Mundo, donde los individuos aún mantienen lazos de solidaridad dentro de su comunidad.

Sin embargo, la ideología del progreso sigue existiendo en la forma del productivismo que impulsa la idea de que el crecimiento sin fin es algo normal y deseable, de que un futuro mejor vendrá una vez que se produzca más riqueza y por lo tanto se impulse la globalización. Esta idea inspira la ideología del “desarrollo”, que considera que las sociedades del Tercer Mundo son “subdesarrolladas” y que el modelo occidental de producción y consumo es la meta que debe alcanzar toda la humanidad. Esta ideología del desarrollo fue formulada en 1960 por Walt Rostow, quien enumeró las etapas que deben atravesar todos los países del mundo para alcanzar el nivel de consumo del capitalismo comercial avanzado. Como han demostrado varios autores (Serge Latouche, Hilbert Rist), la teoría del desarrollo no es más que una ilusión. Una vez que descartemos esta creencia aboliremos la ideología del progreso.

El Estado-Nación fue la forma política por excelencia de la Modernidad. El Estado centralizó todo dentro de unos límites muy definidos. Las fronteras delimitaban pueblos y culturas, por lo que esto determinaba su identidad. Sin embargo, las fronteras no existen hoy para las mercancías, la información o las personas. Todo se está deshaciendo, el mundo se vuelve líquido. Las redes se hacen cada vez más influyentes, siendo el Internet su ejemplo más destacado.

Otro fenómeno interesante del posmodernismo es el resurgimiento de las comunidades que los Estados-Nación marginaron. Lo vemos en el renacimiento de las “grandes culturas” y, en particular, en las diversas culturas continentales.

El mundo liquido impuesto por la globalización nos lleva a pensar que el mar domina hoy la tierra. Por otro lado, vemos el nacimiento de una alternativa: el principio terrestre basada en los continentes. La Postmodernidad es un fenómeno ambivalente que nos permite elegir.

Las ideas post-capitalistas se expanden dentro de la Postmodernidad de un modo sin precedentes. Cuando hablamos de la caída del sistema soviético, normalmente olvidamos que uno de los efectos del colapso de la URSS fue la aceleración de la globalización. La globalización es un fenómeno planetario. Crea un mundo sin fronteras.

El mundo se dividió en dos después de la Segunda Guerra Mundial. Pero hoy, el mundo se encuentra unido y eso significa que el mundo ya no tiene fronteras externas. El capitalismo impone lo ilimitada, lo infinito. El capitalismo busca suprimir y destruir todos los obstáculos que se le atraviesen. Por lo tanto, la conclusión lógica es transformar al planeta en un gran mercado. Naturalmente, esa lógica es la causa de todos los desastres ambientales, sociales y culturales que hoy vivimos. La globalización, con su imposición inherente de la infinitud, está íntimamente relacionada con la idea del crecimiento constante de la producción. Pero nos topamos con el siguiente hecho: es imposible crecer infinitamente en un mundo finito. No importa qué tan altos sean los árboles, jamás tocarán el cielo.

Por lo tanto, una vez que comprendemos el postmodernismo y sus características, surge la siguiente pregunta que el sociólogo Carl Schmitt definió como el “nuevo nomos de la Tierra”. ¿Qué es el nomos de la Tierra? “Νόμος” en griego significa “ley”, “derecho”. Pero etimológicamente significa “división” y “distribución”. Es un orden general que permite la relación de fuerzas; una forma mediante la cual se crean las relaciones internacionales. Carl Schmitt dice que han existido tres grandes “nomos”.

El primer nomos existió hasta el descubrimiento del Nuevo Mundo. El segundo “nomos” es el nomos de los Estados nacionales soberanos y comienza en 1648 con el Tratado de Westfalia y dura hasta el final de la Segunda Guerra Mundial. El tercer nomos de la tierra es el nomos de la Guerra Fría que dividió al mundo en dos polos: una zona dominada por la influencia soviética y una zona bajo la influencia estadounidense. Este tercer nomos desapareció con la caída del Muro de Berlín. No obstante, hoy llegamos a la siguiente pregunta: ¿cuál será el cuarto nomos de la Tierra? La respuesta a esta pregunta nos ayudará a comprender el período en el que nos encontramos.

Hay dos posibilidades: ¿nos dirigimos hacia el universum o hacia el pluriversum? En otras palabras: vamos hacia un mundo unipolar o hacia un mundo multipolar. Un mundo unipolar naturalmente le pertenecerá a la única potencia realmente existente: los Estados Unidos de América. Por el contrario, un mundo multipolar implica que la globalización será dominada por distintas culturas y civilizaciones que conformarán polos autónomos. De ese modo será posible preservar múltiples culturas y estilos de vida.

Podemos establecer una analogía entre el cuarto nomos de la tierra y la “cuarta teoría política”. Así como existieron tres grandes nomos de la tierra en la Modernidad, también existieron tres grandes teorías políticas. La Modernidad dio nacimiento primero al liberalismo en el siglo XVIII, al socialismo en el siglo XIX y al fascismo en el siglo XX. Estas tres ideologías desaparecieron en un orden inverso a su aparición. Es decir, la más reciente desapareció primero. Las diferentes variedades del fascismo, que fueron las teorías políticas más recientes, desaparecieron poco después de la Segunda Guerra Mundial. El comunismo desapareció casi por completo con la caída del sistema soviético. Y el liberalismo, que sigue siendo la ideología dominante, se tambalea desde sus mismos cimientos.

La gran crisis económico-financiera que se inició en los Estados Unidos hace un año (este texto es el del 2009, ndt), y que se encuentra muy lejos de haber terminado, es sin duda el prototipo de la crisis que enfrenta la ideología liberal. Por lo tanto, el cuarto nomos de la tierra esta correlacionado con el nacimiento de una cuarta teoría política. Aún no somos capaces de dar una imagen clara de esta cuarta teoría política. Sin duda, esta teoría será muy crítica con respecto a las teorías que la precedieron. Pero, al mismo tiempo, preservará lo que se pueda salvar de las ideologías anteriores. Será una síntesis y al mismo tiempo una negación (Aufhebung) en el sentido hegeliano del término.

Terminemos este discurso con algunas palabras sobre la ideología liberal que hoy domina el mundo contemporáneo. Es un tema conocido, pero debemos recordar algunas de las principales características de semejante fenómeno. En primer lugar, es una ideología fundamentalmente idealista. Está basada en una concepción abstracto del “hombre” que inspira sobre todo la ideología de los derechos humanos. El hombre cuyos derechos hoy son defendidos en todas partes es un ser abstracto que existe igualmente en todas partes y a la vez en ninguna, es una abstracción puramente conceptual, un eidolon (ειδωλον). Según esta ideología, la sociedad surgió a partir de un contrato. La mitología liberal sostiene que el hombre no es un ser social. Un individuo hace parte de la sociedad solamente porque lo obtiene ciertas ventajas de la misma. Tal individualismo se corresponde con un tipo tan especifico de ser humano que simplemente no existe en muchas de las sociedades de la Tierra o que simplemente está ausente de casi todas ellas. El capitalismo liberal esta basado en una antropología implícita: la antropología del homo economicus. El homo economicus es únicamente un productor y un consumidor que defiende valores comerciales, valores mercantiles que, se supone, mejoran las condiciones de vida material. El hombre es un comerciante que parte de la realidad mercantil. La sociedad, en su totalidad, se convierte en un mercado. Debemos diferenciar entre las sociedades donde existe un mercado y las sociedades de mercado, estas últimas solo existen como mercados y no pueden ser sino un mercado. Además, la ideología liberal niega la política y demuestra una enorme hostilidad hacia lo político. Dado que es una ideología económica, no tolera ninguna clase restricción política en contra de la libertad económica. Por lo tanto, la política es vista como una forma de gestión económica, de administración, donde lo importante no es tomar una decisión, sino llevar a cabo un cálculo racional. Hoy en día se ha comenzado a pasar del gobierno de los hombres a la gobernanza como actividad económica y gerencial. Semejante forma de ver las cosas proviene de los Estados Unidos, donde la política es interpretada como algo análogo a la administración de una empresa.

El liberalismo moderno ha cambiado mucho en las últimas décadas, pero conserva también muchas características de su corpus ideológico original, como por ejemplo su desprecio por el pasado. Además, de su desprecio por el pasado, interpreta de forma negativa la historia, no toma en cuenta la diversidad humana, ataca lo sagrado y lo sacro, no tiene en cuenta el “desarrollo local” como fue formulada por el pensador euroasiático Piort Savitsky y como posteriormente fue desarrollado por el historiador Lev Gumiliev… Todas estas ideas son despreciadas y negadas por el liberalismo. La mejor prueba de todo esto es el hecho de que los defensores de esta ideología son un grupo transnacional que existe fuera de las fronteras nacionales y que podemos llamar una nueva clase política y mediática. Esta clase dominante político-mediática y transnacional busca a la vez crear un mercado único y homogeneizar todas las culturas. Este impulso homogeneizador lo he llamado la ideología de lo mismo (l’ideologie du Meme).

Dentro de este panorama postmoderno, que he descrito en términos muy generales, diría que Rusia está llamada a desempeñar un papel muy importante. Una de las razones de ello sería su importancia geopolítica. La globalización es antes que nada talasocrática y existe un principio geopolítico constante basado en la oposición entre el Mar y la Tierra. Todos los geopolíticos dicen que existe una lucha entre los poderes marítimos y terrestres. Alemania fue una importante potencia terrestre durante el siglo XIX, mientras que Inglaterra era una potencia marítima. Esta oposición ha tomado un carácter global. La potencia marítima más importante hoy en día es los Estados Unidos. La potencia terrestre más importante es Rusia. Rusia es un Imperio Euroasiático. Además, Rusia existe dentro del Heartland (el corazón de la Tierra). Europa no es Rusia. Pero Europa forma parte de Eurasia. Los países europeos han intentado unirse durante décadas, pero siempre han fracasado. La Unión Europea se encuentra paralizada y es incapaz de hacer nada. Existen muchas razones detrás de esto. En primer lugar, porque el objetivo de la Unión Europea es antes que nada la unidad económica y financiera, en lugar de la unidad cultural y política. Además, los países europeos sufren un importante déficit democrático. No se le ha preguntado a los pueblos Europa si de verdad quieren estar unidos y cómo ellos entienden esta unidad. Al final, Europa está siendo unida desde arriba por la influencia burocrática de Bruselas en lugar de ser unida desde abajo por los pueblos y las culturas. Europa es débil. La unidad europea nunca ha sido planteada en serio. No obstante, debemos preguntarnos lo siguiente: ¿es necesario unir Europa con tal de convertirla en un apéndice transatlántico que sea dependiente de los Estados Unidos o se quiere crear una potencia autónoma por medio de la unificación europea? Los europeos no solo son incapaces de responder a esta pregunta, sino que tampoco son capaces de plantearla.

Es por eso que muchos dirigen sus esperanzas hacia Rusia, porque quizás Rusia sea capaz de crear el cuarto nomos en la Tierra en un futuro. Además, Rusia puede convertirse en el principal impulsor de la cuarta teoría política. Pero Rusia deberá tomar decisiones muy difíciles. ¿Se convertirá en objeto de la historia dominada por otros países o, por el contrario, será un sujeto creador de su propia historia, defendiendo sus tradiciones, sus valores y su voluntad? Rusia debe decidir entre la occidentalización y la modernización establecida por el espíritu de la Postmodernidad liberal, o elegir el conservadurismo, lo que significa defender la historia rusa y promover sus principios y valores.

Existe una creciente amistad entre Rusia y Europa. Pero Rusia tiene el privilegio de poder dar nacimiento al cuarto nomos de la Tierra. ¿Será Rusia capaz de llevar a cabo semejante desafío? ¿Comprenderá que su futuro no se encuentra en Occidente, sino en la creación de un gran imperio euroasiático? ¡Sin duda saben dónde deposito mis preferencias personales! Por eso veo a Rusia con esperanza.

Ronda de preguntar a Alain de Benoist

Pregunta: ¡Señor de Benoist! El proceso de transformación que impone la Posmodernidad liberal disuelve la idea misma de “mundo” como “espacio”, “armonía”, “orden”. ¿Cuál sería el concepto alternativo de mundo?

Alain de Benoist: ¿Cómo se puede crear un mundo que ya no es el mundo? Podemos imaginarnos la existencia de un período caótico como una fase de transición. Pero esto no puede durar mucho. La ausencia de paz que hoy existe en la Postmodernidad solo puede ser vista como un intervalo de confusión y colapso general. Entonces surgirá un mundo nuevo. Este mundo tendrá una nueva forma. Por supuesto, no podemos prever que forma tendrá. Lo más importante es que nos demos cuenta de que la historia no ha terminado como lo pensaron algunos pensadores estadounidenses después de la caída del Muro de Berlín. La historia no se puede predecir, ya que surge de la voluntad de los seres humanos. Es cierto que a menudo (casi siempre) los hombres son incapaces de conocer la historia que ellos mismos hacen y a menudo no saben lo que están haciendo.

Pregunta: ¿Qué opina de la naturaleza cíclica de la historia?

Alain de Benoist: Existen muy buenas razones para decir que hay ciclos dentro de la historia humana. Pero no creo que podamos concebir estos ciclos de forma dogmática. De lo contrario, caeríamos en la impresión de que podemos predecir la historia. La ideología del progreso parte de una visión lineal de la historia. Algunas ideologías cíclicas creen en una historia cíclica, pero no podemos predecir las transformaciones que se producen dentro de estos ciclos históricos. Creo que existen ciclos dentro de la historia de la civilización, pero todo sufre grandes metamorfosis. Por eso es imposible predecir la historia. La historia está compuesta de ciclos impredecible.

Pregunta: ¿Cree que el análisis geopolítico basado en el binomio Tierra-Mar se encuentra desactualizado debido a que la tecnología ha abierto nuevos horizontes de expansión?

Alain de Benoist: Además de la oposición entre el Mar y la Tierra, existe un tercer elemento a tener en cuenta: el aire. Carl Schmitt habló de él. Pero esta aparición del elemento aire, así como otros elementos cósmicos, como el fuego o el éter, se suman al binomio dialéctico del Mar y la Tierra con tal de aclararlos, pero no los suprimen. Simplemente agregan otra dimensión al equilibrio de poder.

 

Alain de Benoist

Traducción de Juan Gabriel Caro Rivera

By Saruman

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