Robert Steuckers
Jean Mabire, según me han contado, se sentía fascinado por los «despertadores del pueblo», Grundvigt, Petöfi, Pearse, etcétera. Por el abate Cyriel Verschaeve, pero también por la figura del judío vienés Theodor Herzl, que lanzó la idea entre las poblaciones judías de Europa central y oriental de retornar a la tierra, la cual, al principio, no era necesariamente Palestina, en ese entonces administrada por los otomanos. En primer lugar, veamos el contexto en el que Herzl se desenvolvió en la Viena de finales del siglo XIX: era el famoso «movimiento de las nacionalidades» que había animado a toda Europa desde el hundimiento de los planes de Napoleón tras la desastrosa campaña de Rusia y la batalla de Waterloo. La emancipación a través de las ideas universalistas de la Ilustración y la Revolución Francesa ya no resultaba tan atractiva como antes. Los pueblos querían liberarse adoptando sus propios valores, en sus territorios natales, legados por sus antepasados y organizados por el derecho consuetudinario (no por códigos derivados de la ideología de la Ilustración). Herzl nació en un mundo judío que también estaba moldeado por las ideas del «movimiento de las nacionalidades». Pensadores judíos como Léon Pinsker y Moses Hess habían reflexionado, sin éxito, sobre la emancipación judía, la hipótesis sionista y el problema de las lenguas que debían adoptarse mucho antes que Herzl, que era con mucho su hijo menor.
Moses Hess, nacido en Bonn en 1812, fue inicialmente compañero de viaje de Karl Marx y Friedrich Engels, acompañándolos en su exilio de Bruselas y luego en París. Fue un teórico del socialismo que acabó criticando la idea marxista de la «lucha de clases», sustituyéndola por la «lucha popular» o incluso la «lucha de razas». Hess, consciente de que las poblaciones judías nunca serían plenamente aceptadas en Europa, teorizó un socialismo que ya no se basaba en las ideas revolucionarias habituales, sino en fundamentos científicos y biológicos, lo que le llevó a rechazar el universalismo, que era irrelevante cuando se adoptaba un enfoque científico, y prefirió explorar las particularidades reales, tangibles y concretas de cada población. Para sus lectores judíos, este recurso a las particularidades étnicas (o etno-religiosas) implica una reinmersión en el judaísmo tradicional. Sin embargo, Hess desarrolló un sistema de pensamiento más complejo: el judaísmo es una «nacionalidad» (biológica) antes que una religión; el modelo a seguir es el Risorgimento italiano de Mazzini, porque la unificación italiana confirmó la primacía de la nacionalidad sobre las entidades estatales, que él consideraba obsoletas por estar dominadas por extranjeros o dinastías; según Hess, la vanguardia del judaísmo combinaría el socialismo (nacional) con la aspiración a construir un Estado propio «en la tierra de los padres» y, mientras tanto, los judíos podrían, si así lo deseaban, recurrir a la ortodoxia religiosa para preservar su identidad, rechazando al mismo tiempo el «judaísmo reformista» liberal vinculado a los ideales etéreos de la Ilustración.
Léon Pinsker, nacido en 1821 en la Polonia rusa, era médico de profesión. Su compromiso intelectual estuvo profundamente influido por el antisemitismo de los progromos rusos, el cual causó grandes estragos en el siglo XIX, especialmente tras el atentado que costó la vida del zar Alejandro II, emancipador de los campesinos y conquistador de Asia Central. La violencia de los pogromos y la judeofobia (que él percibía como una enfermedad psicológica hereditaria, que se podía encontrar en toda Europa y no sólo en Rusia) le llevaron a rechazar el judaísmo asimilacionista y humanista del movimiento liberal de la Haskalá en favor de una visión «autoemancipadora» que reclamaba el advenimiento de un «Estado judío» en algún lugar del mundo. Sus ideas hicieron eco en Rumania y Odesa, donde se las discutió y trató de hacerlas progresar en la mente de la gente por medio del Chovevei Zion o Chibbat Zion, que se unió a los «Congresos Sionistas» lanzados por Herzl y fue disuelto por los bolcheviques en cuanto llegaron al poder.
Estas son las principales raíces del sionismo (hay otras) antes de la aparición de la persona que más nos interesa hoy. Las ambiciones del joven Theodor Herzl eran inicialmente convertirse en un «escritor alemán», autor de obras de teatro populares. Hizo todo lo que estuvo a su alcance para promocionar sus obras y conseguir que se representaran en teatros alemanes y austriacos, pero su éxito fue limitado. En 1891 se trasladó a Francia, donde trabajó como corresponsal en París del diario vienés Die Neue Freie Presse. Pero el contexto social y político que observó en la capital francesa como periodista político le obligó a reflexionar sobre su judaísmo: en 1892, el marqués de Morès, en una reunión antisemita, «pidió la expulsión de los Rothschild del Banco de Francia» y «la prohibición de extranjeros y judíos en suelo francés». Al mismo tiempo, el periódico La libre parole de Edouard Drumont, lanzado en 1892, publicó una serie de artículos, firmados con el pseudonimo de «Lamasse», denunciando «la influencia judía en el ejército». Drumont fue retado a duelo y herido. Para vengarse, el marqués de Morès desafió al testigo contrario, el capitán Armand Mayer, que resultó herido de muerte en el duelo. Estos fueron los inicios del caso Dreyfus. El ministro de Guerra, Charles de Freycinet, condena el deseo de los antisemitas de enfrentar a los oficiales por motivos religiosos. Pero las amonestaciones del ministro no disminuyeron la virulencia antisemita que sacudía Francia en aquel momento. Drumont redobló sus ataques, acusando a los diputados de estar sobornados por Alphonse de Rothschild. El diputado radical Auguste Burdeau le llevó ante los tribunales y fue Theodor Herzl quien cubrió el juicio para su periódico vienés. Ese mismo año, el juicio por el escándalo de Panamá volvió a despertar las pasiones (antisemitas): la «Compañía del Canal de Panamá» había quebrado a pesar del prestigio de Ferdinand de Lesseps (el arquitecto del Canal de Suez). El ingeniero y su hijo fueron citados a comparecer ante los tribunales de París, al igual que los financieros Jacques de Reinach y Cornélius Herz (nacionalizado estadounidense). Ambos banqueros eran judíos. Herzl asistió al juicio en nombre de su diario. Drumont denunció la corrupción de muchos diputados. Fue en ese momento cuando todo cambió: Herzl observó que, aunque ninguno de los directores de la Compañía era judío, la presencia de los dos banqueros de religión mosaica desató la furia de los accionistas estafados y de las masas.
Así tomó conciencia de su judaísmo y abandonó gradualmente sus opiniones asimilacionistas, típicas de los judíos liberales. Sin embargo, dudó en que él y sus hijos se convirtieran con tal de escapar de la venganza antisemita. Pero no dio el paso: «Ofendería a mi padre si lo hiciera» y «no se debe abandonar el judaísmo cuando está siendo atacado». La conversión total era imposible. Por tanto, Drumont fue en cierto modo el detonante de este movimiento sionista, que acabaría triunfando, ya que el sionismo anterior, incipiente, no era más que un juego intelectual para unos cuantos soñadores letrados que los judíos de a pie de Europa Central y Oriental, Francia y otros lugares de Occidente apenas comprendían.
En respuesta al panfletario de Drumont Le Testament d’un antisémite (1891) y al boulangiste Gabriel Terrail (alias «Mermeix») Les antisémites en France, Herzl consideró necesario dar una respuesta y, al mismo tiempo, encontrar una solución original al antisemitismo que estaba propagándose entre el público. Herzl consideraba, tras su atenta lectura de la prensa antisemita francesa, que los cataclismos que podía provocar el antisemitismo serían en última instancia una «dura, pero buena prueba».
En enero de 1893, Regina Friedlander ofreció a Herzl la posibilidad de editar el periódico Das Freie Blatt, órgano de la Liga Austriaca contra el Antisemitismo. Sin embargo, él declinó la oferta porque, escribe su biógrafo Rozenblum (véase más adelante), «no creía en la eficacia de las interminables protestas contra los brotes antisemitas». Entonces, ¿qué había que hacer? ¿Mezclarse con la gente mediante la conversión? La idea le estimuló durante un tiempo. Con el barón Leitenberger, de la Liga Austriaca contra el Antisemitismo, urdió el plan de dirigirse al Papa para pedirle que ayudara a los judíos contra el odio que los perseguía por todas partes, a cambio de lanzar, en el seno de todas las comunidades judías, un vasto plan para empujar a los judíos a convertirse al cristianismo.
Los acontecimientos que se sucedieron posteriormente a un ritmo frenético le distrajeron del proyecto sionista que medita en sus ratos libres. A finales del verano de 1894, tras cubrir el proceso del anarquista italiano Sante Caserio, que había matado a puñaladas al presidente de la República, Sadi Carnot, Herlz regresó a Viena para pasar unas semanas de vacaciones. En la capital del Imperio Austrohúngaro, el antisemitismo también estaba a la orden del día: el alcalde de la ciudad, Karl Lüger, había capitalizado la judeofobia latente de los vieneses, desencadenando una serie de incidentes y ataques hostiles contra personalidades judías, entre ellas Nothnagel, presidente de la Liga contra el Antisemitismo. Lüger, que al principio de su carrera había sido un defensor de los pobres, había sido elegido tres veces alcalde de Viena sin obtener el aval del emperador. Presionado por el Papa León XIII, Lüger, que se definía a sí mismo como un «cristiano social», fue finalmente nombrado alcalde de la capital austriaca, que gobernó con mano maestra, al tiempo que lanzaba grandiosos proyectos urbanísticos que sólo se realizaron parcialmente cuando la Gran Guerra degradó la metrópoli imperial a la condición de capital de un pequeño estado alpino sin salida al mar. Antisemita declarado que fustigaba a banqueros, míseros inmigrantes judíos de los guetos del mundo eslavo y periodistas críticos con su política (etiquetados como «judíos del tintero»/«Tintenjuden»), Lüger era perfecta y maquiavélicamente consciente del impacto de sus discursos: consideraba el antisemitismo un excelente trampolín electoral, una eficaz estrategia de agitación y un «deporte amado por la chusma» («Pöbelsport»).
La doble experiencia de Herzl en París y Viena confirmó sus sentimientos y aprensiones. Esto le llevó a iniciar una larga investigación periodística sobre la historia de las comunidades judías en Rusia, Galitzia (una provincia austrohúngara en aquella época), Bohemia y Hungría. Su conclusión: «Los judíos han abandonado físicamente el gueto, pero sus muros siguen encerrando sus mentes. El gueto ya no existe, pero sigue vivo en la mente de la gente». Intentó lanzar una nueva obra de teatro, acertadamente titulada El gueto, que pretendía impulsar una «política judía» en las mentes (judías). Los temas que maduraron en su atormentada mente aparecen en la obra: se rechaza la idea de la conversión personal o colectiva y los personajes hacen explícitos sus pensamientos germinales; por ejemplo, el personaje del rabino Friedheimer dice en la obra: «Disfrutamos de la protección de las leyes. Es cierto que se nos vuelve a mirar de reojo, como cuando vivíamos en el gueto, pero aun así los muros han caído». Sin embargo, Friedheimer aboga por un judaísmo rabínico y tradicional y canta sus virtudes, que han desaparecido o al menos se han diluido desde la gran ola de la emancipación. El personaje Samuel Jacob, en cambio, busca otra solución, consciente de que el gueto generaba «vicios» que él deploraba. Quiere abandonar el gueto, tanto el visible como el invisible, y muere en un duelo, asesinado por su oponente, un vagabundo prusiano. La obra no gustó porque Herzl no incluyó suficientes personajes judíos simpáticos. Él lo justificaba por su visceral misantropía.
Luego vino el caso Dreyfus, que llevó el antisemitismo francés a su punto más álgido. La política revolucionaria de asimilación, nacida en 1789, había fracasado. Una vez más, fue Drumont quien reforzó las convicciones de Herzl: en un artículo para La libre parole, pedía a los judíos «que regresaran a Oriente». Durante el «asunto Dreyfus», Herzl conoció a Alphonse Daudet, un antisemita con el que, sin embargo, mantuvo una amistosa discusión. Daudet le disuadió de escribir una investigación sobre la condición judía y más bien que escribiera una obra similar a La case de l’Oncle Tom. La sugerencia tocó las fibras más sensibles de Herzl. A partir de entonces, se propuso escribir un libro en el que, como recuerda su biógrafo Rozenblum, «ya no se trataría de suscitar compasión, sino de pasar a la acción», de «no trazar un itinerario individual, sino de sugerir un proyecto colectivo». Para apoyar su proyecto, se dirigió al barón Moritz de Hirsch, un rico banquero filántropo que había amasado una fortuna financiando ferrocarriles en los Balcanes, Rusia y Turquía. Hirsch financió la formación profesional y técnica de jóvenes judíos de Galitzia y Bucovina, y más tarde de Rusia, que debían emigrar al Nuevo Mundo, en particular a Argentina, para establecer colonias agrícolas. Los seguidores de la sociedad Hovevei Zion suplicaron que estos jóvenes emigrantes fueran enviados a Palestina, pero Hirsch se negó, pues era muy consciente de que el sultán otomano no cedería en nada. Edmond de Rothschild, en cambio, financió las colonias judías en Palestina. Herzl observó que las colonias de Argentina y Brasil no despertaban gran entusiasmo y pidió una audiencia con Hirsch para explicarle su proyecto, ya que «es con ideas a la vez sencillas y extraordinarias como se puede conmover a la gente».
Herzl no tuvo pelos en la lengua con su interlocutor. Describió con vehemencia el generoso proyecto del barón Hirsch como «completamente perjudicial» porque los beneficiarios de su filantropía no eran más que «mendigos» («Schnorer») que sólo sobrevivían en sus lejanas colonias sudamericanas o canadienses gracias a su generosidad. La entrevista con Hirsch revela un rasgo del carácter de Herzl que nunca antes se había puesto de manifiesto: la exaltación. El pequeño dramaturgo sin éxito, el periodista moderado, el tímido judío que había considerado la posibilidad de convertirse para escapar de la furia antisemita, se convirtió en el ardiente suplicante que quería convencer a multimillonarios, diplomáticos y ministros (¡e incluso al Kaiser!) de que aceptaran la idea de una emigración general de judíos a una «tierra prometida», para que ya no tuvieran que soportar un antisemitismo inerradicable. Se le ocurrió la idea de convocar un «congreso judío internacional» para propagar este entusiasmo en un pueblo temeroso y desmoralizado. Herzl quería un «despertar». Pretendía recurrir a los jóvenes profesionales judíos que no encontraban trabajo (por diversas razones, entre ellas el antisemitismo) y que, por lo tanto, se habían convertido en un «proletariado intelectual»: «Con ellos», escribió Herzl, «formaré al personal y a los cuadros del ejército destinado a identificar, reconocer y construir el futuro país».
Fue en Munich, en las habitaciones del famoso Hotel des Quatre Saisons (¡que más tarde se convertiría en la sede de la Sociedad Thule!), donde tuvieron lugar largas discusiones entre Herzl, por un lado, y el rabino Moritz Güdemann y el banquero berlinés Heinrich Meyer-Cohn, por el otro, a raíz de las cuales el libro programático de Herzl empezó a tomar forma. Tanto el rabino como el banquero se mostraron muy escépticos y se dieron cuenta de que estaban tratando con una persona exaltada. Pero Herzl convenció vagamente al rabino, que cambió de opinión, sin conseguir ganarse el entusiasmo del banquero berlinés.
El rabino Güdemann aconsejó a Herzl que leyera una novela de un utópico judío, Theodor Hertzka, originario de Pest, Hungría. La novela se titulaba Eine Reise nach Freiland («Un viaje al país de la libertad») y que fue publicada en Leipzig en 1883. Este panfleto, seguido de otro publicado en Dresde en 1890 (Freiland, ein soziales Zukunftsbild/Tierra de libertad, una visión social del futuro), evocaba falansterios agrícolas formados por hombres libres que vivían en medio de la propiedad colectiva. Un precursor de los kibbutzim, por supuesto. Pero los intentos de aplicar las ideas utópicas de Hertzka en Kenia, colonia británica, resultaron un fiasco. Herzl introdujo correcciones en este plan de los falansterios que parecían más racionales y, por lo tanto, más factibles. Se dio cuenta de que su proyecto no podía ser utópico, sino basado en el derecho y la economía. Incansable viajero de su propia idea, Herzl conoció al francés Narcisse Leven, vicepresidente de la Alliance Israélite Universelle, que se mantuvo tan escéptico como Güdemann, pero le dio algunos consejos: que se pusiera en contacto con el Gran Rabino de Francia Zadoc Kahn, con el coronel inglés Albert Goldsmid (que quería fletar barcos para reconquistar Palestina) y, sobre todo, que leyera las obras de Léon Pinsker (véase más arriba).
Finalmente, Herzl escribió su libro Der Judenstaat, del cual un resumen apareció en Londres en el Jewish Chronicle el 17 de enero de 1896. Al día siguiente, la editorial vienesa Breitenstein aceptó el manuscrito. Había nacido la idea sionista, que echaría raíces desde entonces. Un periodista vienés, Alexander Scharf, intentó frenarlo: «Usted es un segundo Cristo que hará un gran daño a los judíos (…).
Si yo fuera Rothschild y no supiera que no se te puede comprar, te ofrecería cinco millones para que no publicaras tu panfleto. O le haría asesinar porque va a causar un daño irreparable». El 14 de febrero de 1896, Herzl se enteró de que habían salido a la venta los primeros 500 ejemplares de los 3.000 previstos. ¿Su reacción? «Ahora mi vida puede estar dando un giro».
La publicación del libro allanó el camino para la organización de los primeros «Congresos Sionistas»: Basilea (1897, 1898, 1899, 1901 y 1903) y Londres (1900). En el primer Congreso de Basilea, celebrado en 1897, se creó la Organización Sionista Mundial. El 2 de noviembre de 1898, Herzl obtuvo una audiencia con el Káiser en Jerusalén, pero el emperador Hohenzollern no quiso dar el paso para generar una ruptura diplomática con los otomanos. En 1899 se creó en Londres el Jewish Colonial Trust Limited, con el objetivo último de crear colonias judías en territorios bajo el control británico, siguiendo el espíritu del sionismo naciente. Tras la muerte de Herzl, el VII Congreso Sionista de Basilea rechazó la propuesta británica de ofrecer a los judíos un territorio en África Oriental. En 1903, una comisión de investigación consideró la idea de establecer un asentamiento judío en el Sinaí, pero sin éxito.
A partir de 1905 se produjo el segundo retorno de judíos según la historiografía sionista. El primero había tenido lugar después de 1881, tras el asesinato del zar Alejandro II por nihilistas rusos, seguidores del revolucionario radical Netchaev (¿con el apoyo de los servicios británicos? Se podría plantear tal hipótesis). Esta primera migración a los vilayets otomanos de Palestina estaba formada por sionistas avant la lettre, motivados sobre todo por ideas socialistas, a menudo utópicas. La segunda, en 1905, siguió a la revolución abortada desencadenada por la derrota de Rusia ante Japón, apoyada entonces por las potencias anglosajonas. Fue principalmente obra de revolucionarios radicales procedentes de los shetls (comunidades) del imperio zarista, de esa vasta región que incluye las actuales Bielorrusia y Ucrania y que a veces se denomina Yiddishland. La tercera migración judía a Palestina se produjo tras la revolución bolchevique de 1917 y la consiguiente guerra civil rusa: ciertamente esto incluía otros elementos social-revolucionarios, pero también mencheviques y elementos de derechas que darían lugar a la derecha sionista y, más tarde, a la derecha israelí, cuyo principal teórico fue Vladimir Zeev Jabotinsky, oriundo de la comunidad judía de Odessa, italianista de buen nivel y admirador del fascismo italiano, oficial británico en la Legión Judía durante la Primera Guerra Mundial y propagandista fascista de entreguerras. La quinta gran emigración se produjo después de 1933 y 1938, en su mayoría judíos de habla alemana que abandonaron el Reich tras la llegada al poder de los nacionalsocialistas y el subsiguiente Anschluss de Austria y Bohemia-Moravia tras la anexión de los Sudetes. La sexta oleada de emigración siguió a la Segunda Guerra Mundial y condujo a la creación del Estado de Israel.
Tras la muerte de Theodor Herzl el 3 de julio de 1904 en la Baja Austria, a pesar de la lealtad de muchos judíos alemanes al Reich de Guillermo II, hubo un marcado pro-britanismo en los círculos sionistas antes y durante la Primera Guerra Mundial, que debe compararse con un marcado pro-sionismo de la élite inglesa, moldeada por una ideología bíblica inducida por el protestantismo puritano. Philipp Kerr, editor de la influyente revista imperialista británica Round Table, influyó en el diplomático Mark Sykes, que estuvo detrás de los llamados acuerdos «Sykes-Picot» de 1916, siendo Picot su homólogo francés. Sykes era lo que podríamos llamar un «sionista bíblico» inglés, que soñaba con devolver a los judíos el territorio que habían perdido en las revueltas contra el Imperio Romano en los años 70 y 135, revueltas que, según la narrativa sionista, habían provocado la dispersión de los judíos por el mundo mediterráneo, Mesopotamia y otros lugares. El razonamiento de Kerr era puramente geopolítico y tomaba el relevo de lo que aún eran los confusos planes de la intervención británica en el Mediterráneo oriental. Uno de ellos se había visto coronado por el éxito: el apoyo a los otomanos frente a los rusos, búlgaros y rumanos había permitido apoderarse de Chipre en 1878, para disponer de una base cerca del canal de Suez, la puerta de la India, que fue excavado en 1869. En 1882, los británicos, aliados singulares de los otomanos, a los que cortaron en seco, consiguieron el protectorado de Egipto por medio de la rebelión de Mehmet Ali, privando así a Francia de toda oportunidad de controlar la zona del Canal en beneficio propio. Palestina, si se judaizaba, sería un activo adicional para el Imperio en esta región altamente estratégica.
Para Kerr, una Palestina judaizada bajo control británico sería «una bisagra entre tres continentes» (Europa, Asia y África), en el centro neurálgico que le permitiría vigilar la ruta hacia la India. Para el sultán otomano, que temía con razón los designios rusos sobre el estrecho y el apoyo de San Petersburgo a los eslavos rebeldes de los Balcanes otomanos, la llegada de refugiados judíos «proto-sionistas» representaba una afluencia de personas hostiles a la Rusia pogromista, así como de gestores potenciales (médicos, ingenieros) para su imperio moribundo («el enfermo del Bósforo» según Bismarck). La primera reacción árabe-palestina, aunque a escala modesta, fue anterior al manifiesto del libro de Herzl: en 1891.
Los esfuerzos de Kerr y Sykes desembocaron en la famosa «Declaración de Balfour», llamada así por el ministro británico que la emitió. Balfour prometió a los sionistas la creación de un «hogar judío en Palestina», que era diferente de la promesa de un «Estado judío» formulada en el libro de Herzl. Pero los británicos jugaban a dos bandos: apoyaban simultáneamente a los hachemitas en el norte de la península arábiga y a los sionistas que participaban en la Legión Judía, donde servía el futuro fascista Vladimir Zeev Jabotinsky. Los hachemitas recibieron los tronos de Irak y Jordania (Transjordania en el vocabulario del Imperio Británico de entreguerras) pero no obtuvieron nada de los franceses en Siria, que optaron por un mandato basado en la ideología republicana, laica y masónica, lo que provocó una violenta revuelta drusa entre 1925 y 1928. En Versalles, los británicos obtuvieron un mandato sobre Irak, Transjordania y Palestina, mientras que los franceses ejercieron el suyo sobre Líbano y Siria, que finalmente fue despojada de las regiones de Kirkuk y Mosul porque los británicos habían descubierto allí yacimientos de petróleo. El sionismo se convirtió rápidamente en un instrumento del imperialismo británico, a pesar de la hostilidad hacia Gran Bretaña que algunos maximalistas cultivaron a partir de 1931 (véase más adelante).
En la Palestina del Mandato, los británicos trataron de hacer convivir a árabes palestinos e inmigrantes judíos, procedentes sobre todo de Europa Central y Oriental. Las revueltas árabes, apoyadas por el joven muftí de Jerusalén, se sucedían, al igual que las represalias sionistas: las tropas británicas tenían que mantener el orden. Bajo el impulso de Vladimir Zeev Jabotinsky, un oficial británico a la postre leal, se organizó el «sionismo militarizado». Para evitar disturbios cerca del Canal de Suez y de los pozos petrolíferos iraquíes, los británicos, sin abandonar su idea de un «hogar judío en Palestina», limitaron la inmigración judía al territorio bajo su mandato. En 1939, un «Libro Blanco» publicado por el Ministerio de Asuntos Exteriores limitó la inmigración a 75.000 almas en los cinco años siguientes, a pesar de las innumerables solicitudes judías de emigración que venían desde Europa Central, la cual estaba bajo control nacionalsocialista. Al mismo tiempo, las autoridades británicas frenaron el celo potencial de los sionistas restringiendo el acceso de los judíos a las tierras de Palestina de forma obligatoria.
La militarización del sionismo comenzó muy pronto: ya en 1920, los inmigrantes judíos de Palestina formaron la Haganah o Irgun Haganah (= «Organización de Defensa»). En 1931, los maximalistas sionistas se escindieron de esta organización para formar el Irgún, cuyos objetivos ya no eran contener la agresividad de las multitudes árabes, sino optar por una política más agresiva, en oposición a un sionismo socialdemócrata o comunista más conciliador con los árabes y el Poder del Mandato. Uno de sus líderes haría carrera: Menachem Begin. En 1940, mientras el Reino Unido estaba en guerra con Alemania e Italia, apareció una facción aún más radical, la Lehi, a la que los británicos llamaron la «Banda de Stern» por su principal activista, Avraham Stern, que pretendía luchar frontalmente contra las tropas británicas estacionadas en Palestina y Transjordania, ¡mientras pedía ayuda a la Italia de Mussolini y a la Alemania de Hitler! Stern fue ejecutado sin juicio por la policía británica en 1942.
La muerte de Stern no puso fin a la hostilidad hacia Londres por parte de los «sionistas militarizados», inspirados en las teorías del IRA irlandés de Michael Collins. En mayo de 1941 se formó el Palmach, una organización combativa de 2.000 hombres y mujeres decididos. Más prudentes que Stern y su Lehi, los militantes del Palmach se limitaron a unas pocas operaciones de asalto y huida contra la presencia británica, mientras proseguían una guerra de desgaste contra la población palestina, prefigurando la expulsión de los árabes en 1947-48, que los palestinos llamaron la Nakba (o «catástrofe»). El 10 de octubre de 1945, el Palmach reanudó las hostilidades atacando el campo de detención de Atlit para inmigrantes judíos ilegales, liberando a 200 detenidos que naturalmente se unieron a sus filas.
La ideología del «sionismo militarizado» no tiene su origen en Herzl, un utopista exaltado, sino en Max Nordau y Vladimir Z. Jabotinsky. Max Nordau, también de Pest (Hungría), organizó el primer Congreso Sionista en Basilea con Herzl en 1897. Se convertiría en uno de los principales impulsores de los congresos posteriores. Apreciado orador, teorizó sobre el abandono de la postura del «judío nervioso» o «judío talmúdico», un ser puramente intelectual, en favor del advenimiento, a través del sionismo, de un «judío musculoso» que debería inspirarse en los principios hebertistas franceses o en las «sociedades gimnásticas» alemanas promocionadas por Jahn (en la época napoleónica como parte del nuevo ejército prusiano de 1813). Los que le siguieron fundaron la sociedad gimnástica vienesa la Hakoah. Al principio, Nordau (cuyo verdadero nombre era Maximilian Simon Südfeld) no era necesariamente un partidario de que los futuros emigrantes sionistas se establecieran en Palestina: se había interesado por el plan británico de crear colonias sionistas en Uganda. El 19 de diciembre de 1903, en París, un maximalista favorable al asentamiento judío en Palestina, Chaim Selig Louban, joven judío ruso, le disparó dos balas de revólver, pero falló. Súbdito austriaco, tuvo que abandonar Francia inmediatamente después del estallido de la guerra en 1914 y se refugió en Madrid. Tras la guerra, se trasladó a Londres, donde conoció a Chaim Weizmann, a quien había criticado antes de la guerra por sus opiniones moderadas, y a Vladimir Z. Jabotinsky. Hasta su muerte en 1923, Nordau defendió ideas radicales, más próximas al futuro nacionalsocialismo que a la socialdemocracia profesada por la mayoría de los intelectuales judíos no comunistas. Socialdarwinista, defendió el colonialismo europeo y, radicalizando a Moses Hess (véase más arriba), aceptó la validez de las teorías raciales en boga en su época. Lector de las obras del italiano Cesare Lombroso, desarrolló, en su estela, una interesante teoría sobre la «degeneración», fenómeno mortífero revelado por la literatura desde finales del siglo XIX y que, en las décadas siguientes, anunciaba una catástrofe sin precedentes para la civilización europea: «Los fenómenos de degeneración irán en aumento y provocarán la muerte de nuestras culturas». Nordau menciona también el «parasitismo» y el «ilusionismo», males de los que adolece la humanidad y que deben ser superados mediante el conocimiento de los hechos y los principios social-darwinistas de solidaridad (y no la lucha de todos contra todos).
Jabotinsky fue su discípulo, que pidió que se construyera en Palestina un «muro de hierro de bayonetas judías» contra los árabes autóctonos. Conoció a Herzl en el Sexto Congreso Sionista, cuando se estaba produciéndose un pogromo en Chisinau, Moldavia, cerca de su ciudad natal de Odessa. Jabotinsky se convirtió en el portavoz de los judíos de Rusia que tenían que hacer frente a la violencia de las turbas del imperio zarista. Activo en el Imperio Otomano, donde los judíos sefardíes, bien integrados, prestaron poca atención a la idea sionista, se trasladó después a Egipto al servicio de los británicos, los cuales le permitieron en 1917 la creación de la Legión Judía, la cual comandó como una compañía y participó en los combates del valle del Jordán. Decepcionado por la reticencia británica a mantener unidades exclusivamente judías en la Palestina del Mandato, creó el movimiento juvenil Betar y fundó el movimiento «sionismo revisionista». El término «revisionista» se refiere aquí a un maximalismo radical, hostil no tanto al Mandato británico (Jabotinsky permaneció leal al país que le había dado el rango de capitán en su ejército) como a las políticas moderadas de Weizmann y de la izquierda sionista en Palestina. Por ejemplo, Jabotinsky pretendía extender el territorio del futuro «Estado judío» a ambas orillas del Jordán, lo que Weizmann consideraba totalmente irrealizable. Jabotinsky también rechazó el proyecto del sionista Chaim Arlosoroff (1899-1933) que había conducido a los llamados acuerdos «Ha’avara» con las nuevas autoridades nacionalsocialistas, que habrían permitido a los judíos alemanes emigrar a Palestina al tiempo que habrían fomentado la importación de productos industriales alemanes. A su regreso de Alemania, Arlosoroff fue asesinado.
Poco a poco, su lealtad inicial a sus padrinos británicos se fue desvaneciendo y asumió el mando del Irgún, donde militaba Menachem Begin, que sería su sucesor, tras su muerte fortuita en Estados Unidos, donde buscaba reclutar combatientes judíos para la causa sionista.
Tras la guerra sionista-británica que asoló Palestina entre 1945 y 1948, se creó el Estado de Israel, gobernado hasta 1977 por mayorías socialdemócratas («laboristas»). En 1977, Menachem Begin llegó al poder tras la victoria de la derecha israelí, unida alrededor del partido Likud. Fue la victoria póstuma de Nordau y Jabotinsky. El sionismo más radical tomó el timón de Israel. Pero esta victoria de la derecha israelí, que iba a tener muchas variantes, a menudo con disidentes religiosos aún más radicales, llevó a varios intelectuales e historiadores israelíes a criticar la narrativa sionista, que se había convertido en la doctrina del Estado.
Benny Morris, Colin Shindler, Ilan Pappé y Shlomo Sand (francófono especializado también en Georges Sorel) son las principales figuras de lo que hoy se conoce como el movimiento «post-sionista». En su opinión, el sionismo es una construcción ideológica arbitraria en la que ciertos intelectuales judíos del siglo XIX trataron de imitar a los nacionalistas europeos imaginando una «esencia de lo judío» del mismo modo que los posrománticos alemanes lo hacían con respecto a una «esencia de lo alemán» o los eslavófilos rusos frente a una «esencia de lo ruso». Shlomo Sand explica que esta esencia nació a partir del relato de Flavio Josefo, escritor latino de la antigüedad romana, que describió el exilio de los judíos tras la destrucción del templo por las legiones de Tito. La narrativa sionista evoca una Judea martirizada y, como resultado, un «pueblo de Judea» disperso por el mundo antiguo, lo que resumiría la experiencia judía en su totalidad. Sand, explorando la historia de la antigua Palestina, demuestra que existió un judaísmo «asmoneo» helenizado y luego romanizado, que practicaba la conversión forzosa de las tribus semitas vecinas y no practicaba un monoteísmo riguroso. Esta población asmonea no se dispersó. Más allá de la escuela post-sionista, podemos retomar la tesis de Arthur Koestler sobre la 13ª tribu que tiende a sostener que muchos judíos de Rusia y Ucrania, cuyos antepasados nunca vivieron en la Judea romana, tienen su origen en la conversión masiva de los jázaros. En Israel se libra una guerra cultural entre la narrativa sionista y los historiadores post-sionistas.
Así pues, el sionismo ha sido un instrumento primero del Imperio Británico y luego del imperialismo estadounidense, promoviendo el asentamiento judío en Oriente Próximo y convirtiéndolo en enemigo de todos los Estados árabes de la región. Israel se encuentra, por lo tanto, en una posición que el famoso historiador inglés Arnold J. Toynbee calificó de «herodiana», es decir, no sionista según la narrativa sionista, en la medida en que los antiguos herodianos judíos, helenizados, romanizados y aliados del Imperio Romano, se alinearon con la geopolítica implícita de un imperio situado al oeste del Mediterráneo, como lo era el Imperio Británico desde principios del siglo XIX hasta 1956 (durante el asunto de Suez) y posteriormente Estados Unidos. Según el historiador y geopolítico Luttwak Estados Unidos se ve a sí mismo como una continuación de la geopolítica romana en la cuenca oriental del Mediterráneo, ya que los romanos, y más tarde los bizantinos, se habían fijado el objetivo de impedir que los imperios persa, parto y sasánida alcanzaran las costas del Mediterráneo.
La crítica del sionismo debe pasar inevitablemente por el estudio de la obra de los historiadores israelíes de la escuela post-sionista, muy críticos con la «Nakba» sufrida por los palestinos en 1948. De lo contrario, cualquier crítica a esta vertiente ideológica judía se basará probablemente en eslóganes y excesos antisemitas infundados, dando la razón, retrospectivamente, a Leon Pinsker cuando los describió como «enfermedades mentales incurables».
Bibliografía:
Alain BOYER, Les origines du sionisme, PUF, Paris, 1988.
Franco CARDINI, Lawrence d’Arabia, Sellerio Editore, Palermo, 2019.
Maurice-Ruben HAYOUN, Le judaïsme moderne, PUF, 1989.
Serge-Allain ROZENBLUM, Theodor Herzl – Biographie, Kiron/Editions du Félin, Paris, 2001.
Shlomo SAND, Les mots et la terre – Les intellectuels en Israël, Champs/Flammarion, Paris, 2010.
Colin SHINDLER, The Triumph of Military Zionism – Nationalism and the Origins of the Israeli Right, I. B. Tauris, London, 2010.
Richard WILLIS, «The Hebrew Insurgency», en: History Today, Vol. 72, Issue 6, June 2022.