Diego Fusaro
En el marco del capitalismo financiero los mercados especulativos dominan la economía. La Finanza, que en la fase precedente del capitalismo estaba conectada a la producción y era funcional a su desarrollo, se vuelve autónoma y se convierte en un fin en sí misma, subyugando a la propia producción y, en general, a lo que se ha denominado «economía real» (al objeto de distinguirla de aquella otra puramente ficticia y fetichista característica de la finanza).
Mediante la posibilidad de la creatio ex nihilo del dinero se ha incentivado la práctica de la especulación integral en la esfera financiera; práctica que, para encuadrarla conceptualmente, puede ser calificada como el comercio del dinero autorreferencialmente establecido como un fin en sí mismo y emancipado de cualquier finalidad productiva.
Un ejemplo emblemático, entre los muchos disponibles, nos lo ofrece el modus operandidel financiero apátrida y heraldo liberal-progresista de la Open Society, George Soros. En 1992 perpetró un ataque especulativo contra la lira italiana y la libra esterlina, gracias al cual ganó, en una sola noche, una inmensa fortuna. En concreto, pidió prestados diez mil millones de libras esterlinas y las convirtió en marcos alemanes. Esperó a que la libra se depreciara en los mercados un 15% y, en ese momento, revendió los marcos y obtuvo en el cambio casi doce mil millones de libras. De este modo pudo devolver los diez mil millones que había pedido prestados, con los intereses correspondientes, y quedarse el resto, con un beneficio de cerca de dos mil millones de libras esterlinas.
El de Soros puede tomarse como un ejemplo “de manual” de esa especulación financiera que, en síntesis, consiste en “apostar” y obtener beneficios «jugando” con la diferencia de precios en el tiempo y en el espacio de los instrumentos financieros, mercancías y monedas, sin aportar ningún valor añadido. Para que la especulación sobre la economía y sobre la sociedad se haga hegemónica, son condiciones indispensables el monopolio de la moneda y la completa libertad de los capitales. Y es con miras a este resultado que el capitalismo financiero se desarrolló, especialmente tras el final de los acuerdos de Bretton Woods y mediante los sucesivos procesos de desregulación financiera.
La especulación, como elemento consustancial al sistema financiero de los “banksters” y de Wall Street (o mejor, “War Street”), confirma la tesis de Keynes; en su opinión, si no está regulado, el capitalismo financiarizado es lo más parecido a un casino. Para ser exactos, se trata de una casa de apuestas verdaderamente sui generis, basada en una regla muy simple: si sale cara, gana la banca; y si sale cruz, pierden los contribuyentes. O, para decirlo con el título del libro de Sheldon Emry, “Billones para los banqueros, deudas para el pueblo” (Billions for bankers, debts for the people,2017).
Algunos inversores pueden ganar fácilmente formidables cantidades de dinero en muy poco tiempo, pero la mayoría de la población pierde y la economía productiva cae en la ruina. Así lo ha escrito Susan Strange en su estudio Casino Capitalism(1997): «la enorme diferencia entre la casa de juego normal, que se puede visitar o no, y la casa del juego global de la alta finanza, es que en los juegos que se despliegan en esta última estamos todos involuntariamente involucrados”.
La definición keynesiana del Capitalismo de Casino resulta también convincente porque, en el orden liberal-financiero, el objetivo no es reducir el riesgo tanto como sea posible sino que, de manera diametralmente opuesta, se asume conscientemente, ya que es el elemento que permite obtener ingentes ganancias, dejando “generosamente” que sean los demás los que siempre pierdan. De otro lado, la prevalencia sobre los mercados financieros de la actividad especulativa a corto plazo –principalmente en el ámbito del comercio automatizado de valores– ha potenciado de forma exponencial la irresponsabilidad social de las inversiones.
Tal irresponsabilidad endémica se debe también al hecho de que el casino especulativo del neocapitalismo se rige, a su manera, bajo una lógica rigurosa o, parafraseando las palabras del Hamlet shakesperiano, se manifiesta como una locura dotada de su propio método, que se puede condensar así: cuanto más arriesgas, más puedes ganar o perder. Y como corresponde a su finalidad de maximizar el rédito, superando todo posible límite, la finanza especulativa se aventura en operaciones cada vez más acrobáticas y más arriesgadas, aprovechándose muy frecuentemente de los depósitos de los ahorradores para crear dinero y generar beneficios. Es, por ejemplo, la lógica–ilógica de los hedge funds (fondos de cobertura), con los que se especula tomando dinero prestado.
La mecánica de la finanza especulativa pone en marcha, además, una paradoja digna de mención: los ahorradores, a pesar de no querer correr riesgos, confían sus ahorros a un banco que, au contraire, puede utilizar ese patrimonio –de hecho sin su conocimiento– para embarcarse en operaciones especulativas arriesgadas. Entre otras cosas, de aquí se puede inferir que las asimetrías coesenciales al modo financiero capitalista de la valorización son también de orden cognitivo: las instituciones financieras y las grandes agencias de especulación disponen de un volumen de información inaccesible para los pequeños y medianos inversores, y no digamos para los vulgares ahorradores.
No hace falta señalar que la constelación del sistema bancario, el orden financiero y la dinámica de la especulación constituyen –por su esencia y no per accidens– un inmenso amplificador de las desigualdades sociales. Y ello sobre la base de la propia estructura de la lógica financiera, ya que el dinero posibilita múltiples oportunidades para generar más dinero (marxianamente, D-D1-D2) y, por tanto, quien más tiene, más puede enriquecerse.
Por esta razón, las protestas de Occupy Wall Street, a partir de 2011, aunque presentaban una peculiar estética de la impotencia, contaban con un fundamento irrefutable: gracias al capitalismo financiero, la mayor parte de los habitantes del planeta han sido literalmente expropiados de los frutos de su trabajo y su tierra por una minoritaria élite plutocrática borderless. En términos técnicos, se suele definir como «profundización financiera«: locución que indica, por un lado, la capilar penetración generalizada de los mercados financieros en todas las esferas del mundo de la vida y, por otro, la estrategia del empobrecimiento de masas o, más precisamente, la redistribución de la renta desde abajo hacia arriba (concebida, por tanto, como un momento esencial de la lucha de clases redefinida como masacre unívoca de los dominados por parte de los dominantes).
A corroborar esta tesis filosófico-política acuden los datos. Basta considerar el hecho de que alrededor de 1980 (por lo tanto, antes de la horquilla de la masiva financiarización turbocapitalista), la nación más rica del mundo detentaba una riqueza equivalente a 88 veces la del país más pobre. Pues bien, con la llegada del nuevo Milenio la disparidad ha ascendido a 270 veces. Cabría añadir que los mil individuos más ricos del mundo poseen un patrimonio neto ligeramente inferior al doble del patrimonio total de los 2.500 millones de personas más pobres .
Para traer a colación otro dato relevante, los salarios de los top managers de las grandes empresas, en 1980, ascendían en promedio a 40 veces el salario bruto medio del trabajador; con el nuevo Milenio han crecido hasta representar entre 350 a 400 veces esta referencia. La tesis marxiana de la «centralización del capital«, enunciada en el libro primero de Das Kapital, parece adherirse a la realidad factual, sobre todo si se considera que la clase turbocapitalista dominante, líquida y posburguesa, se cifra actualmente en alrededor de diez millones de personas en un planeta poblado por más de ocho mil millones de habitantes.
Por otra parte, es de general conocimiento que el mercado financiero occidental está dominado por tres gigantes americanos, que responden a los nombres de Black Rock (que gestiona más de 10 billones de dólares), Vanguard (que administra unos 7 billones) y State Street (que controla alrededor de 4 billones).
Estos colosos globocráticos, además, no sólo confirman la tesis marxista de la centralización del capital sino que, al mismo tiempo, demuestran cómo ésta genera también, sin solución de continuidad, una consecuente centralización política: el poder de estas instituciones financieras es tal, que se transforman en una fuerza política capaz de situarse por encima de los Estados y condicionarlos, convirtiéndolos muy frecuentemente en simples ejecutores de su voluntas económica. De hecho, si los gigantes bancarios y financieros revocan la confianza a los Estados que no siguen sus recetas económicas –puntualmente orientadas en sentido liberal-progresista, desregulador e imperialista– entonces el precio de sus títulos de Deuda Pública se desplomará. Y, de tal guisa, los gobiernos se verán obligados de facto a ofrecer rendimientos más altos para que los inversores decidan financiar su Deuda.
La fabula docet es que, merced a la centralización del capital y a la concentración oligopólica de la moneda, los señores sans frontières de la finanza cosmopolita ejercen un poder prácticamente autocrático incluso sobre los Estados Unidos y, con mayor razón, sobre la economía de los países financieramente más frágiles.
En este mismo horizonte de sentido debe ser interpretada la forma de operar de las Agencias de Rating, que reflejan en su máxima expresión la hipocresía del orden capitalista y su esencia intrínsecamente no democrática. Agencias de Calificación, como Moody, Fitch y S&P Global Ratings, evalúan la fiabilidad de los valores y representan, por así decirlo, los «barómetros» de las finanzas globales. En otras palabras, juzgan si las empresas y los bancos, los entes públicos y los Estados (todos indistintamente tratados y sin escapatoria posible), están en condiciones de pagar sus deudas.
Dejando de lado el hecho de que los criterios de evaluación utilizados por las Agencias de Rating parecen decididamente opacos y a menudo discrecionales, y que, además, a veces dan lugar a groseros errores de cálculo en la atribución de sus calificaciones (por ejemplo, incomprensiblemente asignaron las célebres «3 A» a sociedades como Lehmann Brothers y Enron), no se debe pasar por alto su ineludible politicidad: es decir, el hecho de que, con sus juicios, son capaces de mediatizar fuertemente incluso a los Estados nacionales, amenazándolos o castigándolos si se atreven a desviarse del canon neoliberal. El spread es la medida de la credibilidad de un país a la hora de pagar su Deuda; y así, las Agencias de Rating están en posición de atacar a los Estados rebajando su calificación, como hacen con cualquier otra empresa. Hay quienes, con razón, acuñaron la fórmula «Dictadura del Spread«. El hecho mismo de que estas Agencias de Rating sean norteamericanas las hace decididamente poco neutrales con respecto a los intereses de la finanza estadounidense, por no hablar, en última instancia, del vínculo «incestuoso» con sus clientes. En resumen, más que ante el genérico finanz-capitalismoteorizado por Luciano Gallino, nos hallamos frente a la Dictadura de la Usura Cosmopolitacomo culminación del propio capitalismo.
LA IZQUIERDA: ANTES UNA SOLUCIÓN, HOY UN PROBLEMA
El libro de Carlos X. Blanco es una inteligente crítica a la actual izquierda neoliberal, hoy hegemónica en Occidente. No es un libro escrito por un intelectual de derechas o, simplemente, por un liberal clásico. Por el contrario, es un texto de un académico que no critica a la izquierda como tal, sino su deriva contemporánea, liberalista y atlantista, contraponiéndola a su propio pasado socialista y antiimperialista.
Olvidada de sí misma y de su pasado, la neoizquierda poscomunista y vanguardista ha interiorizado plenamente, sobre todo después de 1989, la mirada y el horizonte de los vencedores, por tanto, de sus propios enemigos tradicionales. Y lo ha hecho, muy a menudo, con una complicidad obscenamente reivindicada con el orgullo de quienes han elegido estar en el «lado correcto de la historia», es decir, en el lado (al menos por ahora) vencedor.
La nueva izquierda se ha convertido, en última instancia, a las razones del enemigo impugnador que había labrado su propia historia e identidad. En otras palabras, se ha convertido en aquello contra lo que había luchado. En su forma acabada desde los años 90, la izquierda, en casi todo el cuadrante occidental del planeta, aparece como completamente desproletarizada y desprovista de referencias al mundo del trabajo, mera representante del individualismo competitivo liberal-libertario titular de mercancías y derechos civiles, es decir, de los derechos del consumidor individualizado y cosmopolita. Ya no lucha contra la abstracción tan concreta que es el capitalismo, sino para que éste se afirme también en los ámbitos reales y simbólicos que aún no ha conseguido colonizar. Ya no lucha por la superación del mundo de la mercancía, sino por su defensa contra todo lo que pueda poner en peligro su dominio.
Como Mattia Pascal, el protagonista de la obra maestra de Luigi Pirandello de 1904, la izquierda también consideró posible cambiar de identidad. Y optó por vivir una «nueva vida», rompiendo cualquier relación residual con la anterior. Puesto que la izquierda roja y socialista había sido, en lo moderno, la verdadera fuerza que había prometido una emancipación coral y un curso compartido de salvación superior a la mera aceptación de lo existente, mostrar cómo se ha convertido ahora -en su tránsito del rojo al fucsia y al arco iris, del anticapitalismo al ultracapitalismo- aquello contra lo que luchaba representa un primer paso necesario para actualizar los mapas y darse cuenta de que la brújula está averiada. Y que, como he demostrado ampliamente en Demofobia siguiendo los pasos de mi mentor Costanzo Preve, es necesario abandonar a la izquierda (junto con la derecha) a su deshonroso destino, para fundar sobre nuevas bases una filosofía política de comunitarismo socialista y democrático, internacionalista y populista, que aspire a la redención de los últimos y, con ellos, de la sociedad en su conjunto.
Antropológicamente, la neoizquierda poscomunista del arco iris ha producido a su imagen y semejanza un deplorable belén (o, si se prefiere, un infierno dantesco), poblado por atribulados radicales chic y megalómanos del caudillismo, por celosos neófitos y arrogantes conversos camino de Damasco, por arrepentidos por puro oportunismo, por «servidores voluntarios», por guardianes profesionales y por Mattia Pascal, cuya irresponsabilidad sólo es igualada por su cinismo: una tribu muy diferenciada internamente, pero cuyos habitantes están unidos por el tránsito, convencido o resignado, a la defensa del bando que una vez combatieron y, sinérgicamente, por el abandono, por olvido inconsciente o voluntad reivindicada, de una historia y una tradición que habían dado voz y organización a los últimos y a sus deseos de mejores libertades.
La consecuencia, trágica y al mismo tiempo irresistiblemente cómica, debería ser bien conocida. En el marco cosificado de la sociedad de mercado global del capitalismo absoluto, en el que el culto al valor de cambio y la Nueva Izquierda se convierten dialécticamente el uno en el otro, être de gauche significa ser dócilmente servil a los dictados de los mercados financieros y las traqueteantes bolsas, pero también a las invasiones humanitarias de países soberanos decididas por Washington. De nuevo, significa tomar las calificaciones de las agencias de calificación como referencia y la austeridad depresiva como horizonte político. Y, por tanto, encontrarse hablando la misma neolengua gris que los funcionarios del Fondo Monetario Internacional, los tecnócratas del Banco Central Europeo y los «especialistas sin inteligencia» (según la fórmula de Weber) del sistema bancario sin fronteras.
Significa, además, luchar contra todo lo que pueda interferir de algún modo con el orden de los mercados (identificado sin reservas con el progreso) y, por tanto, dejar a los derechistas la tarea de impugnar, al menos en parte (y en todo caso sólo verbalmente y para ganar consenso, ça va sans dire) ese léxico y esa mentalidad. En una palabra, se trata de celebrar el mundo tal como es, impugnando toda posible rectificación operativa del mismo, asimilándolo ideológicamente a priori al retorno del fascismo y del totalitarismo. A través de una catábasis a veces dolorosa en el submundo de la hipocresía y la subalternidad, pero también de la incapacidad epocal para descifrar la realidad y su ritmo de desarrollo, ésta es, en definitiva, la silueta obscena de la neoizquierda que encontramos hoy en Occidente: una nueva izquierda que, asimilando la perspectiva de los grupos dominantes en la escena mundial y des-historizando totalmente su mirada, se ha adherido sin reservas al proyecto, al léxico y a las categorías de los grupos dominantes a los que tradicionalmente había combatido. Es la «izquierda de los jefes ejecutivos» (Federico Rampini), que combina la indiferencia y la idiosincrasia respecto a las clases trabajadoras y los obreros con la celebración indolente -en el vértice de la subalternidad- del mito de Steve Jobs (patrón de Apple) y Sergio Marchionne (CEO de FIAT con un salario miles de veces superior al de sus empleados): en otras palabras, dos figuras que la izquierda «roja» y anticapitalista habría considerado antaño modelos negativos, cuando no enemigos de clase declarados.
Frente al nuevo escenario de conflicto de clases, la neoizquierda descafeinada no tiene nada que objetar. Y, en la mayor parte de su articulación, está -directa o indirectamente- del lado del bloque oligárquico neoliberal, apoyando su programa de clase oculto tras la persuasiva categoría de «progreso». La disolución de la explosiva unión entre la izquierda y el pueblo ha tenido como consecuencia, por tanto, la caída en picado del pueblo en el abismo de la desigualdad, la irrelevancia y la mortificación más indecente y, al mismo tiempo, el ascenso de la izquierda a la cúspide de los grupos dominantes, la defensa de su cosmovisión y de sus intereses materiales.
Subsumida (al menos tanto como la derecha) bajo el capital, la nueva izquierda del arco iris ya no aspira a la trascendencia del cosmos de la morfología capitalista; una trascendencia que, por el contrario, se esfuerza afanosamente en hacer impensable además de impracticable. Su imaginario de mercantilización plena coincide con el de los vencedores del globalismo, según el cual la libertad no es más que la posibilidad de autoafirmación y automodelado del átomo startup en el espacio del mercado reducido a un plano liso de competencia planetaria y al libre flujo omnidireccional de mercancías y personas mercantilizadas.
(…)
Un último punto sobre el que quiero insistir, y al que Carlos Blanco dedica acertadamente mucho espacio, se refiere a la metamorfosis proimperialista de la izquierda arco iris. A este respecto, Domenico Losurdo ha hablado de la «izquierda imperial». Como sabemos, la lucha por la emancipación del trabajo y la lucha por la liberación nacional del imperialismo han representado, en el plano político stricto sensu, las dos piedras angulares del pensamiento y de la acción de la izquierda vero-roja y, en este caso, de esa unión fundamental de crítica glacial de la cosificación clasista y de sueño despierto de una felicidad superior a la disponible que fue el marxismo.
En la fase del capitalismo dialéctico, être de gauche significaba, ante todo, a) aspirar a una transformación (revolucionaria o reformista) del sistema socioeconómico, para que las asimetrías desaparecieran o al menos se mitigaran, y b) impugnar la violencia colonialista e imperialista del capital, defendiendo el caso de los pueblos oprimidos con vistas a su liberación nacional (este segundo punto, en efecto, se aplica sobre todo a la izquierda comunista).
La derecha, como sabemos, ha sido el locus fundamental de propulsión y legitimación del imperialismo. La novitas notable parece ser la reciente reconversión de la propia nueva izquierda fucsia a las «razones» de los bombardeos éticos, el intervencionismo humanitario, los embargos terapéuticos: en una palabra, a las razones del «mal universalismo» del imperialismo norteamericano, que coincide de facto con el «brazo armado» de la globalización mercantilista. Y que, en rigor, lejos de enmarcarse como figura del universalismo, se erige como expresión de un etnocentrismo exaltado, que simplemente pretende extender sin límites su propio modelo y dominio, ideológicamente contrabandeado como válido en universal.
Si, como se ha señalado ad abundantiam, el rasgo fundamental de la veteroizquierda era el universalismo, hay que reconocer que la nueva izquierda lo ha abandonado por la defensa del imperialismo americano-céntrico no menos que por su apoyo a las razones de la sociedad competitiva de libre mercado, en cuyos espacios cosificados se levanta el paraíso de los pocos frente al infierno de los muchos El imperialismo, en efecto, no es otra cosa que la violencia de lo particular que se introduce de contrabando como universal. La sociedad competitiva del capital es, a su vez, el triunfo de una clase sobre las demás o, si se prefiere, el nexo de señorío y servidumbre que hace posible el éxito de un grupo mediante la dominación de otros. Así pues, el verdadero universalismo consistiría en luchar contra el imperialismo y la sociedad de mercado, cosa que la nueva izquierda hace tiempo que dejó de hacer, convirtiéndose en neoizquierda global-imperialista y liberal-nihilista.
La estructura económica de derechas (imposición del mercado y de los intereses de los grupos dominantes) vuelve a encontrar su contrapartida en la superestructura cultural de izquierdas (ideología intervencionista de los derechos humanos). De hecho, el imperialismo del Leviatán de las barras y estrellas siempre procede, en sus justificaciones, con un doble registro: el de la derecha cínica y el del «alma bella» de la izquierda. El de la derecha cínica aboga abiertamente por la invasión imperialista sin fingimiento, en nombre del «beneficio del más fuerte» (según el teorema de Trasímaco) y del desnudo interés económico y geopolítico de la fuerza dominada. La bella alma izquierdista, por el contrario, trata de justificar la invasión imperialista con la ampulosa retórica de los derechos humanos o incluso pretendiendo adoptar el punto de vista de los más débiles, a quienes la propia operación imperialista defendería.
Consideremos, a modo de ejemplo, cómo en 1999, con la guerra imperialista en Serbia, los cínicos celebraron el «esfuerzo bélico» en nombre del interés abierto de Washington en el marco de las relaciones de fuerza cambiadas por el giro de 1989, mientras que las «almas bellas» de la izquierda liberal, como (entre muchos otros) Norberto Bobbio y Jürgen Habermas, justificaron el imperialismo norteamericano en nombre de los derechos humanos y la defensa de los serbios sojuzgados por el dictador neo-hitleriano de turno. Hay muchos otros temas en los que Carlos Blanco insiste en su excelente estudio, y el lector los encontrará, como suele decir, «a lo largo del camino». Es un libro que merece ser leído, pues ayuda a comprender la necesidad de abandonar la izquierda sin girar a la derecha: en cambio, es necesario, para mí como para Carlos X. Blanco, ir más allá de la derecha y de la izquierda, contrarrestar la globalización turbo-capitalista y retomar el camino de la búsqueda operativa de los deseos de mejores libertades y mayor felicidad que la disponible en forma de mercancía.
Nota: Este artículo es un extracto del prólogo de Diego Fusaro
Carlos X. Blanco: La izquierda contra el pueblo. Hipérbola Janus (Enero de 2024)
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