El reciente fallecimiento de Antonio García Trevijano nos recuerda la escasa repercusión pública que los genuinos pensadores políticos tienen en nuestro país. Olvidados por una clase política con un nivel intelectual cada día más ínfimo, perdidos entre la baraúnda mediática que sólo busca los réditos de la audiencia y la propaganda e ignorados por una opinión pública deseosa de griterío y frases afortunadas en vez de contenidos, en el mejor de los casos sólo son desempolvados de sus vitrinas en el momento de su muerte, y en el peor, aquellos que son incómodos al poder, permanecen sepultados en el ostracismo y condenados a la irrelevancia.
Curiosamente, García Trevijano, que fue un referente del antifranquismo, (coordinador y redactor del manifiesto de la Junta Democrática de España que se fusionó con la Plataforma de Convergencia, dando lugar a la Platajunta), se convirtió también en un outsider del nuevo régimen nacido de la Transición, que siempre criticó. En su última aventura, el Movimiento de Ciudadanos hacia la República Constitucional (MCRC), Trevijano quiso destacar la denuncia de la “partidocracia” y el carácter oligárquico del Estado de partidos.
La idea jurídica del Estado de Partidos aparece plasmada en el texto constitucional de la República de Weimar. Pero no será hasta después de la Segunda Guerra Mundial cuando se imponga categóricamente la tesis de que el edificio constitucional y la estructura política del Estado debe fundarse sobre los partidos políticos. En este orden de ideas se inscriben, tanto la Constitución italiana de 1948, como la Constitución de la República Federal Alemana de 1949. La Ley Fundamental alemana de 1949, en su art. 21 afirma que los partidos cooperan en la formación de la voluntad política del pueblo y declarara fuera del juego constitucional aquellos partidos que, por sus fines o el comportamiento de sus respectivos miembros, puedan comprometer o extinguir el ordenamiento liberal democrático o la permanencia de la República. El Tribunal Constitucional Federal alemán de Bonn, principalmente a través del jurista Gerhard Leibholz, va a definir el Estado de Partidos señalando que estos ostentan el monopolio de la representación política, o por decirlo de otra forma, la dimensión de lo “político” queda en manos de los partidos admitidos por el régimen de manera exclusiva y excluyente.
La constitución española de 1978 reproduce los principios de la norma suprema alemana y establece en su art. 6 que «los partidos políticos expresan el pluralismo político, concurren a la formación y manifestación de la voluntad popular y son instrumento fundamental para la participación política. Su creación y el ejercicio de su actividad son libres dentro del respeto a la Constitución y a la ley. Su estructura interna y funcionamiento deberán ser democráticos». García Pelayo, primer presidente del Tribunal Constitucional, nos confiesa claramente que el sistema que instaura la Constitución de 1978 es un Estado de partidos, “el Estado democrático ha de configurarse como un Estado de partidos en razón de que sólo éstos pueden proporcionar al sistema estatal los inputs capaces de configurarlo democráticamente –la movilización electoral de la población, el ascenso al Estado de las orientaciones políticas y de las demandas sociales debidamente sistematizadas- para proporcionarle tanto los correspondientes programas de acción política, como las personas destinadas a ser titulares o portadores de los afanes políticos estatales”. Por si no nos hubiese quedado claro, la Sentencia del Tribunal Constitucional 3/1981 afirma que la relevancia de los partidos “viene justificada por la importancia decisiva que esas organizaciones tienen en las modernas democracias pluralistas, de forma que se ha podido afirmar por algunos Tribunales extranjeros que «hoy día todo Estado democrático es un Estado de partidos» o que éstos son «órganos casi públicos», o conceptos similares”.
La principal consecuencia de esta concepción para la organización del Estado y el sistema político es la institucionalización de los partidos como los únicos vehículos de expresión de la voluntad popular. Pero este modo de encauzar la voluntad popular se convierte de facto en una artificial sustitución de los cauces naturales de participación y en último término en una suplantación del cuerpo político en el que se integran los ciudadanos. En el Estado de partidos la ley electoral establece el sistema proporcional, por lo que la representación democrática se reduce a que los electores eligen a sus teóricos representantes de entre las listas cerradas que elaboran los partidos, que luego actúan como si fuesen delegados, es decir, con un mandato independiente de la voluntad de los representados. En el fondo, los supuestos elegidos por el pueblo en realidad sólo representan la voluntad de los partidos a los que pertenecen y a cuyas estructuras de poder deben el escaño. Como sostenía Carl Schmitt, en el Estado de partidos ya no hay lealtad a la Constitución ni al Estado ni al Pueblo, ni a la Nación, sino lealtad a los intereses del propio partido.
Este parlamentarismo se desarrolla de forma que el poder legislativo se deja a la iniciativa del partido más votado, que a su vez ocupa también el poder ejecutivo y también ejerce una fuerte influencia en el poder judicial. Como apunta Dalmacio Negro, en este tipo sistemas “entre las instituciones principales están, por supuesto, los partidos, … de los que dependen todas las demás”, ya que acaban poseyendo mayor poder de decisión que el propio electorado sobre todas las estructuras del Estado y terminan conformando una oligarquía de expertos, de altos funcionarios y de técnicos a su servicio, sin olvidar que también dominan los presupuestos públicos. Con estas bases programáticas no es de extrañar que los partidos hayan penetrado en profundidad, no sólo en el aparato gubernamental del Estado, creando extensas redes clientelares, sino en la dirección de la economía y el mundo empresarial, los medios de comunicación y la cultura, un verdadero proceso de ocupación partidista, no sólo de las instituciones, sino de aquellas posiciones claves de la sociedad que permiten condicionar decisivamente su orientación en cualquier campo social.
Se nos dirá que es el elector quien decide entre la pluralidad de modelos que ofrecen los partidos, lo cual satisface plenamente los ideales democráticos, pero como sostenía el fallecido García Trevijano, “en el Estado de partidos no hay una sola persona informada, sea en la sociedad gobernante o en la gobernada, que no esté del todo convencida de la necesidad de mantener la mentira para sostener el sistema. La necesidad o la conveniencia de mentir es el único fundamento de la democracia de partidos. Y la mentira política, la falsedad institucional del Estado de partidos, es la madre y el motor originario de todas las corrupciones”. Y es que en esta democracia representativa del Estado de partidos es necesario conquistar al votante para obtener, conforme al principio proporcional de la ley electoral, el mayor número de escaños que permita la formación de gobierno. Para lograr este fin, como si de una tormenta prefecta se tratara, se produce una colusión entre partidos, medios de comunicación y élites económicas.
Si bien es cierto que la política y la economía siempre han estado interconectadas, la prevalencia del “dinero”, como requisito imprescindible para actuar en política ha alcanzado su más alto nivel en el Estado de partidos. No sólo se trata de que los partidos políticos con representación parlamentaria en régimen de oligopolio son financiados por el Estado, sino que para poder interactuar con el electorado con unas mínimas expectativas de éxito se precisan ingentes recursos financieros, lo que forzosamente se traduce en una relación de intercambio opaco entre intereses de partido e intereses económicos. A esta ecuación hay que añadir el papel que los medios de comunicación desempeñan en el Estado de partidos. Más allá de proveer información a la ciudadanía, se configuran como una pieza fundamental del juego partidista, siendo los actores en torno a los que funciona cualquier cambio político. Los medios de comunicación canalizan y crean opinión pública sobre temas culturales, sociales, económicos y políticos, acerca de los cuales proponen cómo el público debe pensar. Son por tanto un elemento decisivo en el proceso de elaboración de los apoyos electorales de los partidos. Pero además de mediadores políticos también son una industria, mezclándose de nuevo los intereses de partido con los intereses empresariales en el reparto del poder que entre bambalinas sucede dentro del Estado de partidos.
Esta sólida superestructura de los partidos políticos se ha traducido en una enorme dificultad para la participación política independiente de los ciudadanos. Señalaba Simone Weil que “cuando hay partidos en un país, resulta de ello más tarde o más temprano un estado de hecho tal, que se hace imposible intervenir eficazmente en los asuntos públicos sin entrar en uno y jugar a su juego”. En definitiva, parafraseando a García Trevijano “aunque tengamos todas las libertades públicas y civiles, no es posible que exista libertad política” dentro del Estado de partidos, ya que el ciudadano carece de un mandato real sobre unos representantes que en realidad obedecen al partido, y cualquier iniciativa política, forzosamente se encuentra bloqueada si no se encauza a través de los partidos.
¿Es posible entonces sustituir el Estado de partidos? ¿Se puede concebir un sistema democrático sin partidos? Por un lado, nos encontramos con quienes sostienen que la alternativa al Estado de partidos es el Estado totalitario, o el Estado autoritario, con lo cual siempre será mejor un discutible sistema de partidos, que al menos permite la libertad individual y un cierto grado de democracia. Kelsen, llegará a decir que “sólo por ofuscación o deseo puede sostenerse la posibilidad de la democracia sin partidos políticos. La democracia requiere, necesaria e inevitablemente, un Estado de partidos”. No es cierto. La mediatización del pueblo por los partidos, supone un retroceso respecto a la pureza de la praxis democrática.
El genuino reto democrático de estos tiempos es la emancipación de la sociedad civil respecto de los partidos. La auténtica nueva política versa sobre la búsqueda de formas de participación de los ciudadanos en las tareas del Estado a través de otro cauce que no sea una estructura permanente de partidos. Siempre ha sido artificioso reducir la libertad política al agrupamiento de las personas en torno a partidos con un sistema ideológico y organizativo cerrado. Artificial porque no respeta la condición natural de la persona y su diversidad de intereses dentro de la comunidad, al forzar la aceptación de un credo univoco y una línea de acción indiscutible si se quiere participar en política. El siglo XX nos ha dado sobradas muestras de lo pernicioso que resulta dividir la sociedad en banderías partidistas y el alto riesgo de enfrentamiento civil que conlleva. Pero la realidad líquida de la postmodernidad acentúa aún más lo antinatural que resulta encauzar la libertad política a través de los partidos, porque los mismos han ido perdiendo su componente ideológico para convertirse en organizaciones que ante todo tratan de imponerse en el conflicto de la lucha por el poder, de forma que el ciudadano nunca es un actor político, sino un mero sujeto pasivo, un factor a manejar por los partidos que dominan las fuerzas motrices del sistema.
El Estado de partidos ha hecho imposible una libertad política no contaminada por los tejemanejes partidistas, porque la participación ciudadana ha sido suplantada por una imaginaria voluntad popular depositada en los partidos políticos. Pero la voluntad de los ciudadanos, ni es unánime, ni se reparte por cuotas proporcionales entre partidos, ni por supuesto consiste, por mucho que hayan sido votados, en la voluntad de los políticos influidos por los grupos de interés, los lobistas profesionales y los activistas, como tampoco consiste en el consenso de intereses pautado por los partidos políticos con representación parlamentaria.
Las complejas relaciones sociales, económicas y culturales de las sociedades actuales implican más que nunca una serie de conflictos de intereses personales y colectivos que precisan de una libertad política flexible y plural, que no puede encerrarse en el estereotipado sistema de elección de uno u otro partido, para que a continuación, a través de la estructura del Estado, regulen todas las facetas de la vida pública y gran parte de la privada. Pretender que un ciudadano asuma toda la acción política de un partido es antinatural y supone negar la diversidad de la persona en sus relaciones y necesidades familiares, laborales, culturales y sociales. En definitiva, es pretender impedir la libertad política de perseguir fines diversos según las diversas esferas en que se desenvuelve la vida de una misma persona, y que en unos aspectos pueden coincidir con los de un partido y en otros, con los del partido antagónico. Porque el ciudadano no es un individuo plano, y son muy diversos los intereses y opiniones que la persona va adquiriendo en su interacción con una realidad colectiva natural, que poco tiene que ver con la realidad artificialmente diseñada por los partidos y su entramado económico-mediático.
Si la modernidad ha desembocado en que acabemos siendo súbditos de los partidos en vez de un monarca absoluto, va siendo hora de pensar como satisfacer el ideal de la participación colectiva en las tareas políticas, desembarazándonos de estos costosos e insatisfactorios intermediarios que han convertido al ciudadano en un instrumento de sus luchas por el poder, en vez del protagonista del sistema democrático. Se trata de sustituir unas organizaciones sufragistas que son ajenas e indiferentes a la dimensión personal del elector, por un sistema de participación conectado íntimamente al concepto clásico de ciudadanía. Un sistema basado en el arraigo de la persona en la sociedad, no como fragmento anónimo de un colectivo masificado que paga impuestos y vota cada x años, sino como miembro activo de una comunidad en la que debe colaborar para satisfacer sus intereses particulares a la vez que el bien común, ejercitando su libertad política a través de representantes que no usurpen la voluntad soberana del pueblo y sean elegidos en el ámbito de la amplia y plural diversidad de colectivos en que se articula la sociedad y no en el monolítico seno de un partido.